domingo, 14 de diciembre de 2014

Tercer Domingo de Adviento: La Espiritualidad de la Alegría


-del articulo "El Dios de la alegría y la alegría de los cristianos", de José María Castillo-

La Espiritualidad de la Alegría

A primera vista, hablar de “espiritualidad de la alegría” puede parecer una frivolidad. ¿No es la espiritualidad un asunto demasiado serio que merece un respeto y no se debe trivializar con proyectos que la degraden? Ya el solo hecho de que haya quien se haga esta pregunta (o alguna semejante a ésta) nos está indicando hasta qué punto la experiencia del gozo y la alegría se percibe como algo que está casi en los antípodas de lo más hondo de la vida cristiana. Los cristianos suelen estar de acuerdo en que se hable de la espiritualidad del dolor y del sufrimiento, de la espiritualidad de la cruz y de la muerte, pero ¿de la espiritualidad de la alegría? ¿No suena eso casi a falta de respeto? ¿No es eso, por lo menos, rebajar las exigencias de la vida cristiana hasta convertirla en una forma de “contentar la conciencia”, para terminar haciendo lo que nos resulta más cómodo?

Voy a decirlo con toda claridad: la “espiritualidad de la alegría” es una de las formas más exigentes y difíciles que podemos presentar en esta vida, tal como normalmente funcionamos los seres humanos. Porque, cuando hablamos de este asunto, no se trata de que uno programe su vida para vivir siempre alegre y en continua diversión. Se trata, más bien, de que uno organice su vida de manera que, en el ambiente en el que viva y entre las personas con quienes conviva, haga todo lo que esté a su alcance para que los demás se sientan bien, vivan en paz, convivan a gusto y, sobre todo, sean personas tan felices que la alegría se transparente a todas horas en sus rostros. Más aún, se trata además de que uno afronte, en serio y con todas sus consecuencias, el abrumador problema del sufrimiento en el mundo, el problema del dolor, la angustia y la tristeza inmensa en que se ven hundidos tantos seres humanos. Es un hecho que, cuando pensamos en estos temas tan sombríos, nos ponemos serios, sentimos alguna preocupación y a lo mejor hasta nos apuntamos a una ONG o apadrinamos un niño... y con eso tranquilizamos nuestra conciencia, pensando que ya hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance. 

Por supuesto, todo eso es bueno. Pero nada de eso basta. Ni siquiera toca el fondo del problema. Vivir para hacer felices a los demás es mucho más duro y exigente que ser observante y cumplidor. Es también más duro y exigente que ser mortificado o incluso tener una vida intensa de piedad y oración. Vivir para conseguir que los demás se sientan más felices de haber nacido es lo mismo que renunciar a ser uno el centro. Porque es anteponer la alegría compartida a mi alegría particular. Y eso, se puede hacer alguna que otra vez.

Asumir eso como proyecto de vida, he ahí lo que supone y exige la espiritualidad de la que aquí estoy hablando.

Y es que, en el fondo, todo esto supone un cambio de mentalidad tan fuerte, que a muchos ni les cabe en la cabeza. La religión se suele asociar al deber cumplido, pero a la necesidad de los demás. Y la experiencia nos dice que, por cumplir con el deber, somos capaces de amargarle la vida a más de uno, de denunciar a quien sea o, simplemente, de imponerle nuestra particular forma de ver la vida y las cosas. Por el contrario, cuando lo que está en juego es hacer felices a los demás, las cosas cambian.
Y cambian tanto, que nos da miedo andar por ese camino.

No cabe duda que la religión y la espiritualidad ocultan, a veces, formas de egoísmo de un refinamiento insoportable. Por el contrario, la espiritualidad de la alegría es seguramente la expresión más clara y más fuerte de lo que significa la “humanización de Dios”. Lo que pasa es que, con demasiada frecuencia, anteponemos nuestra des-humanización a la incomprensible humanidad que se nos reveló en Jesús el Señor. En esto, si no me equivoco, radica el fondo del problema.

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