sábado, 20 de agosto de 2016

"EL NIÑO DE TU CORAZÓN"...


Escrito por el P. Eduardo Casas

Hablar de la niñez es pronunciar de lo que alguna vez fuimos. Muchos añoran la infancia como una etapa privilegiada de la historia personal; unos conservan memorias vívidas a pesar de los años transcurridos; otros apenas tienen evocaciones que se pierden entre vagas reminiscencias. Algunos se esfuerzan por no idealizar los primeros años de su vida porque no siempre han gozado de aquello que es deseable esperar para todo niño. Por muchas razones –personales, familiares, o sociales- también la niñez, como cualquier otro ciclo humano, puede ser una etapa dura.

Lo cierto es que, más allá de las condiciones en las que se ha vivido la propia niñez, ésta se caracteriza, más que cualquier otra etapa subsiguiente, por la “ley del crecimiento continuo”. En la niñez nos desarrollamos alrededor del 70% de lo que creceremos en el resto de la vida. Como afirma la psicología, la psiquiatría, la psicopedagogía y otras disciplinas afines, la infancia es como la “matriz extra uterina” que nos contiene y en la que nos desenvolvemos los primeros años de existencia. Es como la cera maleable en donde se imprimen, como sellos, las impresiones que quedarán en la profundidad de nuestra psiquis. Resulta como el rompecabezas donde se van articulando las diversas piezas que irán construyendo nuestra identidad y el perfil de nuestra personalidad.

De todas las etapas humanas, la infancia es la más determinante de todo el proceso posterior de la vida. Crecemos biológica, psicológica y afectivamente, un gran porcentaje de nuestro ulterior desarrollo.

En la niñez nos abocamos a la gran tarea del descubrimiento y la exploración de la realidad y de la vida que nos rodean. Nos autoconocemos permanentemente y comenzamos la socialización con otras personas, insertándonos en una familia y en el circuito de otras relaciones.

Nosotros ya no somos niños. Sin embargo, alguna vez lo hemos sido. Cuando recordamos la niñez y 
evocamos al niño que fuimos podemos sentir diversas emociones: Alegría, nostalgia, agradecimiento o quizás, también, por qué no, otras sensaciones no tan positivas.

Cuando te conectás con el niño que fuiste, el que lleva tu nombre y tu historia, ¿qué imagen es la que viene?; ¿cuál es el retrato en el que te ves y te reconocés a vos mismo?; ¿qué lugares recordás?; ¿qué olores te son familiares?; ¿qué paisajes se dibujan?; ¿qué voces escuchás?; ¿qué anédoctas recordás?...

Pongamos a todos los niños en el corazón del Dios Niño y hagamos una ronda tomados de la mano con la Virgen. Que no nos avergüence volver a ser como niños. Que el ángel de la guarda, dulce compañía, nos cuide y nos acompañe cada día.

Que Dios nos acune en la misericordia de sus brazos y en la compasión de su entrañable amor. Que el Padre del cielo nos cante una nana, una canción de cuna, que nos haga vivir serenos. Que nos arrulle eternamente su cariño para que estemos en paz.

Querido Dios, cántame una canción como las que me cantaba mamá. Cántame como cuando era niño. Cántame para que la oscuridad nunca me toque, para que los miedos no me paralicen, para que los malos sentimientos no lleguen a mi alma.

Querido Dios, cántale a los niños y cántale también a los que ya no somos niños. Todos los necesitamos, aunque a veces no nos animemos a pedírtelo. Nos da vergüenza. Nos sentimos grandes pero, en verdad, seguimos siendo pequeños.

Cántale a los pobres y a los enfermos, a los viejitos y a los olvidados, a los que están encerrados y a los que no tienen pan, casa, trabajo, familia o amigos.

Cántanos a todos. Que escuchemos, muy dentro de nosotros tu dulce e inconfundible voz que nos susurra. Cántame, cánteme una canción para que vuelva ser el niño que aún soy…

Eduardo Casas

No hay comentarios:

Publicar un comentario