sábado, 13 de abril de 2024

Nuestra Vida no se Pierde en el Vacío de la Nada, Somos Seres para la Plenitud...



Fuente:  www.diocesispalencia.org

Seguimos caminando en este tiempo de Pascua. 

El mensaje de los textos bíblicos nos sigue motivando para vivir en alza, con la moral levantada, con el ánimo crecido. Es el tono pascual, consecuente con la experiencia de la Resurrección... porque pascua, en realidad es cada instante de nuestra vida, no podemos dejarnos amedrentar por las circunstancias pasajeras, por duras y dramáticas que sean; nuestro talante de resucitados tiene que contagiar entusiasmo en las adversidades. Hacer crecer la vida, cuidándola.

Por eso nos ha de resultar lógico y adecuado el consejo de Juan: “Hijos les escribo para que no pequen”... porque, uno de los grandes pecados de un creyente es la tristeza que produce: abatimiento, falta de esperanza y de entusiasmo; una persona que ha resucitado con Cristo no pude vivir en la niebla del pesimismo. Además, desde la tristeza es muy difícil la paz y la comprensión de las escrituras. Sólo la alegría que produce la apertura a Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender el Evangelio con la cabeza y el corazón. Y cuando un creyente está así de capacitado, es capaz de mucho.

El pasaje evangélico de hoy es otra catequesis sobre la resurrección, la gran experiencia que puso en movimiento a los primeros cristianos, para anunciar, como testigos, la calidad humana y redentora de Jesús. La resurrección de Jesús es el acontecimiento espiritual que más ha impactado y conmovido. Sabemos, sin embargo, que, tanto entonces como ahora, algunos dudan, otros se resisten a creer y otros confunden a Jesús resucitado con un fantasma del pasado o del “presente”.

Los que tenemos la suerte de creer podemos asegurar que la fe confirma lo que intuye la sensibilidad: nuestra vida no se pierde en el vacío de la nada, somos seres para la plenitud. Nos dice Jesús: “¿Por qué se inquietan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren, soy yo”.

Sabemos que no necesitamos de los sentidos para captar y entender la resurrección, que la fe no se basa en la seguridad de los sentidos, sino en la experiencia espiritual y religiosa. La famosa frase de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” podría explicar algo de lo que es la fe. Es el corazón el que siente a Dios, no la razón...

En efecto, el significado de la resurrección se percibe por la línea de la espiritualidad y de la fe. Y el gran mensaje que brota de la resurrección es: ¡Ánimo vecinas y vecinos, que tenemos futuro, que la vida y la bondad están por encima de todos los miedos y sufrimientos que nos puedan acontecer en el cotidiano VIVIR!

Lo único que pude oscurecer, con su niebla, la luz de la resurrección en nuestro corazón es la desesperanza, el temor de no encontrar el camino de vuelta a casa. La casa del Padre donde se hace fiesta grande por cada uno de sus hijos.

lunes, 8 de abril de 2024

Fiesta de la Anunciación: MARÍA de Nazaret, nos Invita a Darle un Sí a Nuestra Vida...

Escrito por Mariola Lopez -RSCJ-
Lucas 1,26-38

Necesitamos aprender a descalzarnos ante la tierra de nuestra vida, que es sagrada, porque en ella habita una Presencia mayor. Situarnos con reverencia ante la vida significa reconocer a un Creador, un Señor,  un Dueño. No nos damos la vida a nosotras mismas, la recibimos de Otro. Reconocer que todo es don y que lo que realmente importa en la vida solo podemos esperarlo y acogerlo.

Recuperar el sentido de ser criatura, la humilde aceptación de nuestra creaturidad al mismo tiempo frágil y llena de posibilidades porque nos abre al Origen de la Vida, al Dios creador, amigo de la vida (Sab 11,26), que llevamos en el interior y que sigue apostando por la nuestra.

María de Nazaret, está en casa cuando se deja sorprender, cuando va a recibir una mirada nueva y un sentido nuevo de lo que su vida había sido, y deja que Dios la recree entera, la bendiga hasta el fondo.

Criatura amada, capaz de amar

Nuestra verdad fundamental no es solo nuestra condición de criaturas, sino que esa criatura es infinitamente amada. Pensamos que necesitamos ser buenas para que Dios y los otros nos quieran, y nos cuesta aceptar que Dios no nos ama porque seamos buenas/buenos, sino que nos ama por el hecho de habernos regalado la existencia. Su amor precede mi vida y mis pasos, está al principio, en medio y al final del camino: esta fue la experiencia de María. Vamos a abrirnos a cómo lo hizo Dios en ella. Contemplar esto es fuente de enorme esperanza, porque fue en proceso, poco a poco, viniendo. Hubo un tiempo, un espacio y un modo de preparar su venida que muestran a Dios dispuesto a regalarse y a sorprendernos…

Sabemos que Dios necesitó el permiso de María para hacerse concreto en Jesús. Desde entonces toda mujer es buena. Toda mujer es potencialmente engendradora del amor de Dios en la tierra.

El «hágase» de María recoge el «hágase» de Dios en la creación. Con su Si, algo empezó a germinar en sus entrañas.

El «hágase» de María es generativo de procesos de vida. ¿Podría dar yo un «sí» a mi vida en este momento?; ¿podría pronunciar un «hágase» a la vida tal y como es?

Dicen que necesitamos tres síes más uno para crecer, para ser lo que somos: dos los recibimos, y los otros dos los damos.

 El primero que recibimos, y a veces el último que descubrimos, es el sí primero de Dios a nuestra vida con todo, la afirmación honda que nos tiene en la existencia. En este sí de puro amor respiramos y somos.

El segundo es el de aquellos que nos tomaron en brazos al nacer, nuestros primeros cuidadores: nos alimentaron, nos protegieron, nos acompañaron con lo mejor de ellos y también con sus heridas. Su sí nos ha permitido crecer y ocupar nuestro lugar único en el mundo.

El tercer sí lo damos. Este a veces nos cuesta más. Es el sí que nos ofrecemos a nosotros mismos, la asunción de la propia vida en su espesor, en su ambigüedad, con los avatares de su historia, y también con toda su belleza y sus posibilidades aún por estrenar.

El cuarto sí es el que nos hace más parecidas a Dios. Es el sí que entregamos a los otros para afirmar sus vidas también con todo, sin dejar nada fuera, una afirmación que sana y que potencia. Es el sí que Isabel dio a María cuando esta fue a visitarla. Está hecho de reconocimiento, de respeto y de alegría por el trabajo secreto de Dios en cada uno: «Dichosa tú, dichoso tú».

sábado, 6 de abril de 2024

Tocar las Heridas del Maestro permite Conectar con las propias...

Fuente: Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús - España-

Aunque de este pasaje se han escrito muchos comentarios sobre la importancia de creer sin ver, de la fe que no necesita pruebas, etc. Me quiero fijar hoy en otros aspectos, que quizás podrían complementar la mirada:  

Tomás parece que necesita procesar lo que ha pasado, comprender para acoger y no solo apoyarse en la fe del grupo. Él es capaz de expresar sus dudas y de planteárselas a Jesús.  

Y Jesús no le rechaza, sino que le invita a tocar sus llagas, como si comprendiera que, tras la decepción ante su muerte, necesita rehacerse, superar la crisis, vivenciar personalmente la experiencia de la resurrección, personalizar su fe…  

El tocar las heridas del Maestro probablemente le permita conectar con las suyas y tomar conciencia de su propia vulnerabilidad, de la fragilidad de su confianza, de la necesidad de fiarse de verdad… Y recibe el regalo de que Jesús acoge su duda, su desconcierto y su incertidumbre. Y no lo hace a través del reproche, sino de la oportunidad de ser escuchado en su situación.  

Me encanta contemplar a Jesús, que se nos acerca a cada uno personalmente, tal como estemos y atiende nuestras necesidades, para reconfortar nuestra fe en el momento en que nos encontremos -sea cual sea-. ¡Qué buena noticia! 

TOMAS, Es Incredulidad lo que tú Tienes por Sentido Profundo...



Escrito por Hans Urs von Balthasar, de su Libro: "Corazón del mundo"

Acércate, Tomás, levántate de la caverna de tus dolores, pon tu dedo aquí y mira mi mano; extiende tu mano y ponla en mi costado: y no imagines que tu ciego dolor es más penetrante que mi Gracia. No te fortifiques en el castillo de tus sufrimientos. Naturalmente crees que tu vista es más aguda que la de los demás, tú tienes pruebas en la mano, no quieres que nadie te dé gato por liebre, y todo en él grita: ¡Imposible! Tú ves el abismo, puedes medirlo con el metro, el margen que hay entre la mala acción y la expiación, entre tú y yo. ¿Quién va a querer luchar contra semejante evidencia? Tú te retiras a tu luto, por lo menos éste es tuyo; con la experiencia de tu sufrimiento sientes que vives. Y si alguien pusiera su mano sobre ese sufrimiento, y tratara de arrancar sus raíces, arrancaría a la vez todo tu corazón del pecho - tanto te has identificado con tu dolor. 

Sin embargo, yo he resucitado. Y tú prudente y viejo dolor, en el que te sumerges, en el que imaginas mostrarme tu fidelidad, en el que crees estar junto a mí, es muy anacrónico. 

Pues hoy me siento joven y feliz. Y lo que tú llamas tu duelo no es más que obstinación. ¿Tienes una medida en tu mano? ¿Es tu alma el criterio de lo que es posible para Dios? ¿Es tu corazón lleno de vacilaciones el reloj en el que puedes leer el designio de Dios sobre ti? 

Es incredulidad lo que tú tienes por sentido profundo. Pero ya que estás tan lastimado y el patente tormento de tu corazón se ha abierto hasta el abismo de tu propio ser, dame tu mano y siente con ella el latido de otro corazón: en esta nueva experiencia tu alma se entregará y la sombría amargura autoalimentada se quebrará. Tengo que vencerte. No puedo menos de exigirte lo más querido que tienes, tu melancolía. Sácala de ti, aun cuando te cueste el alma y parezca que vayas a morir. Expulsa de ti ese ídolo, ese cascote frío de tu pecho, y en su lugar pondré en ti un corazón de carne, que latirá de acuerdo con mi propio latido. Saca de ti ese yo, que vive por no poder vivir, que está enfermo porque no puede morir: deja que perezca, así por fin podrás empezar a vivir. 

Estás enamorado del triste enigma de tu incomprensibilidad, pero a ti se te ve y se te comprende, pues mira: si tu corazón te acusa, piensa que soy mayor que tu corazón y lo sé todo. Anímate a saltar a la luz, no pienses que el mundo es más profundo que Dios, no pienses que no sabré arreglármelas con él. Tu ciudad está cercada, tus provisiones están agotadas: tienes que rendirte. ¿Qué es más sencillo y más dulce que abrir las puertas al amor? ¿Qué es más fácil que caer de rodillas y decir: Señor mío y Dios mío?

domingo, 31 de marzo de 2024

"Si nos Dejamos llevar de la Mano por Jesús"

HOMILÍA DEL Papa FRANCISCO en la VIGILIA PASCUAL - 2024

Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar —dice el texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc 16,4).

Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida.

Para empezar —primer momento— está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños.

Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son “escollos de muerte” y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?

Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar.

Y ahora —el segundo momento— miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, “nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente” (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).

Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.

Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un frescor nuevo invada vuestra voz. Es la Pascua del Señor —hermanos y hermanas— es la fiesta de los vivientes» (J-Y. Quellec, Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).

sábado, 30 de marzo de 2024

Sábado Santo: Velar en Silencio...


 Escrito por Alessandro Pronzatto

No sé si seremos capaces todavía de estar en silencio. Esta sería la mejor ocasión para ello. Velar en silencio. Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio. Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.                             

En este punto las palabras son inútiles.  

Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.

Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.                                                                                                                        

No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.

Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir. Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.                                                                                       

En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.

Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre...» (Jn 19, 25).

María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.

Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.

Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.

Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.

No queremos molestar, ni hacernos pesados.

Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.

Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.

Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».

Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».

Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies. Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.

Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.

viernes, 29 de marzo de 2024

"En oración con Jesús en el camino de la cruz", escritas por el Papa Francisco -Las meditaciones y oraciones para el Vía Crucis 2024 -


VIA CRUCIS 2024: “En oración con Jesús en el camino de la cruz”

Introducción

Señor Jesús, al mirar tu cruz comprendemos tu entrega total por nosotros. Te consagramos y ofrecemos este tiempo. Queremos pasarlo junto a ti, que rezaste desde el Getsemaní hasta el Calvario. En el Año de la oración nos unimos a tu camino orante.

Del Evangelio según san Marcos (14,32-37)

"Llegaron a una propiedad llamada Getsemaní […]. Después llevó con él a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y a angustiarse. Entonces les dijo “[…] Quédense aquí velando”. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y decía: “Abba –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Después volvió y encontró a sus discípulos dormidos. Y Jesús dijo a Pedro: “[…] ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora?”.

Señor, tú preparabas con la oración cada una de tus jornadas, y ahora en Getsemaní preparas la Pascua. Y orabas diciendo Abba –Padre– todo te es posible, porque la oración es ante todo diálogo e intimidad, pero es también lucha y petición: ¡aleja de mí este cáliz! Así mismo, es entrega confiada y don: Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Así, orante, entraste por la puerta estrecha de nuestro dolor y la atravesaste hasta el final. Tuviste «temor y angustia» (Mc 14,33): temor frente a la muerte, angustia bajo el peso de nuestros pecados, que cargaste sobre ti, mientras te invadía una amargura infinita. Sin embargo, en lo más duro de la lucha oraste «más intensamente» (Lc 22,44). De esta manera, transformaste la violencia del dolor en ofrenda de amor.

Nos pides una sola cosa: quedarnos contigo y velar. No nos pides lo imposible, sino que permanezcamos cerca de ti. Y, sin embargo, ¡cuántas veces me he alejado de ti! Cuántas veces, como los discípulos, en lugar de velar, me dormí, cuántas veces no tuve tiempo o ganas de rezar, porque estaba cansado, anestesiado por la comodidad o con el alma adormecida. Jesús, vuelve a repetirme a mí, vuelve a repetirnos a nosotros, que somos tu Iglesia: «Levántense y oren» (Lc 22,46). Despiértanos, Señor, sacude el letargo de nuestros corazones, porque también hoy, sobre todo hoy, necesitas nuestra oración.

1. Jesús es condenado a muerte

"El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie ante la asamblea, interrogó a Jesús: «¿No respondes nada a lo que estos atestiguan contra ti?». El permanecía en silencio y no respondía nada. […] Pilato lo interrogó nuevamente: «¿No respondes nada? ¡Mira de todo lo que te acusan!». Pero Jesús ya no respondió a nada más, y esto dejó muy admirado a Pilato" (Mc 14,60-61;15,4-5).

Jesús, tú eres la vida, pero te condenan a muerte; eres la verdad y sin embargo eres víctima de un falso proceso. Pero, ¿por qué no te rebelas? ¿Por qué no levantas la voz y explicas cuáles son tus propias razones? ¿Por qué no rebates a los sabios y a los poderosos como siempre lo has hecho? Jesús, tu actitud desconcierta; en el momento decisivo no hablas, sino callas. Porque cuanto más fuerte es el mal, más radical es tu respuesta. Y tu respuesta es el silencio. Pero tu silencio es fecundo: es oración, es mansedumbre, es perdón, es la vía para redimir el mal, para convertir tus sufrimientos en un don que nos ofreces. Jesús, me doy cuenta de que apenas te conozco porque conozco poco tu silencio, porque en el frenesí de las prisas y del hacer, absorbido por las cosas, atrapado por el miedo de no mantenerme a flote o por el afán de querer ponerme siempre en el centro, no encuentro tiempo para detenerme y quedarme contigo; para permitirte a ti, Palabra del Padre, obrar en silencio. Jesús, tu silencio me estremece, me enseña que la oración no nace de los labios que se mueven, sino de un corazón que sabe escuchar. Porque rezar es hacerse dócil a tu Palabra, es adorar tu presencia.

Oremos diciendo: Háblame al corazón, Jesús

Tú que respondes al mal con el bien 
Háblame al corazón, Jesús

Tú que apagas los gritos con la mansedumbre
Háblame al corazón, Jesús

Tú que detestas la murmuración y los reproches
Háblame al corazón, Jesús

Tú que me conoces íntimamente
Háblame al corazón, Jesús

Tú que me amas más de cuanto yo pueda amarme
Háblame al corazón, Jesús

2. Jesús carga la cruz

"Él llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados" (1 P 2,24).

Jesús, nosotros también cargamos nuestras cruces, a veces muy pesadas: una enfermedad, un accidente, la muerte de un ser querido, una decepción amorosa, un hijo que se perdió, la falta de trabajo, una herida interior que no cicatriza, el fracaso de un proyecto, una esperanza más que se malogra... Jesús, ¿Cómo rezar ahí? ¿Cómo hacerlo cuando me siento aplastado por la vida, cuando un peso oprime mi corazón, cuando estoy bajo presión y ya no tengo fuerzas para reaccionar? Tu respuesta se encuentra en una invitación: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Ir a ti; yo, en cambio, me encierro en mí mismo, rumiando mentalmente, escarbando en el pasado, quejándome, hundiéndome en el victimismo, paladín de negatividad. Vengan a mí; no te ha parecido suficiente decírnoslo, sino que has venido a nosotros para tomar nuestra cruz sobre tus hombros, y quitarnos su peso. Esto es lo que deseas: que descarguemos en ti nuestros cansancios y sinsabores, porque quieres que en ti nos sintamos libres y amados. Gracias, Jesús. Uno mi cruz a la tuya, te traigo mi fatiga y mis miserias, pongo en ti todo el agobio que tengo en mi corazón.

Oremos diciendo: Acudo a ti, Señor

Con mi historia personal 
Acudo a ti, Señor

Con mis cansancios
Acudo a ti, Señor

Con mis límites y mis fragilidades
Acudo a ti, Señor

Con mis miedos
Acudo a ti, Señor

Confiando sólo en tu amor
Acudo a ti, Señor

3. Jesús cae por primera vez

"Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).

Jesús, has caído. ¿En qué piensas?, ¿cómo rezas postrado rostro en tierra? Pero, sobre todo, ¿qué es lo que te da fuerzas para volver a levantarte? Mientras estás boca abajo en el suelo y ya no puedes ver el cielo, te imagino repitiendo en tu corazón: Padre, que estás en los cielos. La mirada amorosa del Padre posada en ti es tu fuerza. Pero imagino también que, mientras besas la tierra árida y fría, piensas en el hombre, sacado de la tierra, piensas en nosotros, que estamos en el centro de tu corazón; y que repites las palabras de tu testamento: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes» (Lc 22,19). El amor del Padre por ti y el tuyo por nosotros: el amor, ese es el estímulo que te hace levantarte y seguir adelante. Porque el que ama no se queda derrumbado, sino que vuelve a empezar; el que ama no se cansa, sino que corre; el que ama vuela. Jesús mío, siempre te pido muchas cosas, pero necesito sólo una: saber amar. Caeré en la vida, pero con amor podré volver a levantarme y seguir adelante, como hiciste tú, que tienes experiencia en las caídas. Tu vida, en efecto, ha sido una caída continua hacia nosotros: de Dios a hombre, de hombre a siervo, de siervo a crucificado, hasta el sepulcro; caíste en la tierra como semilla que muere, caíste para levantarnos de la tierra y llevarnos al cielo. Tú que levantas del polvo y reavivas la esperanza, dame la fuerza para amar y volver a empezar.

Oremos diciendo: Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando prevalece la desilusión
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando el juicio de los demás se abate sobre mí
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando las cosas no van bien y me vuelvo intolerante
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando siento que ya no puedo más
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando me oprime el pensamiento de que nada cambiará
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

4. Jesús encuentra a su madre

"Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús […] dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27).

Jesús, los tuyos te han abandonado; Judas te ha traicionado, Pedro te ha negado. Te has quedado solo con la cruz, pero ahí está tu madre. No hacen falta palabras, son suficientes sus ojos que saben mirar de frente al sufrimiento y asumirlo. Jesús, en la mirada de María, llena de lágrimas y de luz, encuentras el grato recuerdo de su ternura, de sus caricias, de sus brazos amorosos que siempre te han acogido y sostenido. La mirada de la propia madre es la mirada de la memoria, que nos cimienta en el bien. No podemos prescindir de una madre que nos dé a luz, pero tampoco de una madre que nos encarrile en el mundo. Tú lo sabes y desde la cruz nos entregas a tu propia madre. Aquí tienes a tu madre, dices al discípulo, a cada uno de nosotros. Después de la Eucaristía, nos das a María, tu último don antes de morir. Jesús, tu camino fue consolado por el recuerdo de su amor; también mi camino necesita cimentarse en la memoria del bien. Sin embargo, me doy cuenta de que mi oración es pobre en memoria: es rápida, apresurada; con una lista de necesidades para hoy y mañana. María, detén mi carrera, ayúdame a hacer memoria: a custodiar la gracia, a recordar el perdón y las maravillas de Dios, a reavivar el primer amor, a saborear de nuevo las maravillas de la providencia, a llorar de gratitud.

Oremos diciendo: Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando vuelven a aparecer las heridas del pasado
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo el sentido y el rumbo de las cosas
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo de vista los dones que he recibido
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo de vista el don de mi propio ser
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando me olvido de agradecerte
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

5. Jesús es ayudado por el Cirineo

"Cuando [los soldados] lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús" (Lc 23,26).

Jesús, cuántas veces, frente a los retos de la vida, presumimos de lograr hacer todo sólo con nuestras propias fuerzas. ¡Qué difícil nos resulta pedir ayuda, ya sea por miedo a dar la impresión de que no estamos a la altura de las circunstancias, o porque siempre nos preocupamos por quedar bien y lucirnos! No es fácil confiar, y menos aún abandonarse. En cambio, quien reza es porque está necesitado, y tú, Jesús, estás acostumbrado a abandonarte en la oración. Por eso no desdeñas la ayuda del Cirineo. Le muestras tus fragilidades a un hombre sencillo, a un campesino que vuelve del campo. Gracias porque, al dejarte ayudar en tu necesidad, borras la imagen de un dios invulnerable y lejano. Tú no te muestras imbatible en el poder, sino invencible en el amor, y nos enseñas que amar significa socorrer a los demás precisamente allí, en las debilidades de las que se avergüenzan. De este modo, las fragilidades se transforman en oportunidades. Fue lo que le sucedió a Cirineo: tu debilidad cambió su vida y un día se daría cuenta de que había ayudado a su Salvador, de que había sido redimido por medio de esa cruz que cargó. Para que mi vida también cambie, te ruego, Jesús: ayúdame a bajar mis defensas y a dejarme amar por ti; justo ahí, donde más me avergüenzo de mí mismo.

Oremos diciendo: Sáname, Jesús

De toda presunción de autosuficiencia
Sáname, Jesús

De creer que puedo prescindir de ti y de los demás
Sáname, Jesús

Del afán de perfeccionismo
Sáname, Jesús

De la reticencia a entregarte mis miserias
Sáname, Jesús

De la prisa mostrada ante los necesitados que encuentro en mi camino
Sáname, Jesús

6. Jesús recibe el consuelo de la Verónica que le enjuga el rostro

"Bendito sea Dios […] Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo […]. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo (2 Co 1,3-5).

Jesús, son tantos los que asisten al bárbaro espectáculo de tu ejecución y, sin conocerte y sin saber la verdad, emiten juicios y condenas, arrojando sobre ti infamia y desprecio. Sucede también hoy, Señor, y ni siquiera es necesario un cortejo macabro; basta un teclado para insultar y publicar condenas. Pero mientras tantos gritan y juzgan, una mujer se abre paso entre la multitud. No habla, actúa. No protesta, se compadece. Va contra la corriente, sola, con la valentía de la compasión; se arriesga por amor, encuentra la manera de pasar entre los soldados sólo para brindarte el consuelo de una caricia en el rostro. Su gesto pasará a la historia y como un gesto de consuelo. ¡Cuántas veces habré invocado tu consuelo, Jesús! Y ahora la Verónica me recuerda que tú también lo necesitas. Tú, Dios cercano, pides mi cercanía; tú, consolador mío, quieres ser consolado por mí. Amor no amado, buscas aún hoy entre la multitud corazones sensibles a tu sufrimiento, a tu dolor. Buscas verdaderos adoradores, que en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23) permanezcan contigo (cf. Jn 15), Amor abandonado. Jesús, enciende en mí el deseo de estar contigo, de adorarte y consolarte. Y haz que yo, en tu nombre, sea consuelo para los demás.

Oremos diciendo: Hazme testigo de tu consuelo

Dios de misericordia, que te haces cercano a quien tiene el corazón herido
Hazme testigo de tu consuelo

Dios de ternura, que te conmueves por nosotros
Hazme testigo de tu consuelo

Dios de compasión, que detestas la indiferencia
Hazme testigo de tu consuelo

Tú, que te entristeces cuando señalo con el dedo a los demás
Hazme testigo de tu consuelo

Tú, que no has venido a condenar sino a salvar
Hazme testigo de tu consuelo

7. Jesús cae por segunda vez bajo el peso de la cruz

["El hijo menor] recapacitó y dijo: Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé» […]. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé […]; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo: […] «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado» (Lc 15,17-18.20-22.24).

Jesús, la cruz pesa mucho; lleva en sí el peso de la derrota, del fracaso, de la humillación. Lo comprendo cuando me siento aplastado por las cosas, acosado por la vida e incomprendido por los demás; cuando siento el peso excesivo y exasperante de la responsabilidad y del trabajo, cuando me siento oprimido en las garras de la ansiedad, asaltado por la melancolía, mientras un pensamiento asfixiante me repite: no saldrás adelante, esta vez no te levantarás. Pero las cosas empeoran aún más. Me doy cuenta de que toco fondo cuando vuelvo a caer, cuando recaigo en mis errores, en mis pecados, cuando me escandalizo de los demás y luego me doy cuenta de que yo no soy distinto de ellos. No hay nada peor que sentirse decepcionado de sí mismo, aplastado por los sentimientos de culpa. Pero tú, Jesús, caíste muchas veces bajo el peso de la cruz para estar a mi lado cuando yo caigo. Contigo la esperanza nunca se acaba, y después de cada caída nos volvemos a levantar, porque cuando me equivoco no te cansas de mí, sino que te acercas más a mí. Gracias porque me esperas; gracias, pues, aunque caiga muchas veces me perdonas siempre, siempre. Recuérdame que las caídas se pueden convertir en momentos cruciales del camino, porque me llevan a comprender que lo único que importa es que te necesito. Jesús, imprime en mi corazón la certeza más importante: que vuelvo a levantarme de verdad sólo cuando me levantas tú, cuando me liberas del pecado. Porque la vida no vuelve a empezar con mis palabras, sino con tu perdón.

Oremos diciendo: Levántame, Jesús

Cuando, paralizado por la desconfianza, siento tristeza y desesperación
Levántame, Jesús

Cuando veo mi incapacidad y me siento inútil
Levántame, Jesús

Cuando prevalecen la vergüenza y el miedo al fracaso
Levántame, Jesús

Cuando tengo la tentación de perder la esperanza
Levántame, Jesús

Cuando olvido que mi fortaleza está en tu perdón
Levántame, Jesús

8. Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

"Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23,27).

Jesús, ¿Quién te acompaña hasta el final en tu camino de la cruz? No son los poderosos, que te esperan en el Calvario, ni los espectadores que se quedan lejos, sino la gente sencilla, grande a tus ojos, pero pequeña a los del mundo. Son esas mujeres, a las que has dado esperanza; que no tienen voz, pero se hacen oír. Ayúdanos a reconocer la grandeza de las mujeres, las que en Pascua te fueron fieles y no te abandonaron, las que aún hoy siguen siendo descartadas, sufriendo ultrajes y violencia. Jesús, las mujeres que encuentras se golpean el pecho y se lamentan por ti. No lloran por ellas, sino que lloran por ti, lloran por el mal y el pecado del mundo. Su oración hecha de lágrimas llega a tu corazón. ¿Acaso mi oración sabe llorar? ¿Me conmuevo ante ti, crucificado por mí, ante tu amor bondadoso y herido? ¿Lloro por mis falsedades y mi inconstancia? Ante las tragedias del mundo, ¿mi corazón permanece frío o se conmueve? ¿Cómo reacciono ante la locura de la guerra, ante los rostros de los niños que ya no saben sonreír, ante sus madres que los ven desnutridos y hambrientos sin tener siquiera más lágrimas que derramar? Tú, Jesús, has llorado por Jerusalén, has llorado por la dureza de nuestros corazones. Sacúdeme por dentro, dame la gracia de llorar rezando y de rezar llorando.

Oremos diciendo: Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que conoces los secretos del corazón
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que te entristeces ante la dureza de los ánimos
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que amas los corazones contritos y humillados
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que enjugaste con el perdón las lágrimas de Pedro
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que transformas el llanto en canto
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

9. Jesús es despojado de sus vestiduras

«Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?» […]. Les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,37-40).

Jesús, estas son las palabras que dijiste antes de la Pasión. Ahora comprendo esa insistencia tuya en identificarte con los necesitados: tú, encarcelado; tú, extranjero, conducido fuera de la ciudad para ser crucificado; tú, desnudo, despojado de tus vestidos; tú, enfermo y herido; tú, sediento en la cruz y hambriento de amor. Concédeme que pueda verte en los que sufren y que a los que sufren los pueda ver en ti, porque tú estás ahí, en quien está despojado de dignidad, en los cristos humillados por la prepotencia y la injusticia, por las ganancias injustas obtenidas a costa de los demás y ante la indiferencia general. Te miro, Jesús, despojado de tus vestiduras, y comprendo que me invitas a despojarme de tantas exterioridades vacías. Porque tú no miras las apariencias, sino el corazón. Y no quieres una oración estéril, sino fecunda en caridad. Dios despojado, ponme al descubierto también a mí. Porque es fácil hablar, pero luego, ¿te amo yo de verdad en los pobres, en tu carne herida? ¿Rezo por los que han sido despojados de dignidad? ¿O rezo sólo para cubrir mis propias necesidades y revestirme de seguridad? Jesús, tu verdad me deja al descubierto y me lleva a ocuparme de lo que importa: tú crucificado, y los hermanos crucificados. Concédeme que lo comprenda ahora, para que no me encuentre falto de amor cuando deba presentarme ante ti.

Oremos diciendo: Despójame, Señor Jesús

Del apego a las apariencias
Despójame, Señor Jesús

De la armadura de la indiferencia
Despójame, Señor Jesús

Del creer que yo no tenga que socorrer a los demás
Despójame, Señor Jesús

De un culto hecho de convencionalismo y exterioridad
Despójame, Señor Jesús

De la convicción de que en la vida todo está bien si yo estoy bien
Despójame, Señor Jesús

10. Jesús es clavado en la cruz

"Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,33-34).

Jesús, te perforan las manos y los pies con clavos, lacerando tu carne, y justo ahora, mientras el dolor físico se hace más insoportable, brota de tus labios la oración imposible, perdonas al que te está hundiendo los clavos en las muñecas. Y no sólo una vez, sino muchas veces, como recuerda el Evangelio, con ese verbo que indica una acción repetida, decías "Padre, perdona". Por eso, contigo, Jesús, también yo puedo encontrar el valor de elegir el perdón que libera el corazón y relanza la vida. Señor, no te basta con perdonarnos, sino también nos justificas ante el Padre: no saben lo que hacen. Toma nuestra defensa, hazte nuestro abogado, intercede por nosotros. Ahora que tus manos, con las que bendecías y curabas, están clavadas, y tus pies, con los que traías la buena nueva, ya no pueden caminar, ahora, en la impotencia, nos revelas la omnipotencia de la oración. En la cumbre del Gólgota nos revelas la altura de la oración de intercesión que salva al mundo. Jesús, que yo no rece sólo por mí y por mis seres queridos, sino también por los que no me quieren y me hacen daño; que yo rece según los deseos de tu corazón, por los que están lejos de ti; reparando e intercediendo en favor de los que, ignorándote, no conocen la alegría de amarte y de ser perdonados por ti.

Oremos diciendo: Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por la dolorosa pasión de Jesús                                                                               
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por el poder de sus llagas
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por su perdón en la cruz
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por cuantos perdonan por amor a ti
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por la intercesión de los que creen, adoran, esperan y te aman
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

11. El grito de abandono de Jesús en la cruz

"Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: «Elí, Elí, lemá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,45-46).

Jesús, he aquí una oración sin precedentes: clamas al Padre tu abandono. Tú, Dios del cielo, que no replicas estruendosamente ninguna respuesta, sino que preguntas ¿por qué? En el ápice de la Pasión experimentas el alejamiento del Padre y ya ni siquiera le llamas Padre, como haces siempre, sino Dios, como si fueras incapaz de identificar su rostro. ¿Por qué? Para sumergirte hasta el fondo del abismo de nuestro dolor. Tú lo hiciste por mí, para que cuando sólo vea tinieblas, cuando experimente el derrumbamiento de las certezas y el naufragio del vivir, ya no me sienta solo, sino que crea que tú estás ahí conmigo; tú, Dios de la comunión, experimentaste el abandono para no dejarme más como rehén de la soledad. Cuando gritaste tu por qué, lo hiciste con un salmo; así convertiste en oración incluso la desolación más extrema. Esto es lo que hay que hacer en las tormentas de la vida; en vez de callar y aguantar, clamar a ti. Gloria a ti, Señor Jesús, porque no has huido de mi desolación, sino que la has habitado hasta lo más profundo. Alabanza y gloria a ti que, cargando sobre ti toda lejanía, te has hecho cercano a los más alejados de ti. Y yo, en las tinieblas de mis porqués, te encuentro a ti, Jesús, luz en la noche. Y en el grito de tantas personas solas y excluidas, oprimidas y abandonadas, te veo a ti, Dios mío: haz que te reconozca y te ame.

Oremos diciendo: Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los niños no nacidos y en aquellos abandonados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En tantos jóvenes, en espera de que alguien oiga su grito de dolor
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los numerosos ancianos descartados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los prisioneros y en quien se encuentra solo
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los pueblos más explotados y olvidados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

12. Jesús muere encomendándose al Padre y concediéndole el Paraíso al buen ladrón

"[Uno de los malhechores crucificados] decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» […]. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró (Lc 23,42-43.46).

Jesús, ¡un malhechor va al Paraíso! Él se encomienda a ti y tú lo encomiendas contigo al Padre. Dios de lo imposible, que haces santo a un ladrón. Y no sólo eso: en el Calvario cambias el curso de la historia. Conviertes la cruz, que es emblema del tormento, en icono del amor; cambias el muro de la muerte en puente hacia la vida. Transformas la oscuridad en luz, la separación en comunión, el dolor en danza e incluso el sepulcro ―última estación de la vida― en punto de partida de la esperanza. Pero estas transformaciones las realizas con nosotros, nunca sin nosotros. Jesús, acuérdate de mí: esta oración sincera te permitió obrar maravillas en la vida de aquel malhechor. Qué poder inaudito el de la oración. A veces pienso que mi oración no es escuchada, mientras que lo esencial es perseverar, tener constancia, acordarme de decirte: “Jesús, acuérdate de mí”. Acuérdate de mí y mi mal ya no será un final, sino un nuevo inicio. Acuérdate, vuelve a ponerme en tu corazón, incluso cuando me aleje, cuando me pierda en la rueda de la vida que gira vertiginosamente. Acuérdate de mí, Jesús, porque ser recordado por ti ―lo demuestra el buen ladrón― es entrar en el Paraíso. Sobre todo, recuérdame, Jesús, que mi oración puede cambiar la historia.

Oremos diciendo: Jesús, acuérdate de mí

Cuando la esperanza desaparece y reina la desilusión
Jesús, acuérdate de mí

Cuando no soy capaz de tomar una decisión
Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo la confianza en mí o en los demás
Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo de vista la grandeza de tu amor
Jesús, acuérdate de mí

Cuando creo que mi oración resulta inútil
Jesús, acuérdate de mí

13. Jesús es bajado de la cruz y entregado a María

"Simeón […] dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,33-35).

María, después de tu "sí" el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora yace en tu regazo su carne torturada. Aquel niño que tuviste en tus brazos ahora es un cadáver destrozado. Sin embargo, ahora, en el momento más doloroso, resplandece la ofrenda de ti misma: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un "sí" a Dios. María, nosotros somos pobres de "síes", pero ricos del "si": si yo hubiera tenido mejores padres, si me hubieran comprendido y amado más, si mi carrera hubiera ido mejor, si no hubiera tenido aquel problema, si tan sólo no sufriera más, si Dios me escuchara... Preguntándonos siempre el porqué de las cosas, nos cuesta vivir el presente con amor. Tú tendrías tantos "si" que decirle a Dios, en cambio, sigues diciendo "sí", se cumpla en mí. Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento acompañado por Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en ti las últimas palabras que te dirigió: He aquí a tu hijo. Madre, ¡yo soy ese hijo! Recíbeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decirle "sí" a Dios, "sí" al amor. Madre de misericordia, vivimos en un tiempo despiadado y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con mansedumbre; deshaz las resistencias del corazón y los nudos del alma.

Oremos diciendo: Tómame de la mano, María

Cuando cedo a la recriminación y al victimismo
Tómame de la mano, María

Cuando dejo de luchar y acepto convivir con mis falsedades
Tómame de la mano, María

Cuando titubeo y non tengo el valor de decirle “sí” a Dios
Tómame de la mano, María

Cuando soy indulgente conmigo mismo e inflexible con los demás.
Tómame de la mano, María

Cuando quiero que la Iglesia y el mundo cambien, pero yo no cambio
Tómame de la mano, María

14. Jesús es depositado en el sepulcro de José de Arimatea

"Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. […] José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca" (Mt 27,57-60).

José, ese es el nombre que, junto con el de María, marcan la aurora de la Navidad y marcan también la aurora de la Pascua. José de Nazaret advertido en sueños se llevó audazmente a Jesús para salvarlo de Herodes; tú, José de Arimatea, te llevas su cuerpo, sin saber que un sueño imposible y maravilloso se hará realidad allí mismo, en el sepulcro que le diste a Cristo cuando pensabas que él ya no podía hacer nada más por ti. En cambio, es verdad que todo don hecho a Dios es recompensado siempre por él. José de Arimatea, eres el profeta del valor intrépido. Para entregarle tu regalo a un muerto acudes al temido Pilato y le ruegas que te permita darle a Jesús la tumba que habías mandado a construir para ti. Tu oración es persistente y a las palabras siguen los hechos. José, recuérdanos que la oración perseverante da fruto y atraviesa incluso las tinieblas de la muerte; que el amor no se queda sin respuesta, sino que regala nuevos comienzos. Tu sepulcro, que ―único en la historia― será fuente de vida, era nuevo, recién labrado en la roca. Y yo, ¿qué cosa nueva le doy a Jesús en esta Pascua? ¿Un poco de tiempo para estar con Él? ¿Un poco de amor a los demás? ¿Mis miedos y miserias enterradas, que Cristo está esperando que le ofrezca, como tú, José, hiciste con el sepulcro? Será verdaderamente Pascua si doy algo de lo mío a Aquel que dio la vida por mí; porque es dando como se recibe; y porque la vida se encuentra cuando se pierde y se posee cuando se da.

Oremos diciendo: Señor, ten piedad

De mí, negligente para convertirme
Señor, te piedad

De mí, que me gusta recibir mucho, pero dar poco
Señor, te piedad

De mí, incapaz de rendirme a tu amor
Señor, te piedad

De nosotros, rápidos para servirnos de las cosas, pero lentos para el servicio a los demás
Señor, te piedad

De nuestro mundo, plagado de los sepulcros de nuestro egoísmo
Señor, te piedad

Invocación conclusiva (el nombre de Jesús, 14 veces)

  • Señor, te rogamos como los necesitados, los frágiles y los enfermos del Evangelio, que te suplicaban con la palabra más sencilla y familiar: pronunciando tu nombre.
Jesús, tu nombre salva, porque tú eres nuestra salvación.
  • Jesús, tú eres mi vida y para no perderme en el camino te necesito a ti, que perdonas y levantas, que sanas mi corazón y das sentido a mi dolor.
  • Jesús, tú tomaste sobre ti mi maldad, y desde la cruz no me señalas con el dedo, sino que me abrazas; tú, manso y humilde de corazón, sáname de la amargura y del resentimiento, líbrame del prejuicio y de la desconfianza.
  • Jesús, te contemplo en la cruz y veo que se despliega ante mis ojos el amor, que da sentido a mi ser y es meta de mi camino. Ayúdame a amar y a perdonar, a vencer la intolerancia y la indiferencia, a no quejarme.
  • Jesús, en la cruz tienes sed, es sed de mi amor y de mi oración; los necesitas para llevar a cabo tus planes de bien y de paz.
  • Jesús, te doy gracias por los que responden a tu invitación y tienen la perseverancia de rezar, la valentía de creer y la constancia para seguir adelante a pesar de las dificultades.
  • Jesús, te encomiendo a los pastores de tu pueblo santo: su oración sostiene el rebaño; que encuentren tiempo para estar ante ti y que asemejen su corazón al tuyo.
  • Jesús, te bendigo por las contemplativas y los contemplativos, cuya oración, oculta al mundo, es agradable a ti. Protege a la Iglesia y a la humanidad.
  • Jesús, traigo ante ti las familias y las personas que han rezado esta noche desde sus casas; a los ancianos, especialmente a los que están solos; a los enfermos, gemas de la Iglesia que unen sus sufrimientos a los tuyos.
  • Jesús, que esta oración de intercesión abrace a los hermanos y hermanas de tantas partes del mundo que sufren persecución a causa de tu nombre; a los que padecen la tragedia de la guerra y a los que, sacando fuerzas de ti, cargan con pesadas cruces.
  • Jesús, por tu cruz has hecho de todos nosotros una sola cosa: reúne en comunión a los creyentes, infúndenos sentimientos fraternos y pacientes, ayúdanos a cooperar y a caminar juntos; mantén a la Iglesia y al mundo en la paz.
  • Jesús, juez santo que me llamarás por mi nombre, líbrame de juicios temerarios, chismes y palabras violentas y ofensivas.
  • Jesús, que antes de morir dijiste “todo se ha cumplido”. Yo, en mi miseria, no podré decirlo nunca. Pero confío en ti, porque eres mi esperanza, la esperanza de la Iglesia y del mundo.
  • Jesús, una palabra más quiero decirte y seguir repitiéndote: ¡Gracias! Gracias, Señor mío y Dios mío.