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sábado, 29 de junio de 2024

Me llamó "hija" , y era en su boca una bendición...

Escrito por Mariola Lopez Villanueva -RSCJ-

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y sigue sana de tu tormento” (5, 34).

Jesús sitúa a la mujer en el proceso normal de su cuerpo, hace caso omiso al miedo y al tabú de la impureza, y la libra de una cultura que rechaza su sangre, y su sexualidad. 

Ella, al tocarle, hace brotar en él su fuerza sanadora, lo confirma en su misión; le ayuda a alumbrar su ministerio. Es la única vez, en los relatos de curación que Jesús llama a una mujer “hija”. Ha salido valedor de ella, igual que Jairo al comienzo pedía por la enfermedad de su hija. Jesús la recrea en su verdadera condición, la de hija muy amada, la introduce en el ámbito de la cercanía y la familiaridad con Dios, y crea vínculos muy estrechos con una mujer que estaba apartada de todo contacto y relación. 

¿Qué pudo significar este encuentro para la mujer?. ¿Cuántas veces reviviría este acontecimiento que cambió definitivamente su vida?... Su historia la narraron otros, dejemos que, por una vez, sea ella misma quien nos la cuente[1]: 

“Necesitaría toda una vida para relatarte lo que sucedió aquella tarde. Ya sabes que yo llevaba doce años en que poco a poco me iba quedando sin fuerzas, algo parecido a una de esas depresiones crónicas que destrozan cuanto tocan. Tú eres demasiado joven para comprender qué significaba en Israel ser una mujer con hemorragias constantes de sangre. Nadie podía tocarme, ni siquiera tocar aquello con lo que yo había estado en contacto, pues sería declarado impuro (Lev 15, 19-30). 

Tampoco yo podía tocar, ni acercarme a los otros, estaba condenada al aislamiento, como cuando tienes una enfermedad contagiosa por la que te temen y necesitan excluirte para sentirse a salvo. Y lo peor es que para ellos no era una enfermedad del cuerpo sino la señal de que mi vida estaba afectada por el pecado, de que una maldición de Dios me acompañaba, y así me lo hicieron creer a mí también. 

A lo largo de aquellos años, desesperada, lo probé todo y, entre curanderos que prometían cortarme la sangre y adivinos que consultaban el oráculo, se me fue cuanto tenía, era un tormento incurable, no tanto por esa sangre incontrolada que me secaba por dentro sino por esa distancia dolorosa de los otros cuerpos. Sentirme separada y rechazada; y experimentar el propio cuerpo como una mortaja. 

Después de aguantar tantos años llegó un día en que sólo el pensamiento de la muerte significaba para mí un poco de descanso. Fue entonces cuando una tarde oí hablar de él, decían que había sanado a mucha gente, que tenía una manera de decir de Dios que desconcertaba, y que cuando estabas a su lado te sentías intensamente viva. 

Pasé noches enteras sin dormir, con un pensamiento pegado a mis huesos, ¿y si lo intentara, y si pudiera verle?... Volvía una y otra vez sobre esas historias que había escuchado y se me clavaban dentro como si todo el sufrimiento de estos años hubiera estado esperando que aquel hombre viniera. 

Luego pensaba que yo era sólo una pobre mujer, marcada, a la que él, como buen judío, no podría ni siquiera mirar de frente, cualquier posibilidad de contacto resultaría imposible. Hasta que una mañana unas mujeres, las únicas que se me acercaban, me dijeron que tal vez dentro de unos días ese Jesús del que nos habían hablado pasaría por allí. Una corriente inesperada atravesó todo mi cuerpo: "ese Jesús". ¡Oh Dios!, me dije, si yo me atreviera a intentarlo, si fuera corriendo donde él...Me habían contado que tomaba a la gente de la mano. Cuánto deseaba yo sentir el calor de otro cuerpo, poder pasar mi mano silenciosa sobre una piel querida, recorrer un rostro lentamente, perderme en un abrazo, ser tocada para vivir... Decían que los paralíticos que lo conocieron ahora andaban y que devolvía la vista a los ciegos, aunque pensaba que ninguno de ellos podía contaminarle como yo. Me sentía cada vez más sucia y avergonzada de mí misma. Pero al amparo de lo que me llegaba acerca de él, una confianza desmedida se fue apoderando de mí, hasta llegar a pesar más que aquel flujo incontrolado que me tenía atada. 

A lo mejor bastaba con que yo pudiera tocarle, con que sus vestidos me rozaran apenas...Y esta confianza se fue convirtiendo poco a poco en el único motivo por el que seguir viviendo: correr hacia él con todas mis pérdidas y tocarle, aunque fuera por la espalda, entonces me curaría. 

Aquella tarde le rodeaba tanta gente que apenas podía distinguir su rostro, todos querían estar cerca de él. Pensé que nadie repararía en mi, ni siquiera Jesús se daría cuenta de que yo lo tocaba. Me acerqué por detrás, rápidamente, cerré los ojos y puse mi mano llena de deseo sobre el borde de su manto... Si pudiera describirte lo que experimenté en ese instante, aquella fuerza que detuvo la sangre, que ensanchó mis ganas de vivir, el poder entrar en relación con los otros, no tener que seguir ocultándome, sentir en mi cuerpo que estaba curada... Iba a salir corriendo cuando él preguntó "¿Quién me ha tocado?". Muchos se habían apretujado sobre él, pero yo sabía que preguntaba por mí. Dicen que me acerqué atemorizada y temblorosa, aunque no podría definir cómo me sentía realmente en ese momento, era una mezcla de temor y gratitud, de reverencia y de necesidad de postrarme ante él, y de pedirle perdón por mi atrevimiento... Confesé cómo me lancé a tocarle aunque era considerada una mujer apestada. Pero él, ante el asombro de los que nos miraban, me llamó "hija" , y era en su boca una bendición, queriéndome como si me conociera desde siempre, como si me hubiera estado esperando desde hacía mucho tiempo , y dijo que mi fe me había curado y que me fuera en paz. Después he revivido muchas veces lo que pasó aquella tarde, como una memoria dichosa que me alimenta, y creo cada vez más que lo de mi fe lo decía para quitarse importancia porque sé, desde entonces, que es sólo esa fuerza que sale de él la que puede curarnos”. 

[1] Así es como imagino lo que ella viviría...

viernes, 21 de junio de 2024

Pequeña Tempestad Amiga...

Escrito por Mariola Lopez Villanueva -RSCJ-
"Se levantó entonces una fuerte tempestad
y las olas se abalanzaban sobre la barca,
de suerte que la barca estaba ya a punto de hundirse”
-Mc 4, 35-40-

Quizás nos quede grande la aventura que aquellos hombres vivieron en medio de un mar embravecido, cuando pasaban a la otra orilla con Jesús. Pero sí podemos reconocer en ella los nubarrones de nuestros días grises, las tormentas de nuestras autodecepciones, culpabilidades y egoísmos; de todo lo que en nosotros bloquea el paso de la vida y su dinamismo de fraternidad y de futuro. Reconocer el miedo que nos ronda tantas veces, soportarlo, aprender que podemos aguantar, en medio de la borrasca, porque nos sostiene la fuerza de una Presencia que nos acompaña y cuida, aunque creemos dormida.

Un joven que estaba en la cárcel me dijo comentando este pasaje: “es una broma que Jesús nos gasta para conocer nuestra fe”. Pienso en las tempestades tan terribles de personas que sufren como él, y agradezco su abrazo de humor y el testimonio de tanta gente que ha permanecido más allá de toda desesperanza, y que nos descubre que , pase lo que pase en nuestras vidas, él no dejará nunca que nos perdamos.

Siento unas ganas enormes de agradecer las pequeñas tempestades de mi vida, aquellas que me enseñan a poner nombre a mis inseguridades y a mis temores, y que esconden la llamada a vivir más dilatada y mansamente, “¿Por qué estás con tanto miedo?”.

Te doy gracias, pequeña tempestad amiga, porque conduces nuestra mirada mar adentro y nos enseñas a reconocerlo, poco a poco, como Señor de nuestra tormenta y de nuestra calma, como Señor de nuestra claridad y de nuestra desarmonía; como único Señor de toda nuestra vida.

sábado, 15 de junio de 2024

EL HOMBRE QUE POSEÍA LA SABIDURÍA DE “NO SABER”


Sucede con el reino de Dios lo que con la semilla que un hombre echa en la tierra. 
 Duerma o vele, de noche o de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo.
  La tierra da fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. 
Y cuando el fruto está a punto, en seguida mete la hoz, porque ha llegado la siega. 
-Mc 4, 26-29-

Texto escrito por la hna Dolores Aleixandre -rscj-

Esta parábola suele ser conocida como la de "la semilla que crece por sí misma",   pero mi propuesta es llamarla: el hombre que poseía la sabiduría de “no saber”,  y acercarnos a este personaje como a un maestro de sabiduría y discernimiento.

"Miren a ese hombre, parece decir  Jesús: actúa y decide intervenir justo en el momento que le corresponde: "siembra" la semilla y, al final, "mete la hoz" cuando llega el momento de la siega. Pero sabe que hay un periodo de tiempo en el que a él no le toca hacer nada, sino que es la  tierra la que "por sí misma" hace que la semilla  germine y crezca y dé fruto. Y todo eso acontece mientras él "duerme y se levanta" tranquilamente, sin empeñarse en dirigir unos ritmos que escapan a su control".  Es la convicción del orante del Salmo 127,2: Es inútil que madruguen, que retrasen  el descanso, que coman un pan de fatigas: Dios lo da a sus amigos mientras duermen.

Imaginemos a aquel hombre, sentado junto al lindero de su campo en el que aún no aparece ni  una brizna de hierba. Para los demás,  aquel campo está vacío, pero él está ya contemplando las mieses ondeando en él. No es un iluso: la apariencia da la razón a los que miran superficialmente,  pero la realidad  se la da a él que ha sembrado ese campo y confía en el dinamismo oculto de las semillas. ¿No es una preciosa parábola de lo que es la pura fe? También Noé, tierra adentro, se puso a construir un arca, quizá ante la burla de sus vecinos: “¡Estás loco, Noé! ¿No ves que nunca habrá aquí agua para que flote tu arca?” Pero él actuaba apoyado en la fuerza de la palabra que anunciaba un diluvio, lo mismo que los discípulos confiarán en la palabra de Jesús y echarán la red para pescar, más allá de toda evidencia ( Lc 5,5).

Vamos a detenernos en una frase central en la parábola: todo acontece “sin que él sepa cómo”.  Hay una larga tradición bíblica referida al “no saber”, como si desde los orígenes los hombres y mujeres más lúcidos nos pusieran alerta ante los peligros que se encierran en la ambición humana de hacer del “saber” un instrumento de dominio y  control.

 En los relatos de creación, es precisamente la avidez  por probar el fruto del “árbol del conocimiento” lo que provoca la pérdida del jardín (Gn 3,6); cuando Moisés pide conocer el nombre de Dios (Ex 3,13) recibe una respuesta negativa y sólo lo encontrará cuando entre en una nube (Ex 34,2.5), que permite oír pero no ver, símbolo elocuente de la imposibilidad de apoderarse a través de la vista de un Dios a quien sólo se puede escuchar y acoger.

Las primeras palabras que pronuncia María en la escena de la anunciación se inscriben en esa  esfera del “no saber”: “No conozco varón”, dice ella y,  parafraseando una frase de San Ireneo   podríamos decir: “Lo atado por el “querer saber” de Eva fue desatado por el “no saber” de María”. Jesús afirma desconocer el tiempo señalado por el Padre (Mc 13,32) y recordará a Nicodemo: “El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,32). La Primera Carta de Pedro vuelve a insistir sobre esta “vía negativa”:    “Todavía no lo han visto, pero lo aman; sin verlo creen en él, y se  alegrarán con un gozo inefable y radiante” (1Pe 1,8)…

No lo estaba el hombre de la parábola, atento para saber cuándo llegaba la sazón del fruto para meter la hoz. Poseía la difícil sabiduría del ritmo entre actividad y quietud , la sabiduría que hacía decir a Edith Stein:  “Hay un estado de descanso en Dios, de total suspensión de toda actividad del espíritu,  en el que no se pueden concebir planes, ni tomar decisiones, ni aun llevar nada a cabo, sino que, haciendo del porvenir asunto de la voluntad divina, se abandona uno enteramente a su destino (…)  El descanso en Dios es un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que la acción entraña de doloroso, de obligación y de responsabilidad. Cuando me abandono a este sentimiento me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, a impulsarme hacia nuevas realizaciones. Este exceso vital me parece ascender de una Actividad y de una Fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí. La única suposición previa necesaria para un tal renacimiento espiritual parece ser esta capacidad pasiva de recepción que está en el fondo de la estructura de la persona”. 

El protagonista de esta parábola vivía en contacto con esa “capacidad pasiva de recepción”…

viernes, 7 de junio de 2024

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús: "Si quieres Entender algo del misterio del Corazón de Jesús, abájate: ¡hazte pequeño!


 de una Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

El Señor nos eligió, se mezcló con nosotros en el camino de la vida y nos dio a su Hijo –y la vida de su Hijo– por amor. En la Lectura del Deuteronomio (7,6-11), Moisés dice que Dios nos eligió para ser pueblo de su propiedad entre todos los pueblos de la tierra. Se entiende que haya que alabar a Dios porque, en el Corazón de Jesús, nos da la gracia para celebrar con alegría los grandes misterios de nuestra salvación, de su amor por nosotros, para celebrar nuestra fe. Fijémonos en dos palabras del texto: elegir y pequeñez: os eligió, (…) pues sois el pueblo más pequeño. Respecto a la primera, elegir, no hemos sido nosotros los que le elegimos a Él, sino Dios quien se hizo nuestro prisionero. Se vinculó a nuestra vida, ¡y ya no puede separarse! ¡Jugó fuerte! Y es fiel a esa actitud: el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor. Hemos sido elegidos por amor y esa es nuestra identidad. ‘Yo he elegido esta religión, he elegido…’. ¡No, tú no has elegido! Es Él quien te eligió, te llamó y se unió a ti. Esa es nuestra fe. Si no creemos esto, ni comprendemos el mensaje de Cristo, ni entendemos el Evangelio.

Para la segunda palabra, pequeñez, nos recuerda Moisés que el Señor elige al pueblo de Israel porque ser el pueblo más pequeño. Se enamoró de nuestra pequeñez y por eso nos eligió. Escoge a los pequeños, no a los grandes. Lo hemos oído en el Evangelio (Mt 11,25-30): has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Se revela a los pequeños: si quieres entender algo del misterio de Jesús, abájate: ¡hazte pequeño! ¡Reconoce que no eres nada! Pero no solo elige y se revela a los pequeños, sino que llama a los pequeños: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Vosotros que sois los más pequeños, por los sufrimientos, por el cansancio… Elige a los pequeños, se revela a los pequeños y llama a los pequeños. ¿Y a los grandes no los llama? Su Corazón está abierto, pero los grandes no logran oír su voz, porque están llenos de sí mismos. ¡Para escuchar la voz del Señor hay que hacerse pequeño!

Así se llega al misterio del Corazón de Cristo, que no es –como dice alguno– una estampita para los devotos: el Corazón traspasado de Cristo es el Corazón de la revelación, el Corazón de nuestra fe, porque se hizo pequeño, escogió ese camino: humillarse a sí mismo y anonadarse hasta la muerte en la Cruz; elige la pequeñez para que la gloria de Dios se manifieste. Del cuerpo de Cristo traspasado por la lanza del soldado manó sangre y agua: ese es el misterio de Cristo en la fiesta de hoy, un Corazón que ama, que elige, que es fiel y se une a nosotros, se revela a los pequeños, llama a los pequeños, se hace pequeño. Creamos en Dios, sí; y también en Jesús. ¿Jesús es Dios? ¡Sí! Pues el misterio es ese. Esa es la manifestación, esa es la gloria de Dios. Fidelidad al elegir, al unirse, y pequeñez: hacerse pequeño, anonadarse. El problema de la fe es el núcleo de nuestra vida: podemos ser tan, tan virtuosos, pero con ninguna o poca fe; debemos comenzar por ahí, por el misterio de Jesucristo que nos salvó con su fidelidad. La petición final es que el Señor nos conceda la gracia de celebrar, en el Corazón de Jesucristo, las grandes gestas, las grandes obras de salvación, las grandes obras de la redención.

sábado, 1 de junio de 2024

¿Dónde Quieres que te Preparemos la Eucaristía?

Homilía del Cardenal Bergoglio -HOY PAPA FRANCISCO-
en la Fiesta de Corpus Christi, 24 de junio de 2000

Hombres cantaros -Corpus Christi 

"¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?" le preguntaron los discípulos a Jesús. Y el Evangelio nos revela que el Señor ya tenía todo preparado: sabía el recorrido del hombre con el cántaro de agua, sabía del dueño de la casa con una sala grande arreglada con almohadones en el piso de arriba … Y conocía, sobre todo, el amor con que sus amigos iban a recibir su Cuerpo y su Sangre; ese Cuerpo y esa Sangre que El deseaba tan ardientemente entregarnos como nueva Alianza.

Reunidos en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo le volvemos a preguntar a Jesús como lo hicieron aquellos discípulos: Señor, ¿dónde querés que preparemos la Eucaristía? ¿Dónde querés que la recibamos con amor adorándote como Dios vivo? Y El vuelve a decirnos: "Vayan a la ciudad …" Salgan a encontrarse con los que llevan cántaros de agua para dar de beber a los demás. Esos que son como la Samaritana que, dejando el cántaro de agua corrió –hecha un cántaro ella misma, llena del agua del Espíritu- a la ciudad, a anunciar a la gente, a sus hermanos: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Mesías?" El Señor prepara la Eucaristía con los que se animan a ser hombres-cántaro, los que se dejan llenar el corazón con el agua viva del Espíritu y se dejan conducir por El.

Salgan a encontrarse con los que preparan salas grandes para los demás. Salas como la que preparó aquel Rey de la parábola para el banquete de bodas de su Hijo. Esa sala que "se llenó" de pueblo porque los primeros invitados se habían excusado y no querían participar de la fiesta. El Señor prepara la Eucaristía para su pueblo con los que se animan a abrir su corazón a los demás, con los que tienen un corazón de padre, un corazón como una sala grande en la que todos son invitados a compartir el pan.

Si leemos con sencillez podemos descubrir, en estos dos hombres desconocidos del Evangelio, un signo de la presencia misteriosa del Espíritu y del Padre colaborando con Jesús en hacer la Eucaristía. Así sucede en cada Misa, cuando pedimos al Padre que congregue a su pueblo sin cesar con la fuerza del Espíritu, que santifique por el mismo Espíritu nuestras ofrendas y las acepte, convertidas en el Cuerpo y Sangre de su Hijo, como sacrificio vivo y santo.

Hoy a nosotros se nos pide que nos hagamos como aquellos hombres: hombres y mujeres-cántaro, que señalan caminos, que crean vínculos, porque tienen el corazón lleno del agua viva del Espíritu y muestran el sentido de la vida con gestos más que con palabras. Se nos pide que nos hagamos hombres y mujeres que preparan la mesa para el Señor y para sus hermanos, hombres y mujeres que crean encuentro con sus gestos de projimidad y de acogida. A todos se nos pide que nuestros pasos marquen senderos de esperanza, pero de modo especial a aquéllos que están pasando momentos de oscuridad. A los que más sufren, a los que caminan sin ver, les digo: Ustedes para quienes ese cántaro quizá se ha convertido en una pesada cruz, también ustedes tienen algo que dar. Recuerden que fue en la Cruz donde el Señor, traspasado, se nos entregó como fuente de agua viva.

Y si se nos pide a todos, jóvenes y ancianos, niños y padres, que nos hagamos hombres y mujeres que crean encuentro, se les pide especialmente a aquéllos que más están sufriendo esa enorme inequidad arraigada entre nosotros (como dice nuestro Documento "Jesús, Señor de la Historia"). A los que más sufren, a los que se sienten excluidos del banquete de este mundo les digo: Ustedes levanten la mirada, mantengan el corazón abierto a la solidaridad, esa solidaridad que nadie debe robar del corazón de nuestro pueblo fiel, porque es su reserva, su tesoro, porque es esa sabiduría que nuestro pueblo aprende de niño en la escuela de amor que es la Eucaristía: escuela de amor a Dios y de amor al prójimo.

Cuando nos pongamos de rodillas en el momento de la consagración, mientras adoramos a Jesús diciendo "Señor mío y Dios mío", pidámosle a la Virgen, a Ella que sabe de cántaros vacíos, que le diga a Jesús como en Caná: "no tienen vino". Pidámosle que ruegue por nosotros, ahora, para que hagamos lo que Jesús nos diga. Ruega por nosotros, Madre, para que seamos servidores y servidoras fieles, para que llenemos hasta el borde nuestros cántaros; así el Señor convertirá el agua en el vino de su Sangre que nos purifica y alegra nuestro corazón con la esperanza.

Mientras adoramos a Jesús, pidámosle a María, a Ella que puso a disposición del Espíritu la sala grande de su corazón para que el Verbo se hiciera carne y habitara entre nosotros, que ruegue por nosotros, ahora, para que se ensanche nuestro corazón y se vuelva un poquito más parecido al de Ella: que es lugar de encuentro entre hermanos y de projimidad entre nosotros y con Dios nuestro Señor.

Jorge Mario Bergoglio, S.J.
24 de Junio de 2000

La Mesa que transforma el mundo- Fiesta de Corpus


Escrito por AURELIO SANZ BAEZA –Boletín de las Familias Carlos de Foucauld, N°162, año 2009-

La vida nos ha ido transformando en lo que ahora somos. Nuestras respuestas ante los acontecimientos que hemos vivido, cerca o lejos de los mismos, en la familia, los lugares de estudio y formación… 

Ninguno hemos sido siempre igual. Cada etapa de la vida nos ha marcado con sus acontecimientos y nos ha cambiado. Un pan no tiene biografía: tiene una vida interior. 

El gesto de amor recibido y entregado, las palabras del Maestro, el perdón y el amor con entrañas de misericordia del Padre, quizá hayan sido el calor del horno para hacer un buen pan con nuestras vidas. Él nos invita a su mesa no por lo que hemos vivido, sino por quiénes somos y lo que sentimos. Las respuestas de amor ante las llamadas nos han puesto en el lugar de la mesa de quienes queremos o a quienes servimos. 

Podemos haber aprendido a ser misericordiosos o podemos haber confundido la misericordia con la simpleza de una vida cargada de actitudes acomodadas a las circunstancias, que no hagan tambalear las claves de nuestra seguridad; en resumidas cuentas, que no permitan seguir buscando el Reino y el rostro de Dios. “Lo que Dios nos ha dicho de Él a través de Jesús no es ‘yo soy el Todopoderoso’, sino ‘yo soy Misericordioso”. Dios es amor. Y el mayor reto que tenemos los creyentes es el de convencer a los demás y convencernos a nosotros mismos de que la única fuerza, el único poder con auténtica capacidad de transformar nuestro mundo injusto en Reino de Dios, es la fuerza del amor solidario y del amor generoso. Porque el amor no se puede confundir con una actitud romanticona de ‘todo el mundo es bueno’, sino con una búsqueda del bien del otro… 

El amor y la búsqueda del Reino de Dios hacen un pan nuevo, como el de Jesús en cada Eucaristía; un pan hecho para ser compartido, adorado, contemplado, que nada tiene que ver con el pan duro de nuestras miserias e infidelidades, con el pan duro del egoísmo y la fijación de ideas. Es un pan para el Reino, es pan comunitario… 

El cuerpo de Cristo, pan transformado en amor, nos hace comulgar con la integridad de Dios a pesar de nuestras carencias humanas, de nuestras miopías para transformar el mundo. El pan que comulgamos transforma nuestro ser si estamos disponibles para ser transformados, si con ello vamos transformando cuanto nos rodea en algo bueno y vivo, si es el Reino de Dios, lo que realmente buscamos. 

LA MESA QUE HAY QUE PREPARAR Y LUEGO RECOGER

Servir y dejarse servir, amar y dejarse amar, son unas constantes en la vida del Maestro, el que encarga que preparen todo para la Pascua. Jesús también comparte muchas veces antes el encuentro entorno a una mesa, tras el anuncio, el viaje, las curaciones, los momentos de contacto con gran cantidad de gente, el agobio por no poder pasar desapercibido. 

Seguro que a Jesús le servían con gusto sus amigos, como él servía a los demás. Un servicio transformador del cansancio en descanso, del hambre en saciedad, de soledad en amistad. La mesa que hay que preparar y luego recoger es lo pequeño de cada día, la misión humilde y no vistosa de tanta gente que entiende a Jesús como portador del Reino, que crece como el grano de mostaza. 

En la vida ofrecemos y nos ofrecen. Cuando esto se da de manera gratuita, todo sabe mejor. La mesa del mundo, que nos da la tierra y su vida para nuestra subsistencia; la mesa de la Eucaristía, donde la Iglesia se hace pequeña porque tiene un Dios grande que se ha hecho pequeño y comida para todos; la mesa de la fraternidad, que es transparente si transparentes somos con nuestros hermanos; la mesa que nos transforma en hermanos tras los desencuentros en la vida, los conflictos que están por resolver, el perdón por dar a los demás y el que esperamos de ellos. La mesa que es la Iglesia cuando ésta la abre a todos los que buscan al Señor, sin distinciones por su pasado o su presente, donde los primeros puestos son para los últimos, la que invita en gratuidad. 

Podremos transformar nuestro mundo en la medida en que nos dejemos transformar en la mesa de Jesús, cuando el pan y el vino son ciertamente su cuerpo y su sangre, su vida y su proyecto: cuando hermanos sean quienes nos rodean y no sólo convidados o anfitriones; cuando cambiemos lo 

que nos hace daño en llamadas a ser más justos, más realistas, más humanos; cuando no recibamos las agresiones como consecuencia de errores ajenos y aceptemos la oportunidad de que los demás se equivoquen como nosotros nos equivocamos. 

La mesa será una fiesta si el corazón que late en ella es transparente y está abierto.