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sábado, 9 de noviembre de 2024

LA VIDA COMO OFRENDA...

Escrito por hna Mariola Lopez Villanueva -RSCJ-

Hay una mujer que supo tocar con su gesto la vida de Jesús. Muy poco se nos dice de ella en el Evangelio; solo que mientras para muchos ojos pasa desapercibida, la mirada de Él la descubre y la ensalza...
 
"Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia.Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros,  porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir" -Mc 12, 41-44-

No hay comentarios, ni prosigue la escena. Jesús lo ha dicho todo. Ha descubierto en aquella mujer una actitud esplendida: el comportamiento de alguien que lo espera todo de Dios. Nos encontramos ante una mujer sin nombre, no sabemos si joven o mayor, de quien sólo sabemos que era viuda, que ha vivido pérdidas. Y Jesús nos hace mirar la magnanimidad, la generosidad de esta mujer en medio de su pobreza y como se deja abrazar por la inseguridad.

las viudas, en el sistema socio-jurídico de entonces, eran las personas mas desprotegidas de Israel. Habiendo perdido al marido, que le daba protección y sustento, una viuda quedaba sin nadie que velara por ella. No tenía aval, no tenía seguro de vida. El gesto de la mujer es todo lo contrario de controlar y guardar lo que tiene. su atrevido gesto la deja abierta, vacía y disponible para recibirse de una vida mayor, para confiar en la bondad del Misterio. "miren los lirios del campo" -Mt 6,28-, dice Jesús. La mirada de Jesús nos devuelve a la maduración silenciosa de la naturaleza, a nuestra cotidianeidad, a lo más simple, a aquello que, por no ser extraordinario ni devenir interesante, se nos presenta como una tierra neutra en nuestra vida. Y, sin embargo, estamos pisando nuestra tierra prometida sin saberlo y, al no reconocerla, no podemos agradecerla ni disfrutarla con otros...

en el silencio de su ofrenda, en su pequeñez, en la sencillez de su gesto, esta mujer nos enseña a vivir con gratitud, a no guardar, a no aferrarnos, a no apegarnos. Nos enseña a estar abiertos para dejarnos llevar allí donde la vida precisa de nosotros. Nos invita a atrevernos a echar todo cuanto tenemos, a agradecer cada instante que se nos da a vivir, a vaciar nuestro cuenco cada vez, porque ese gesto es lo que da sentido a nuestra vida y vuelve fecunda la de otros. Como aquella viuda de Sarepta que alimento a Elias con lo único que tenían para sobrevivir ella y su hijo -1Rey 17, 7-16-, y el profeta le dijo: "No tengas miedo...que el cántaro de harina no se vaciará"...

Escuela de Ofrendas...


"Puso todo lo que tenía para vivir"
Escrito por Javier Albisu - De su libro: "Cuando Jesús entra en casa"-

     A partir del ejemplo de una pobre viuda, Jesús convierte la casa de oración en escuela de ofrendas. La oración, cuando es autentica, en una verdadera escuela de ofrendas. Si queremos aprender a entregarnos, tenemos que aprender a orar. Al orar, ponemos en las manos de Dios nuestra vida hecha ofrenda. La manos de Dios son como las arcas del templo donde dejamos nuestro capital, nuestra vida. "Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón" -Lc 12,34-. Allí está nuestro tesoro; y se acrecienta en la medida que le depositamos nuestra vida.

     Hay quien no deposita su vida en las Manos de Dios y posterga hacerlo hasta la hora de la muerte; hay quien le da a Dios las sobras, y así mientras "cumple" con Él, al mismo tiempo retiene lo suyo, y hay quien lo deja todo en manos de Dios para, en adelante, llevar en ellas lo que mejor sea. Quién no deposita lo suyo en Dios se queda sin fondos en su cuenta, sin fondos en su entrega. Saber que hemos puesto la vida en Aquel que nos la dio nos da un fondo de libertad muy grande. "El que quiera guardar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Qué puede dar a cambio de su vida? -Mt 16, 25-26-. Es Jesús el que nos da el tesoro, ya que "no hay nada de lo que tenemos que no lo hayamos recibido", y así también nos recomienda un lugar seguro donde ponerlo: "No guarden sus tesoros en esta tierra, donde la polilla y la herrumbre echan a perder las cosas, y donde los ladrones perforan muros y roban. Guarden mejor sus tesoros en el cielo" -Mt. 6, 19-20-.

    La oración es el lugar donde podemos evaluar cuánto aprendimos de entrega, de ofrenda. Si lo que dejamos en la oración son sobras, es señal de que el lugar de los depósitos es otro. Es señal de que mi tesoro está en otro lugar, y así también mi corazón. Pregúntate por lo que te tiene preocupado y por lo que a Dios le preocupa. Si en la oración descubres que no es lo mismo, es que le estás dando tus sobras. Más que hablar con Él (y aún de lo que te preocupa), estás hablando solo, sin tenerlo en cuenta. Deja lo que te tiene preocupado en las manos de Dios y verás cómo se acrecienta tu deposito. La viuda puso "todo lo que tenía para vivir". ¿Hay mayor preocupación que esa? Ella pobre y por lo mismo, sabía de la importancia de tener un depósito. Nosotros, en cambio, estamos acostumbrados a apuestas simultaneas... ¿Tenemos "nuestras fichas" puestas en dos lados "por las dudas"? ¿En quien ponemos la confianza? Nos cuesta ponernos en manos de Dios porque sabemos que terminaremos en las manos de los demás. "Así le sucede al que atesora para sí, en lugar de hacerse rico a los ojos de Dios". -Lc 12, 21-.  
                               
     Si la oración no nos hace quedar en las manos de los demás, hemos atesorado para nosotros. El que atesora para sí, no comparte. Entiende su riqueza como acumulación. El que es rico a los ojos de Dios se sabe tal por lo que deposito en sus manos y en las de los demás. El rico para sí, busca que lo vean. El que no, prefiere ser visto por el Dios que ve en lo secreto.

Invitación para un momento contemplativo
  • Pedile a Jesús que te ayude a aprender el despojamiento libre y confiado de tus dos moneditas.
  • Ve a la casa de oración en compañía de la viuda pobre.
  • Mira con que cariño trae las dos moneditas y con cuanto cuidado las deposita.
  • Mientras vas de camino con ella, preguntale si sabe a donde va y a qué.
  • ¿Qué te responde? ¿Cómo te explica lo que esta ofrenda significa  para ella?
  • Deja que ella ponga sus dos moneditas y luego, ve a hacer tu ofrenda. ¿Cuánto traías para poner?
  • De  las tres moneditas que llevas (pasado, presente y futuro), ¿cuántas pones? ¿Cuáles? ¿Por qué?
  • Imagínate a Jesús mirándote admirado por la confianza que depositas en Él...



domingo, 3 de noviembre de 2024

El Credo del Amor



«Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria»                       -Deuteronomio 6,4-6-

Escrito por el P. Eduardo Casas


Aquí queda testimoniado en el libro llamado del Deuteronomio, donde Dios le otorga el Mandato principal que constituirá la memoria, el “memorial” del Pueblo de Dios: «Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria» (Dt 6,4-6).

Para que la quebradiza memoria de Israel no se olvide de este amor primero y de la elección gratuita de Dios es que el Señor le otorga un “Mandato”. El cual no es un recuerdo, nostalgia de tiempos pasados que fueron mejores, sino una viva presencia del amor: Para que siempre recuerde que fue amado. No se olvide que fue elegido.


No es un Mandato de imposición sino una invitación a la gratuidad y a la libertad, como la de Dios, una interpelación al amor. Este Mandato será su “Credo”. Tendrá que recitar diaria y piadosamente como un «Memorial»

El amor se vuelve así «Memorial» del corazón. El amor se hace Alianza: Juramento, compromiso, pacto, acuerdo. La primera profesión de fe es la confesión del amor recibido y el recuerdo del amor que hay que dar en devolución. Cuando Israel recitaba este Mandato, resucitaba la memoria de su amor. El amor nacía como respuesta de su atenta escucha: «Escucha, Israel». Su vocación era escuchar al amor ya que escuchar es la forma más profunda de recibir y, por lo mismo, es la primera manera de amar.

Amar a Dios «con todo el corazón» es orientarse a Él con las potencialidades más ricas de la personalidad, desde lo más íntimo y propio de nosotros mismos. Esto no es un amor «espiri­­tualiza­do». Al contrario, es intensamente humano, sensible y apasionado, operante y comprometido, expresivo y gestual: Un verdadero amor de «corazón, el que toca todas las fibras y las estremece casi hasta el dolor o las conmueve en el crepitar del gozo.

Amar a Dios «con todas las fuerzas» es sacar lo más pleno de nosotros mismos, lo mejor de nuestras capacidades y convertirlas en riquezas, potenciando todos los talentos. Un amor así plenifica y satisface, moviliza y despierta todo lo que está dormido y apocado; despabila y sacude todo cuanto esté paralizado.

Sólo un amor «fuerte» es capaz de hacer explotar en nosotros, aquello que -de otra manera- no nos animaríamos a sacar, a mostrar y a dejar crecer. Estas «fuerzas» coinciden con lo más pujante del hombre, con la cristalización más acabada de las mejores energías humanas, por eso en algunas traducciones de la Biblia prefieren la acepción amar «con todo el espíritu» o «con toda la mente» (Mt 22,37) ya que el verdadero poder, la más genuina fuerza humana, se encuentra en el espíritu.

Por lo tanto, amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas»
  • Es amarlo con la riqueza de toda nuestra personalidad (lo que la Biblia llama, «corazón»: El hombre desde su interior).
  • Es amarlo con la plenitud de la vida en sus variadas expresiones humanas y afectivas (lo que la Biblia llama «alma, el hombre viviente)...
  • Es amarlo con el despliegue de todas nuestras potencias (lo que la Biblia llama «fuerzas», el hombre desde el cúmulo de sus riquezas como persona).
También es para nosotros lo que Dios le recuerda a su Pueblo, su «Memorial»: «Escucha, Israel». Cada uno de nosotros tiene que recitar esta Palabra con su propio nombre. Es necesario escuchar al Amor. Hacer una sosegada escucha, una reposada atención. Hay que escuchar la voz que tiene el amor para nosotros y entrar en Alianza. Descubrir a este Dios que camina en nuestra historia y se encuentra en cada atajo del sendero, escondido en cada rincón, asechando nuestro corazón. Tenemos que volver a nuestras raíces, poner los oídos y el corazón para que el Dios de la Alianza nos hable y nos recuerde su «Memorial», desde la gratuidad de quien te « amó primero» (1 Jn 4,19)

viernes, 1 de noviembre de 2024

Fiesta de Todos los Santos : Las clases medias de la santidad

 Escrito por José Luis Martpin Descalzo -de su Libro "Razones para el Amor"-

Joseph Malegue —ese gran novelista cristiano que en España no ha sido ni siquiera traducido— dejó a medio escribir una novela cuyo título era el mismo que yo he puesto a este artículo. Y en ella —por los pocos fragmentos que se conocen— desarrollaba una idea ya varias veces apuntada en sus obras anteriores: que para profundizar en los fenómenos religiosos no hay que explorar
sólo en el alma de los grandes santos, de los santos de primera, de los aristócratas de la santidad, sino que «las almas modestas contaban también; contaban además las clases medias de la santidad».

Nada más cierto. Porque tal vez estamos demasiado acostumbrados a trazar una distinción excesivamente neta entre la santidad y la mediocridad. A un lado estarían esas diez docenas de titanes del espíritu que tomaron el evangelio por donde más quemaba y realizaron una vida incandescente. Al otro estaríamos nosotros, los que vegetamos en el cristianismo.
Y ésta es una distinción, además de falsa, terriblemente desalentadora. Pensamos: como yo no tendré jamás el coraje de ser un Francisco de Asís, vamos a limitarnos a cumplir y a esperar que Dios nos meta al final en el cielo por la puerta de servicio.

Pero, si abrimos con más atención los ojos, vemos que además de los santos de primera hay por el mundo algunos santos de segunda y bastantes de tercera. Esa buena gente que ama a Dios, esas personas que, cuando estamos con ellas, nos dan el sentimiento casi físico de la presencia viva de Dios; almas sencillas, pero entregadas; normales, pero fidelísimas. Auténticas clases medias de la santidad.

Quien más, quien menos, todos hemos encontrado en el mundo dos o tres docenas de almas así. Y hemos sido felices de estar a su lado. Y hemos pensado que, con un poco más de esfuerzo, hasta nosotros podríamos parecemos un poco a ellas. Y sentimos que este tipo de personas sostienen nuestra fe y que, en definitiva, en su sencillez, son una de las grandes señales de la presencia de Dios en la Iglesia.

Yo he conocido a muchos de estos santos de tercera o segunda —empezando por mis padres— a quienes no canonizaría. Incluso me daría un poco de risa imaginármelos con un arito en torno a la cabeza, y ellos se pondrían muy colorados si alguien se lo colocara.
Pero, sin embargo, me han parecido almas tan verdaderas, que en ellas he visto siempre reflejado lo que más me gusta de Dios: su humildad.

Creo que de esto se habla poco. Y, no obstante, yo creo que tiene razón Moeller cuando escribe que «el centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de Dios».

Es cierto: en el catecismo nos hablaron mucho del Dios todopoderoso y a veces llegamos a imaginarnos a un Dios soberbio, cuajado de pedrerías, actuando siempre a través de milagros… Pero la realidad es que, cuando Dios se hizo visible, todo fue humilde y sencillo. Se hizo simplemente un hombre a quien sus enemigos pudieron abofetear...

 Un Dios que es humilde en su revelación, hecha a través de textos también humildes…

Un Dios humilde en su Iglesia, que no construyó como una élite de perfectos, sino como una esposa indefensa y mil veces equivocada, tartamudeante y armada con una modesta honda y unos pocos guijarros frente al Goliat del mundo.
Humilde también en la tierra en que quiso nacer, en esa Palestina…

«El Señor de la gloria —escribe también Moeller— no ha querido ni el poder ni la nada, ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico o la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dulzura humilde y gratuita, no se defiende, ofrece de antemano su cuello a los verdugos y, sin embargo, es más poderoso que la muerte y mil torrentes de agua no podrán extinguir el fuego de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el amor da la vida y no la nada.»

Por eso a este Dios humilde le van muy bien los santos humildes y pequeños. Y es una suerte que nos permite no desanimarnos a quienes tenemos un amor de hoguera (¡o de cerilla!) y jamás llegaremos a su amor de volcán.
Incluso el camino hacia Dios está muy bien hecho. Es como un monte al que hay que subir. Y tiene dos caminos: uno de cabras, que va en derechura desde la falda a la cima, escarpado, durísimo, empinadísimo, y un camino carretero, que sube también, pero en zig-zag, dando vueltas y vueltas en espiral hacia la cumbre.

Los santos, los verdaderos santos, suben por el de cabras, dejándose la piel en las esquinas de las rocas. Ellos lo dan todo de una vez, viven hora a hora en la tensión del amor perfecto.

Pero los más temblamos ante ese camino. No porque no tengamos pulmones para ello —porque los santos no tienen mejor «madera» que nosotros—, sino porque somos cobardes y le damos a Dios trozos de amor, guardándonos en la mochila buenos pedazos de amor propio.
Naturalmente, a quien Dios le dé el coraje del camino de cabras, que San Pedro se lo bendiga y multiplique. Pero, en definitiva, lo que importa es subir, lo necesario es amar, aunque sea con un amor tartamudo. Y, entonces, bendito sea el camino carretero.
Con la ventaja, además, de que, en cada vuelta del camino, el camino carretero se cruza un momento con el de cabras: son esos instantes de verdadera santidad que todos, por fortuna, tenemos.

Hay incluso veces en las que —sobre todo en la juventud— nos atrevemos a hacer algún trecho por la senda de cabras, aunque luego regrese la flojera y volvamos a tomar el camino en espiral. Bien, lo importante es seguir subiendo, seguir amando, aunque se haga mal.

Lo que no hay que olvidar es que, al final de la escalada, cuando ya se está cerca de la cima, los dos caminos, el carretero y el de cabras, desaparecen. Y entonces ya sólo queda la roca viva. Por la que sólo se puede subir con guía. O llevados en brazos.


Como Dios nos llevará a todos en el último repechón que conduce al abrazo en la muerte.