viernes, 29 de noviembre de 2024

ADVIENTO = "TIEMPO de ESPERANZA”


Estamos comenzando el tiempo de Adviento, un tiempo especial para poner en el horizonte de nuestra vida cotidiana, lo que es importante en la vida…

Por eso, el Adviento, es una oportunidad para recrear la esperanza.
Aunque para muchos, quizás, no es fácil la esperanza hoy. Quizás no lo haya sido nunca. Es más visible el temor, la inseguridad, la desconfianza. 

Pero Jesús se ha metido en nuestra historia y ha sembrado semillas de esperanza en lo más profundo del ser humano.

¿No escuchaste sus pasos silenciosos en la noche? 
¿No oíste el latido de su corazón derramando ternura y amor entrañable? 
¿No sentiste su Palabra de vida acariciando nuestras penas y levantando nuestra vida?

La invitación del Adviento, es que nos atrevamos  a esperar con Jesús: una humanidad más confiada; una convivencia más humana; un futuro con ilusiones…
Aceptamos el reto del Espíritu y pongamos en movimiento: una palabra de esperanza; unos signos de justicia; unos gestos de paz.

Animémonos a situarnos en el mundo como el Padre quiere: con mirada limpia y acogedora, con sentimientos de ternura y compasión, con iniciativas a favor de los necesitados y sufridos…

Nuestra oración frecuente podría ser:

VEN, ESPÍRITU SANTO.  Ayúdame a recorrer este camino de esperanza... 
VEN, ESPÍRITU SANTO Abre mi corazón a la confianza.

Tu gesto y actitud para el camino: "A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; los que esperan en ti no quedan defraudados"
Quisiera proponernos algunos  pasos para vivir la ESPERANZA

En camino de esperanza

Lo nuevo que está siempre brotando

Hay mil señales de vida en el mundo. Dios mira cada mañana la creación y la deja vestida de hermosura. Todo esto lo ve quien va por la vida con los ojos abiertos, limpios, y avanza hacia Dios de comienzo en comienzo.
Dice un salmo: "Tu luz nos hace ver la luz". No es fácil, ¡pero es tan hermoso ver el sol! ¡Es tan hermoso creer que lo mejor de la persona está en un futuro más pleno, que el amor pervivirá por encima de heridas y menosprecios!
Pero hay también muchos signos de muerte. Y a menudo nos empeñamos en recordar y en pensar en lo de antiguo.

Sin embrago, Dios invita siempre a una mirada contemplativa, envuelta en la sorpresa y en la admiración. "Miren, que realizó algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?" (Is 43,18-19).

Por eso, eso es tan necesario alentar la esperanza, allí donde hay pequeños brotes… hay que asomarse a la vida…

Estas preguntas pueden ayudarnos a asomarnos a la vida…
·        ¿Dónde anida tu  esperanza?
·        ¿En qué lugar de tu corazón tiene su casa?
·        ¿Cómo la distingues en medio de tu realidad?
·        ¿La has encontrado dentro de ti?

Cuando la esperanza está escondida en el cansancio, en el dolor, en la monotonía, nos solemos preguntar: ¿cómo hacer  revivir la esperanza?

Por eso, la invitación del Adviento es ir a nuestra fuente interior y descubrir como fuente, el amor y el servicio cotidiano…

Ya que, fuente son todas las obras de misericordia que hacen presente al Dios del amor y llenan la oscuridad de luces y el silencio de canciones. Son los milagros de cada día.
- Y fuente es el Espíritu, verdadero animador de la fiesta en el corazón de la creación. "Sólo el amor engendra la maravilla, sólo el amor consigue encender lo muerto" (Martí).

Vale la pena, traer la imagen de los brotes de la esperanza.

Toda semilla pasa un tiempo escondida en la tierra, después aparecen los brotes, más tarde irrumpen los fríos que ponen a prueba la planta, pero, como a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer, al final, aparece el fruto. Así pasa con la esperanza. La ilusión de esperar hace que broten pequeños frutos, pero la tardanza en cumplirse lo prometido es una amenaza grande. El que persevera hasta el final ve la salvación, ve a Jesús que nace.

La última palabra la tiene la vida. Ha merecido la pena esperar como el centinela la aurora. "Los cielos ya destilan el rocío; las nubes derraman al Justo; la tierra se abre y brota el Salvador". Lo que ha dicho el Señor se cumplirá (Mateo 1,18-24).

Quiero terminar con estas palabras, anónimas:

Donde hay desaliento y desconfianza en el futuro:¡Ven Señor, Jesús!                    
Donde crecen la intolerancia y la violencia:¡Ven Señor, Jesús!
Donde abunda la injusticia y se margina al débil:¡Ven Señor, Jesús!                    
Cuando la llama está a punto de apagarse:¡Ven, Señor, Jesús!
Cuando los buenos se cansan de hacer el bien:¡Ven, Señor, Jesús!
Cuando todo parece quedar en un intento:¡Ven, Señor, Jesús!
Cuando la soledad no es sonora, ni música el silencio:¡Ven, Señor, Jesús!

Comprometerse a anunciar la esperanza es:

-   Hablar con Jesús y hablar de Jesús con tu vida.
-   Vivir tu fe en comunidad. - Disfrutar de la vida.
-   Acompañar desde tu debilidad a los más débiles.
-   Creer en la bondad de un Padre que es todo ternura y amor.
-   Aceptar tus límites y seguir cantando
-   Contemplar a María como mujer donde todas las esperas se cumplen en plenitud.
-   Dar respuesta desde tus dones a los desafíos que llaman a tu puerta.
-   Sembrar gratuidad a tu alrededor.
-   Dejarse sorprender por lo inesperado, por Dios que llega siempre con ropaje nuevo.
-   Querer mucho a la gente.
-   Romper toda frontera y saludar la nueva humanidad que el Espíritu recrea cada noche.

Para terminar

Pregúntate, ¿por qué eres un hombre o una mujer de esperanza?

Y si te ayuda, compártelo  con algún amigo en la fe o con nosotros.

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Fuente CIPE 

domingo, 24 de noviembre de 2024

FIESTA de CRISTO REY: ¿Dónde reside, el poder verdadero del Señor?

Escrito por P. Diego Fares sj

¿Dónde reside, pues, el poder verdadero del Señor?

Reside en el testimonio que da de la verdad.

¿Y qué es la verdad?

Esta pregunta que formuló Pilato en medio de la situación en la que se encontraba, yendo y viniendo, y que no quiso escuchar, es la pregunta clave de la vida. Pilato no escuchó la respuesta de Jesús porque en su mundo político la única verdad es el negocio. No escuchó porque estaba negociando y para poder escuchar tendría que haber estado amando.

Si hubiera escuchado a Jesús en vez de irse, si hubiera escuchado la voz del Rey que musitaba algo perceptible sólo para los que son de la verdad, hubiera escuchado esta respuesta: la verdad es el amor de mi Padre por el mundo. Y Yo doy testimonio de la verdad de ese amor misericordioso, infinitamente tierno y compasivo, dando mi vida por todos.

La verdad del amor del Padre.
Esa es la verdad que reina en el corazón de Jesús y que va a dejar sembrada en los corazones de los que lo aman.

¿Qué quiere decir Jesús con que “la verdad es el amor del Padre”.
Quiere decir que el amor del Padre es la clave para entender todo y para hacer todo.
Y el amor tiene sus condiciones y sus exigencias, que brotan de su mismo ser.

La primera condición del amor del Padre es la gratuidad. Como es gratuito, puro don libremente donado, hay que recibirlo y darlo también gratuitamente. Como dice el Cantar: “Si uno quisiera comprar el amor solo se ganaría el desprecio”.

El amor del Padre brota de su Libertad inefable. El Padre nos creó y nos ama porque quiere. Jesús da testimonio de esta Realeza y verdadero poder que se muestra en no condicionado por nada. Y el Padre pone todo el poder en manos de Jesús que también se muestra libre de amar hasta el extremo, todo lo que desea, sin que nada ni nadie le ponga límites a su amor. En esto consiste su realeza. Esta característica del amor del Padre y de Jesús, la libertad y gratuidad, contiene una exigencia: que le respondamos también libremente, no por obligación sino por gusto y libre decisión.

Ya estamos con esto en la segunda condición del amor del Padre: su infinitud, su incondicionalidad…

El Padre nos ama cuanto quiere y nadie puede ponerle límites a su amor. De eso vino a dar testimonio Jesús con su vida y con su muerte. Por eso no habrá excusa para el que se haya dejado amar poco y perdonar poco. Podremos pedir perdón por no habernos dejado amar más, pero no podremos decir que nadie nos dijo que teníamos un Padre que nos ama incondicionalmente. La vida entera de Jesús es un testimonio patente de algo así como un Amor infinito e incondicional. No otra cosa grita el silencio de Jesús crucificado, abandonado en las manos del Padre. Esta característica del amor del Padre contiene una exigencia: la de no ponerle límites a su amor. Esto implica dejar que el Padre que es más grande que nuestra conciencia nos perdone siempre y que como él perdona a todos también nosotros perdonemos a los demás.

Con esto estamos en la otra condición del amor del Padre que es la omni-inclusividad, el que no se pierda ninguno de sus pequeñitos. Jesús vino a dar testimonio de que el amor del Padre, gratuito e incondicional, es para todos. Dios no excluye ni discrimina. Y el que es de la verdad, el que no está negociando sino que está abierto al amor, sabe que tiene lugar en la fiesta del Padre. Esta característica del amor del Padre y de Jesús Rey contiene una exigencia: la de trabajar por incluir a todos. Y esto implica creatividad, paciencia y humildad para perdonar y comenzar de nuevo cada día.

Nos quedamos con la imagen de Jesús atado a quien Pilato acaba de dejar solo un momento y dejamos que nos mire a los ojos y nos diga que la verdad es el Amor de nuestro Padre. Jesús es Rey de esta verdad. Está dispuesto a reinar crucificado si nosotros no nos abrimos a este amor y permitimos que lo crucifiquen. Pero le agrada más reinar glorioso si escuchamos sus palabras y lo recibimos libremente  como Rey en nuestro corazón.  

domingo, 17 de noviembre de 2024

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO - VIII JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES


La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Sirácida 21,5)

Queridos hermanos y hermanas:

1. La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Si 21,5). En
el año dedicado a la oración, con vistas al Jubileo Ordinario 2025, esta expresión de la sabiduría bíblica es muy apropiada para prepararnos a la VIII Jornada Mundial de los Pobres, que se celebrará el próximo 17 de noviembre. La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega hasta la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración del pobre! Reflexionemos sobre esta Palabra y “leámosla” en los rostros y en las historias de los pobres que encontramos en nuestras jornadas, de modo que la oración sea camino para entrar en comunión con ellos y compartir su sufrimiento.

2. El libro del Eclesiástico, al que nos referimos, no es muy conocido, y merece ser descubierto por la riqueza de temas que afronta sobre todo cuando se refiere a la relación del hombre con Dios y con el mundo. Su autor, Ben Sirá, es un maestro, un escriba de Jerusalén, que escribe probablemente en el siglo II a. C. Es un hombre sabio, arraigado en la tradición de Israel, que enseña sobre varios ámbitos de la vida humana: del trabajo a la familia, de la vida en sociedad a la educación de los jóvenes; presta atención a los temas relacionados con la fe en Dios y con la observancia de la Ley. Afronta los problemas arduos de la libertad, del mal y de la justicia divina, que también hoy son de gran actualidad para nosotros. Ben Sirá, inspirado por el Espíritu Santo, quiere transmitir a todos el camino a seguir para una vida sabia y digna de ser vivida ante Dios y ante los hermanos.

3. Uno de los temas a los que este autor sagrado dedica mayor espacio es la oración. Lo hace con mucho ímpetu, porque da voz a su propia experiencia personal. En efecto, ningún escrito sobre la oración podría ser eficaz y fecundo si no partiera de quien cada día está en la presencia de Dios y escucha su Palabra. Ben Sirá declara haber buscado la sabiduría desde la juventud: «En mi juventud, antes de andar por el mundo, busqué abiertamente la sabiduría en la oración» (Si 51,13).

4. En su recorrido, descubre una de las realidades fundamentales de la revelación, es decir, el hecho de que los pobres tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios, de tal manera que, ante su sufrimiento, Dios está “impaciente” hasta no haberles hecho justicia, «hasta extirpar la multitud de los prepotentes y quebrar el cetro de los injustos; hasta retribuir a cada hombre según sus acciones, remunerando las obras de los hombres según sus intenciones» (Si 35,21-22). Dios conoce los sufrimientos de sus hijos porque es un Padre atento y solícito hacia todos. Como Padre, cuida de los que más lo necesitan: los pobres, los marginados, los que sufren, los olvidados. Pero nadie está excluido de su corazón, ya que, ante Él, todos somos pobres y necesitados. Todos somos mendigos, porque sin Dios no seríamos nada. Tampoco tendríamos vida si Dios no nos la hubiera dado. Y, sin embargo, ¡cuántas veces vivimos como si fuéramos los dueños de la vida o como si tuviéramos que conquistarla! La mentalidad mundana exige convertirse en alguien, tener prestigio a pesar de todo y de todos, rompiendo reglas sociales con tal de llegar a ganar riqueza. ¡Qué triste ilusión! La felicidad no se adquiere pisoteando el derecho y la dignidad de los demás.

La violencia provocada por las guerras muestra con evidencia cuánta arrogancia mueve a quienes se consideran poderosos ante los hombres, mientras son miserables a los ojos de Dios. ¡Cuántos nuevos pobres producen esta mala política hecha con las armas, cuántas víctimas inocentes! Pero no podemos retroceder. Los discípulos del Señor saben que cada uno de estos “pequeños” lleva impreso el rostro del Hijo de Dios, y a cada uno debe llegarles nuestra solidaridad y el signo de la caridad cristiana. «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).

5. En este año dedicado a la oración, necesitamos hacer nuestra la oración de los pobres y rezar con ellos. Es un desafío que debemos acoger y una acción pastoral que necesita ser alimentada. De hecho, «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (ibíd., 200).

Todo esto requiere un corazón humilde, que tenga la valentía de convertirse en mendigo. Un corazón dispuesto a reconocerse pobre y necesitado. En efecto, existe una correspondencia entre pobreza, humildad y confianza. El verdadero pobre es el humilde, como afirmaba el santo obispo Agustín: «El pobre no tiene de qué enorgullecerse; el rico tiene contra qué luchar. Escúchame, pues: sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde» (Sermón 14,3.4). El humilde no tiene nada de que presumir y nada pretende, sabe que no puede contar consigo mismo, pero cree firmemente que puede apelarse al amor misericordioso de Dios, ante el cual está como el hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido para recibir el abrazo del padre (cf. Lc 15,11-24). El pobre, no teniendo nada en que apoyarse, recibe fuerza de Dios y en Él pone toda su confianza. De hecho, la humildad genera la confianza de que Dios nunca nos abandonará ni nos dejará sin respuesta.

6. A los pobres que habitan en nuestras ciudades y forman parte de nuestras comunidades les digo: ¡no pierdan esta certeza! Dios está atento a cada uno de ustedes y está a su lado. No los olvida ni podría hacerlo nunca. Todos hemos tenido la experiencia de una oración que parece quedar sin respuesta. A veces pedimos ser liberados de una miseria que nos hace sufrir y nos humilla, y puede parecer que Dios no escucha nuestra invocación. Pero el silencio de Dios no es distracción de nuestros sufrimientos; más bien, custodia una palabra que pide ser escuchada con confianza, abandonándonos a Él y a su voluntad. Es de nuevo Sirácida quien lo atestigua: “la sentencia divina no se hace esperar en favor del pobre” (cf. Si 21,5). De la palabra pobreza, por tanto, puede brotar el canto de la más genuina esperanza. Recordemos que «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. […] Esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).

7. La Jornada Mundial de los Pobres es ya una cita obligada para toda comunidad eclesial. Es una oportunidad pastoral que no hay que subestimar, porque incita a todos los creyentes a escuchar la oración de los pobres, tomando conciencia de su presencia y su necesidad. Es una ocasión propicia para llevar a cabo iniciativas que ayuden concretamente a los pobres, y también para reconocer y apoyar a tantos voluntarios que se dedican con pasión a los más necesitados. Debemos agradecer al Señor por las personas que se ponen a disposición para escuchar y sostener a los más pobres. Son sacerdotes, personas consagradas, laicos y laicas que con su testimonio dan voz a la respuesta de Dios a la oración de quienes se dirigen a Él. El silencio, por tanto, se rompe cada vez que un hermano en necesidad es acogido y abrazado. Los pobres tienen todavía mucho que enseñar porque, en una cultura que ha puesto la riqueza en primer lugar y que con frecuencia sacrifica la dignidad de las personas sobre el altar de los bienes materiales, ellos reman contracorriente, poniendo de manifiesto que lo esencial en la vida es otra cosa.

La oración, por tanto, halla la confirmación de su propia autenticidad en la caridad que se hace encuentro y cercanía. Si la oración no se traduce en un actuar concreto es vana, de hecho, la fe sin las obras «está muerta» (St 2,26). Sin embargo, la caridad sin oración corre el riesgo de convertirse en filantropía que pronto se agota. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo» (Benedicto XVI, Catequesis, 25 abril 2012). Debemos evitar esta tentación y estar siempre alertas con la fuerza y la perseverancia que provienen del Espíritu Santo, que es el dador de vida.

8. En este contexto es hermoso recordar el testimonio que nos ha dejado la Madre Teresa de Calcuta, una mujer que dio la vida por los pobres. La santa repetía continuamente que era la oración el lugar de donde sacaba fuerza y fe para su misión de servicio a los últimos. El 26 de octubre de 1985, cuando habló a la Asamblea General de la ONU mostrando a todos el rosario que llevaba siempre en mano, dijo: «Yo sólo soy una pobre monja que reza. Rezando, Jesús pone su amor en mi corazón y yo salgo a entregarlo a todos los pobres que encuentro en mi camino. ¡Recen también ustedes! Recen y se darán cuenta de los pobres que tienen a su lado. Quizá en la misma planta de sus casas. Quizá incluso en sus hogares hay alguien que espera vuestro amor. Recen, y los ojos se les abrirán, y el corazón se les llenará de amor».

Y cómo no recordar aquí, en la ciudad de Roma, a san Benito José Labre (1747-1783), cuyo cuerpo reposa y es venerado en la iglesia parroquial de Santa María ai Monti. Peregrino de Francia a Roma, rechazado en muchos monasterios, trascurrió los últimos años de su vida pobre entre los pobres, permaneciendo horas y horas en oración ante el Santísimo Sacramento, con el rosario, recitando el breviario, leyendo el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo. Al no tener siquiera una pequeña habitación donde alojarse, solía dormir en un rincón de las ruinas del Coliseo, como “vagabundo de Dios”, haciendo de su existencia una oración incesante que subía hasta Él.

9. En camino hacia el Año Santo, exhorto a cada uno a hacerse peregrino de la esperanza, ofreciendo signos concretos para un futuro mejor. No nos olvidemos de cuidar «los pequeños detalles del amor» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 145): saber detenerse, acercarse, dar un poco de atención, una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo. Estos gestos no se improvisan; requieren, más bien, una fidelidad cotidiana, casi siempre escondida y silenciosa, pero fortalecida por la oración. En este tiempo, en el que el canto de esperanza parece ceder el puesto al estruendo de las armas, al grito de tantos inocentes heridos y al silencio de las innumerables víctimas de las guerras, dirijámonos a Dios pidiéndole la paz. Somos pobres de paz; alcemos las manos para acogerla como un don precioso y, al mismo tiempo, comprometámonos por restablecerla en el día a día.

10. Estamos llamados en toda circunstancia a ser amigos de los pobres, siguiendo las huellas de Jesús, que fue el primero en hacerse solidario con los últimos. Que nos sostenga en este camino la Santa Madre de Dios, María Santísima, que, apareciéndose en Banneux, nos dejó un mensaje que no debemos olvidar: «Soy la Virgen de los pobres». A ella, a quien Dios ha mirado por su humilde pobreza, obrando maravillas en virtud de su obediencia, confiamos nuestra oración, convencidos de que subirá hasta el cielo y será escuchada. 

Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2024, Memoria de san Antonio de Padua, patrono de los pobres.


                                                                                FRANCISCO


sábado, 9 de noviembre de 2024

LA VIDA COMO OFRENDA...

Escrito por hna Mariola Lopez Villanueva -RSCJ-

Hay una mujer que supo tocar con su gesto la vida de Jesús. Muy poco se nos dice de ella en el Evangelio; solo que mientras para muchos ojos pasa desapercibida, la mirada de Él la descubre y la ensalza...
 
"Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia.Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros,  porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir" -Mc 12, 41-44-

No hay comentarios, ni prosigue la escena. Jesús lo ha dicho todo. Ha descubierto en aquella mujer una actitud esplendida: el comportamiento de alguien que lo espera todo de Dios. Nos encontramos ante una mujer sin nombre, no sabemos si joven o mayor, de quien sólo sabemos que era viuda, que ha vivido pérdidas. Y Jesús nos hace mirar la magnanimidad, la generosidad de esta mujer en medio de su pobreza y como se deja abrazar por la inseguridad.

las viudas, en el sistema socio-jurídico de entonces, eran las personas mas desprotegidas de Israel. Habiendo perdido al marido, que le daba protección y sustento, una viuda quedaba sin nadie que velara por ella. No tenía aval, no tenía seguro de vida. El gesto de la mujer es todo lo contrario de controlar y guardar lo que tiene. su atrevido gesto la deja abierta, vacía y disponible para recibirse de una vida mayor, para confiar en la bondad del Misterio. "miren los lirios del campo" -Mt 6,28-, dice Jesús. La mirada de Jesús nos devuelve a la maduración silenciosa de la naturaleza, a nuestra cotidianeidad, a lo más simple, a aquello que, por no ser extraordinario ni devenir interesante, se nos presenta como una tierra neutra en nuestra vida. Y, sin embargo, estamos pisando nuestra tierra prometida sin saberlo y, al no reconocerla, no podemos agradecerla ni disfrutarla con otros...

en el silencio de su ofrenda, en su pequeñez, en la sencillez de su gesto, esta mujer nos enseña a vivir con gratitud, a no guardar, a no aferrarnos, a no apegarnos. Nos enseña a estar abiertos para dejarnos llevar allí donde la vida precisa de nosotros. Nos invita a atrevernos a echar todo cuanto tenemos, a agradecer cada instante que se nos da a vivir, a vaciar nuestro cuenco cada vez, porque ese gesto es lo que da sentido a nuestra vida y vuelve fecunda la de otros. Como aquella viuda de Sarepta que alimento a Elias con lo único que tenían para sobrevivir ella y su hijo -1Rey 17, 7-16-, y el profeta le dijo: "No tengas miedo...que el cántaro de harina no se vaciará"...

Escuela de Ofrendas...


"Puso todo lo que tenía para vivir"
Escrito por Javier Albisu - De su libro: "Cuando Jesús entra en casa"-

     A partir del ejemplo de una pobre viuda, Jesús convierte la casa de oración en escuela de ofrendas. La oración, cuando es autentica, en una verdadera escuela de ofrendas. Si queremos aprender a entregarnos, tenemos que aprender a orar. Al orar, ponemos en las manos de Dios nuestra vida hecha ofrenda. La manos de Dios son como las arcas del templo donde dejamos nuestro capital, nuestra vida. "Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón" -Lc 12,34-. Allí está nuestro tesoro; y se acrecienta en la medida que le depositamos nuestra vida.

     Hay quien no deposita su vida en las Manos de Dios y posterga hacerlo hasta la hora de la muerte; hay quien le da a Dios las sobras, y así mientras "cumple" con Él, al mismo tiempo retiene lo suyo, y hay quien lo deja todo en manos de Dios para, en adelante, llevar en ellas lo que mejor sea. Quién no deposita lo suyo en Dios se queda sin fondos en su cuenta, sin fondos en su entrega. Saber que hemos puesto la vida en Aquel que nos la dio nos da un fondo de libertad muy grande. "El que quiera guardar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Qué puede dar a cambio de su vida? -Mt 16, 25-26-. Es Jesús el que nos da el tesoro, ya que "no hay nada de lo que tenemos que no lo hayamos recibido", y así también nos recomienda un lugar seguro donde ponerlo: "No guarden sus tesoros en esta tierra, donde la polilla y la herrumbre echan a perder las cosas, y donde los ladrones perforan muros y roban. Guarden mejor sus tesoros en el cielo" -Mt. 6, 19-20-.

    La oración es el lugar donde podemos evaluar cuánto aprendimos de entrega, de ofrenda. Si lo que dejamos en la oración son sobras, es señal de que el lugar de los depósitos es otro. Es señal de que mi tesoro está en otro lugar, y así también mi corazón. Pregúntate por lo que te tiene preocupado y por lo que a Dios le preocupa. Si en la oración descubres que no es lo mismo, es que le estás dando tus sobras. Más que hablar con Él (y aún de lo que te preocupa), estás hablando solo, sin tenerlo en cuenta. Deja lo que te tiene preocupado en las manos de Dios y verás cómo se acrecienta tu deposito. La viuda puso "todo lo que tenía para vivir". ¿Hay mayor preocupación que esa? Ella pobre y por lo mismo, sabía de la importancia de tener un depósito. Nosotros, en cambio, estamos acostumbrados a apuestas simultaneas... ¿Tenemos "nuestras fichas" puestas en dos lados "por las dudas"? ¿En quien ponemos la confianza? Nos cuesta ponernos en manos de Dios porque sabemos que terminaremos en las manos de los demás. "Así le sucede al que atesora para sí, en lugar de hacerse rico a los ojos de Dios". -Lc 12, 21-.  
                               
     Si la oración no nos hace quedar en las manos de los demás, hemos atesorado para nosotros. El que atesora para sí, no comparte. Entiende su riqueza como acumulación. El que es rico a los ojos de Dios se sabe tal por lo que deposito en sus manos y en las de los demás. El rico para sí, busca que lo vean. El que no, prefiere ser visto por el Dios que ve en lo secreto.

Invitación para un momento contemplativo
  • Pedile a Jesús que te ayude a aprender el despojamiento libre y confiado de tus dos moneditas.
  • Ve a la casa de oración en compañía de la viuda pobre.
  • Mira con que cariño trae las dos moneditas y con cuanto cuidado las deposita.
  • Mientras vas de camino con ella, preguntale si sabe a donde va y a qué.
  • ¿Qué te responde? ¿Cómo te explica lo que esta ofrenda significa  para ella?
  • Deja que ella ponga sus dos moneditas y luego, ve a hacer tu ofrenda. ¿Cuánto traías para poner?
  • De  las tres moneditas que llevas (pasado, presente y futuro), ¿cuántas pones? ¿Cuáles? ¿Por qué?
  • Imagínate a Jesús mirándote admirado por la confianza que depositas en Él...



domingo, 3 de noviembre de 2024

El Credo del Amor



«Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria»                       -Deuteronomio 6,4-6-

Escrito por el P. Eduardo Casas


Aquí queda testimoniado en el libro llamado del Deuteronomio, donde Dios le otorga el Mandato principal que constituirá la memoria, el “memorial” del Pueblo de Dios: «Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria» (Dt 6,4-6).

Para que la quebradiza memoria de Israel no se olvide de este amor primero y de la elección gratuita de Dios es que el Señor le otorga un “Mandato”. El cual no es un recuerdo, nostalgia de tiempos pasados que fueron mejores, sino una viva presencia del amor: Para que siempre recuerde que fue amado. No se olvide que fue elegido.


No es un Mandato de imposición sino una invitación a la gratuidad y a la libertad, como la de Dios, una interpelación al amor. Este Mandato será su “Credo”. Tendrá que recitar diaria y piadosamente como un «Memorial»

El amor se vuelve así «Memorial» del corazón. El amor se hace Alianza: Juramento, compromiso, pacto, acuerdo. La primera profesión de fe es la confesión del amor recibido y el recuerdo del amor que hay que dar en devolución. Cuando Israel recitaba este Mandato, resucitaba la memoria de su amor. El amor nacía como respuesta de su atenta escucha: «Escucha, Israel». Su vocación era escuchar al amor ya que escuchar es la forma más profunda de recibir y, por lo mismo, es la primera manera de amar.

Amar a Dios «con todo el corazón» es orientarse a Él con las potencialidades más ricas de la personalidad, desde lo más íntimo y propio de nosotros mismos. Esto no es un amor «espiri­­tualiza­do». Al contrario, es intensamente humano, sensible y apasionado, operante y comprometido, expresivo y gestual: Un verdadero amor de «corazón, el que toca todas las fibras y las estremece casi hasta el dolor o las conmueve en el crepitar del gozo.

Amar a Dios «con todas las fuerzas» es sacar lo más pleno de nosotros mismos, lo mejor de nuestras capacidades y convertirlas en riquezas, potenciando todos los talentos. Un amor así plenifica y satisface, moviliza y despierta todo lo que está dormido y apocado; despabila y sacude todo cuanto esté paralizado.

Sólo un amor «fuerte» es capaz de hacer explotar en nosotros, aquello que -de otra manera- no nos animaríamos a sacar, a mostrar y a dejar crecer. Estas «fuerzas» coinciden con lo más pujante del hombre, con la cristalización más acabada de las mejores energías humanas, por eso en algunas traducciones de la Biblia prefieren la acepción amar «con todo el espíritu» o «con toda la mente» (Mt 22,37) ya que el verdadero poder, la más genuina fuerza humana, se encuentra en el espíritu.

Por lo tanto, amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas»
  • Es amarlo con la riqueza de toda nuestra personalidad (lo que la Biblia llama, «corazón»: El hombre desde su interior).
  • Es amarlo con la plenitud de la vida en sus variadas expresiones humanas y afectivas (lo que la Biblia llama «alma, el hombre viviente)...
  • Es amarlo con el despliegue de todas nuestras potencias (lo que la Biblia llama «fuerzas», el hombre desde el cúmulo de sus riquezas como persona).
También es para nosotros lo que Dios le recuerda a su Pueblo, su «Memorial»: «Escucha, Israel». Cada uno de nosotros tiene que recitar esta Palabra con su propio nombre. Es necesario escuchar al Amor. Hacer una sosegada escucha, una reposada atención. Hay que escuchar la voz que tiene el amor para nosotros y entrar en Alianza. Descubrir a este Dios que camina en nuestra historia y se encuentra en cada atajo del sendero, escondido en cada rincón, asechando nuestro corazón. Tenemos que volver a nuestras raíces, poner los oídos y el corazón para que el Dios de la Alianza nos hable y nos recuerde su «Memorial», desde la gratuidad de quien te « amó primero» (1 Jn 4,19)

viernes, 1 de noviembre de 2024

Fiesta de Todos los Santos : Las clases medias de la santidad

 Escrito por José Luis Martpin Descalzo -de su Libro "Razones para el Amor"-

Joseph Malegue —ese gran novelista cristiano que en España no ha sido ni siquiera traducido— dejó a medio escribir una novela cuyo título era el mismo que yo he puesto a este artículo. Y en ella —por los pocos fragmentos que se conocen— desarrollaba una idea ya varias veces apuntada en sus obras anteriores: que para profundizar en los fenómenos religiosos no hay que explorar
sólo en el alma de los grandes santos, de los santos de primera, de los aristócratas de la santidad, sino que «las almas modestas contaban también; contaban además las clases medias de la santidad».

Nada más cierto. Porque tal vez estamos demasiado acostumbrados a trazar una distinción excesivamente neta entre la santidad y la mediocridad. A un lado estarían esas diez docenas de titanes del espíritu que tomaron el evangelio por donde más quemaba y realizaron una vida incandescente. Al otro estaríamos nosotros, los que vegetamos en el cristianismo.
Y ésta es una distinción, además de falsa, terriblemente desalentadora. Pensamos: como yo no tendré jamás el coraje de ser un Francisco de Asís, vamos a limitarnos a cumplir y a esperar que Dios nos meta al final en el cielo por la puerta de servicio.

Pero, si abrimos con más atención los ojos, vemos que además de los santos de primera hay por el mundo algunos santos de segunda y bastantes de tercera. Esa buena gente que ama a Dios, esas personas que, cuando estamos con ellas, nos dan el sentimiento casi físico de la presencia viva de Dios; almas sencillas, pero entregadas; normales, pero fidelísimas. Auténticas clases medias de la santidad.

Quien más, quien menos, todos hemos encontrado en el mundo dos o tres docenas de almas así. Y hemos sido felices de estar a su lado. Y hemos pensado que, con un poco más de esfuerzo, hasta nosotros podríamos parecemos un poco a ellas. Y sentimos que este tipo de personas sostienen nuestra fe y que, en definitiva, en su sencillez, son una de las grandes señales de la presencia de Dios en la Iglesia.

Yo he conocido a muchos de estos santos de tercera o segunda —empezando por mis padres— a quienes no canonizaría. Incluso me daría un poco de risa imaginármelos con un arito en torno a la cabeza, y ellos se pondrían muy colorados si alguien se lo colocara.
Pero, sin embargo, me han parecido almas tan verdaderas, que en ellas he visto siempre reflejado lo que más me gusta de Dios: su humildad.

Creo que de esto se habla poco. Y, no obstante, yo creo que tiene razón Moeller cuando escribe que «el centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de Dios».

Es cierto: en el catecismo nos hablaron mucho del Dios todopoderoso y a veces llegamos a imaginarnos a un Dios soberbio, cuajado de pedrerías, actuando siempre a través de milagros… Pero la realidad es que, cuando Dios se hizo visible, todo fue humilde y sencillo. Se hizo simplemente un hombre a quien sus enemigos pudieron abofetear...

 Un Dios que es humilde en su revelación, hecha a través de textos también humildes…

Un Dios humilde en su Iglesia, que no construyó como una élite de perfectos, sino como una esposa indefensa y mil veces equivocada, tartamudeante y armada con una modesta honda y unos pocos guijarros frente al Goliat del mundo.
Humilde también en la tierra en que quiso nacer, en esa Palestina…

«El Señor de la gloria —escribe también Moeller— no ha querido ni el poder ni la nada, ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico o la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dulzura humilde y gratuita, no se defiende, ofrece de antemano su cuello a los verdugos y, sin embargo, es más poderoso que la muerte y mil torrentes de agua no podrán extinguir el fuego de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el amor da la vida y no la nada.»

Por eso a este Dios humilde le van muy bien los santos humildes y pequeños. Y es una suerte que nos permite no desanimarnos a quienes tenemos un amor de hoguera (¡o de cerilla!) y jamás llegaremos a su amor de volcán.
Incluso el camino hacia Dios está muy bien hecho. Es como un monte al que hay que subir. Y tiene dos caminos: uno de cabras, que va en derechura desde la falda a la cima, escarpado, durísimo, empinadísimo, y un camino carretero, que sube también, pero en zig-zag, dando vueltas y vueltas en espiral hacia la cumbre.

Los santos, los verdaderos santos, suben por el de cabras, dejándose la piel en las esquinas de las rocas. Ellos lo dan todo de una vez, viven hora a hora en la tensión del amor perfecto.

Pero los más temblamos ante ese camino. No porque no tengamos pulmones para ello —porque los santos no tienen mejor «madera» que nosotros—, sino porque somos cobardes y le damos a Dios trozos de amor, guardándonos en la mochila buenos pedazos de amor propio.
Naturalmente, a quien Dios le dé el coraje del camino de cabras, que San Pedro se lo bendiga y multiplique. Pero, en definitiva, lo que importa es subir, lo necesario es amar, aunque sea con un amor tartamudo. Y, entonces, bendito sea el camino carretero.
Con la ventaja, además, de que, en cada vuelta del camino, el camino carretero se cruza un momento con el de cabras: son esos instantes de verdadera santidad que todos, por fortuna, tenemos.

Hay incluso veces en las que —sobre todo en la juventud— nos atrevemos a hacer algún trecho por la senda de cabras, aunque luego regrese la flojera y volvamos a tomar el camino en espiral. Bien, lo importante es seguir subiendo, seguir amando, aunque se haga mal.

Lo que no hay que olvidar es que, al final de la escalada, cuando ya se está cerca de la cima, los dos caminos, el carretero y el de cabras, desaparecen. Y entonces ya sólo queda la roca viva. Por la que sólo se puede subir con guía. O llevados en brazos.


Como Dios nos llevará a todos en el último repechón que conduce al abrazo en la muerte.