Jesús, antes de su pasión, da un vuelco total a la muerte: Aquí y en esta historia, una vida vivida como lo ha hecho Jesús, traspasa ya las barreras de la muerte.
Un espacio para descubrir la presencia de Dios en el desierto de la vida cotidiana...
Jesús, antes de su pasión, da un vuelco total a la muerte: Aquí y en esta historia, una vida vivida como lo ha hecho Jesús, traspasa ya las barreras de la muerte.
Escrito por P. Eduardo Casas.
En el Evangelio de Juan, Jesús utiliza una imagen para referirse a la relación de amor recíproco entre Él y nosotros. Habla de la vid, la planta de la uva y de sus ramas llamadas sarmientos o pámpanos de donde brotan las hojas, las flores y los racimos. El tronco de la planta se llama cepa y es de allí de donde salen precisamente las ramas o los sarmientos.
Jesús usa la imagen de una planta que, en su tronco, sus ramas y sus frutos, tienen una íntima conexión vital para subsistir. Además, en esa imagen que alude al vinculo, hay una referencia simbólica a cada uno de los protagonistas: “Yo soy la verdadera vid”, “el Padre es el viñador” y los discípulos, los de ayer y los de hoy, somos las ramas, los sarmientos.
Jesús, con cada uno de los creyentes, está íntimamente unido, en una comunión de vida, que se manifiesta en los frutos, imagen simbólica de las buenas obras que el creyente realiza.
En dicho vínculo, el texto pone -en boca de Jesús- un verbo que define tal relación: “permanecer”. Este verbo está repetido, en este fragmento, cuatro veces. Lo cual remarca su insistencia e importancia: “el que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto…. el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán” (1 Jn 15,5-7).
Este “permanecer” no consiste en un quedarse quieto e inmóvil, sino que es una comunión dinámica y viva, una unión con el Señor posibilitada por su gracia, comunicándonos su vida. Es, por eso, que afirma taxativamente: “separados de mí, no pueden hacer nada” (15,5). Quizás alguno pueda decir “yo hice muchas cosas en mi vida sin Jesús”. El Señor no habla de lo que podemos hacer en la dimensión material o psicológica de nuestra existencia, sino que se refiere a la dependencia absoluta que tenemos de Él en el plano espiritual y sobrenatural. Espiritualmente nada podemos hacer, con verdadero fruto, si no lo realizamos con la gracia del Señor y por ella. Si no tenemos comunión con Él, no hay vida interior, ni sostenimiento en la gracia. El sarmiento no tiene vida propia y, por tanto, no puede dar fruto por sí; necesita de la savia que lo nutra y lo mantenga.
Este “permanecer” es fundamental porque, a menudo, tenemos con Jesús una relación algo inestable. Hay tiempos intensos y hay otros de indiferencia. A veces nos sentimos cerca; otras veces, nos sentimos lejos del Señor. Sostenemos nuestro vínculo con Jesús de acuerdo a nuestras prioridades, necesidades o deseos. No siempre Él es nuestra primera opción preferencial.
Vivimos nuestro vinculo con el Señor como si fuera otro de los muchos lazos humanos que tenemos. No caemos en la cuenta que el vinculo con Jesús es distinto, prioritario y esencial. Nos dejamos influenciar por una cultura que vive las relaciones humanas lábil, frágilmente y fugazmente.
Armamos y desarmamos relaciones como si fueran piezas de un rompecabezas y no nos damos cuenta que nos afectan profundamente, no sólo emocionalmente, sino también en nuestra propia identidad, la cual se nutre -en su consolidación- por las relaciones estables con la familia, con los amigos, con la comunidad y, fundamentalmente, con Dios.
En la actualidad, hay muchas personas rotas, fragmentadas y heridas por el “armado” y el “desarmado” en el ensamble de relaciones, las cuales no sólo la afectan a ella, sino también a las personas más próximas. Todo queda influenciado por nuestros vínculos. Ellos entretejen nuestra identidad y nuestra biografía.
No nos deja indiferentes lo que construimos, deconstruimos, reconstruimos o destruimos en cuanto a nuestras relaciones. Somos seres fundamentalmente vinculares y sociales. Incluso cuando estamos solos, siempre estamos en comunión con otros. Podemos ser más o menos solitarios; aunque nunca solos.[14]
Por su parte, en esta hermosa imagen del “permanecer” como comunión profunda en el vínculo del amor, el texto evangélico dice que Dios Padre es el que realiza el arte de la “poda” (15,2). Por lo tanto, la limpieza profunda de ese vínculo que tenemos con su Hijo, la realiza el Padre. No sólo purifica nuestro vínculo con Jesús, sino también nuestro propio corazón. Esa “limpieza”, esa “poda” es sanación y curación personal y vincular.
La poda es una imagen muy sugerente, ya que consiste en una tala cuidadosa, delicada y selectiva de algunas partes de una planta, tales como las raíces, las ramas, las hojas, las flores y los frutos. Todo puede ser podado para mejorar la calidad e incrementar el rendimiento y la producción de la planta.
La poda es un proceso de recorte a las partes vivas de la planta. Es, por eso, que no debe hacerse como una mutilación; de lo contrario, la planta moriría, sino que debe realizarse sabiendo cuáles son las partes que hay que intervenir. Tampoco dicha operación se puede hacer de cualquier manera y en cualquier momento del año, ya que peligra la subsistencia de la planta. Se necesita conocimiento, tiempo, dedicación y amor para podar plantas adecuadamente, eliminando la vegetación sobrante, quitando las ramas dañadas, cortando el gajo enfermo o mal situado, dando una forma decorativa al follaje, facilitando así el crecimiento y aumentando la producción de frutos.
No cualquiera puede podar con éxito una planta. Es una acción delicada que debe hacerse en la estación adecuada. Lo más conveniente es realizarla cuando la planta entre en su estación de receso vegetativo y su sabia esté concretada en la raíz. Generalmente debe realizarse hacia finales de invierno, cuando haya pasado el peligro de las grandes heladas y la proximidad de la primavera, renueve la recirculación de la savia y el dinamismo vital de la planta se active para reverdecer, florecer y fructificar.
La poda, aunque dolorosa para la planta, es necesaria para que mejore y puedan obtenerse sus mejores frutos. Hay heridas que, aunque duelan, ayudan a que seamos mejores. Esa es la sabia disposición de la naturaleza.
La comparación con la poda, para hablar de la purificación en el proceso de la fe, es también muy sugerente. Dios tiene un tiempo para nuestra “poda” personal: pruebas, sufrimientos, entregas y sacrificios. Él mismo, con sus manos, llega hasta lo más profundo de nuestras raíces y con su gracia, su “savia” de vida divina, nos ayuda a que mejoremos la calidad de nuestros frutos, las obras que nacen de nuestra unión con Jesús. La gracia que es la vida de comunión con Dios es la verdadera “savia” que nos recorre por dentro, alimentándonos y sosteniéndonos.
También el Señor, en este Evangelio, explicita una ley espiritual: “el Padre corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía” (15,2). Jesús reconoce que hay creyentes suyos que no dan fruto; que no están en gracia, que no permanecen unidos a Él.
Seguimos caminando en este tiempo de Pascua.
El mensaje de los textos bíblicos nos sigue motivando para vivir en alza, con la moral levantada, con el ánimo crecido. Es el tono pascual, consecuente con la experiencia de la Resurrección... porque pascua, en realidad es cada instante de nuestra vida, no podemos dejarnos amedrentar por las circunstancias pasajeras, por duras y dramáticas que sean; nuestro talante de resucitados tiene que contagiar entusiasmo en las adversidades. Hacer crecer la vida, cuidándola.
Por eso nos ha de resultar lógico y adecuado el consejo de Juan: “Hijos les escribo para que no pequen”... porque, uno de los grandes pecados de un creyente es la tristeza que produce: abatimiento, falta de esperanza y de entusiasmo; una persona que ha resucitado con Cristo no pude vivir en la niebla del pesimismo. Además, desde la tristeza es muy difícil la paz y la comprensión de las escrituras. Sólo la alegría que produce la apertura a Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender el Evangelio con la cabeza y el corazón. Y cuando un creyente está así de capacitado, es capaz de mucho.
El pasaje evangélico de hoy es otra catequesis sobre la resurrección, la gran experiencia que puso en movimiento a los primeros cristianos, para anunciar, como testigos, la calidad humana y redentora de Jesús. La resurrección de Jesús es el acontecimiento espiritual que más ha impactado y conmovido. Sabemos, sin embargo, que, tanto entonces como ahora, algunos dudan, otros se resisten a creer y otros confunden a Jesús resucitado con un fantasma del pasado o del “presente”.
Los que tenemos la suerte de creer podemos asegurar que la fe confirma lo que intuye la sensibilidad: nuestra vida no se pierde en el vacío de la nada, somos seres para la plenitud. Nos dice Jesús: “¿Por qué se inquietan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren, soy yo”.
Sabemos que no necesitamos de los sentidos para captar y entender la resurrección, que la fe no se basa en la seguridad de los sentidos, sino en la experiencia espiritual y religiosa. La famosa frase de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” podría explicar algo de lo que es la fe. Es el corazón el que siente a Dios, no la razón...
En efecto, el significado de la resurrección se percibe por la línea de la espiritualidad y de la fe. Y el gran mensaje que brota de la resurrección es: ¡Ánimo vecinas y vecinos, que tenemos futuro, que la vida y la bondad están por encima de todos los miedos y sufrimientos que nos puedan acontecer en el cotidiano VIVIR!
Lo único que pude oscurecer, con su niebla, la luz de la resurrección en nuestro corazón es la desesperanza, el temor de no encontrar el camino de vuelta a casa. La casa del Padre donde se hace fiesta grande por cada uno de sus hijos.
Fuente: Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús - España-
Aunque de este pasaje se han escrito muchos comentarios sobre la importancia de creer sin ver, de la fe que no necesita pruebas, etc. Me quiero fijar hoy en otros aspectos, que quizás podrían complementar la mirada:
Tomás parece que necesita procesar lo que ha pasado, comprender para acoger y no solo apoyarse en la fe del grupo. Él es capaz de expresar sus dudas y de planteárselas a Jesús.
Y Jesús no le rechaza, sino que le invita a tocar sus llagas, como si comprendiera que, tras la decepción ante su muerte, necesita rehacerse, superar la crisis, vivenciar personalmente la experiencia de la resurrección, personalizar su fe…
El tocar las heridas del Maestro probablemente le permita conectar con las suyas y tomar conciencia de su propia vulnerabilidad, de la fragilidad de su confianza, de la necesidad de fiarse de verdad… Y recibe el regalo de que Jesús acoge su duda, su desconcierto y su incertidumbre. Y no lo hace a través del reproche, sino de la oportunidad de ser escuchado en su situación.
Me encanta contemplar a Jesús, que se nos acerca a cada uno personalmente, tal como estemos y atiende nuestras necesidades, para reconfortar nuestra fe en el momento en que nos encontremos -sea cual sea-. ¡Qué buena noticia!
HOMILÍA DEL Papa FRANCISCO en la VIGILIA PASCUAL - 2024
Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar —dice el texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc 16,4).
Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida.
Para empezar —primer momento— está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños.
Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son “escollos de muerte” y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?
Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar.
Y ahora —el segundo momento— miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, “nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente” (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).
Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.
Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un frescor nuevo invada vuestra voz. Es la Pascua del Señor —hermanos y hermanas— es la fiesta de los vivientes» (J-Y. Quellec, Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).
No sé si seremos capaces todavía de estar en silencio. Esta sería la mejor ocasión para ello. Velar en silencio. Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio. Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.
En este punto las palabras son inútiles.
Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.
Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.
No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.
Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir. Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.
En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.
Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre...» (Jn 19, 25).
María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.
Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.
Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.
Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.
No queremos molestar, ni hacernos pesados.
Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.
Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.
Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».
Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».
Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies. Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.
Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.
VIA CRUCIS 2024: “En oración con Jesús en el camino de la cruz”
Introducción
Señor Jesús, al mirar tu cruz comprendemos tu entrega total por nosotros. Te consagramos y ofrecemos este tiempo. Queremos pasarlo junto a ti, que rezaste desde el Getsemaní hasta el Calvario. En el Año de la oración nos unimos a tu camino orante.
Del Evangelio según san Marcos (14,32-37)
"Llegaron a una propiedad llamada Getsemaní […]. Después llevó con él a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y a angustiarse. Entonces les dijo “[…] Quédense aquí velando”. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y decía: “Abba –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Después volvió y encontró a sus discípulos dormidos. Y Jesús dijo a Pedro: “[…] ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora?”.
Señor, tú preparabas con la oración cada una de tus jornadas, y ahora en Getsemaní preparas la Pascua. Y orabas diciendo Abba –Padre– todo te es posible, porque la oración es ante todo diálogo e intimidad, pero es también lucha y petición: ¡aleja de mí este cáliz! Así mismo, es entrega confiada y don: Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Así, orante, entraste por la puerta estrecha de nuestro dolor y la atravesaste hasta el final. Tuviste «temor y angustia» (Mc 14,33): temor frente a la muerte, angustia bajo el peso de nuestros pecados, que cargaste sobre ti, mientras te invadía una amargura infinita. Sin embargo, en lo más duro de la lucha oraste «más intensamente» (Lc 22,44). De esta manera, transformaste la violencia del dolor en ofrenda de amor.
Nos pides una sola cosa: quedarnos contigo y velar. No nos pides lo imposible, sino que permanezcamos cerca de ti. Y, sin embargo, ¡cuántas veces me he alejado de ti! Cuántas veces, como los discípulos, en lugar de velar, me dormí, cuántas veces no tuve tiempo o ganas de rezar, porque estaba cansado, anestesiado por la comodidad o con el alma adormecida. Jesús, vuelve a repetirme a mí, vuelve a repetirnos a nosotros, que somos tu Iglesia: «Levántense y oren» (Lc 22,46). Despiértanos, Señor, sacude el letargo de nuestros corazones, porque también hoy, sobre todo hoy, necesitas nuestra oración.
1. Jesús es condenado a muerte
"El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie ante la asamblea, interrogó a Jesús: «¿No respondes nada a lo que estos atestiguan contra ti?». El permanecía en silencio y no respondía nada. […] Pilato lo interrogó nuevamente: «¿No respondes nada? ¡Mira de todo lo que te acusan!». Pero Jesús ya no respondió a nada más, y esto dejó muy admirado a Pilato" (Mc 14,60-61;15,4-5).
Jesús, tú eres la vida, pero te condenan a muerte; eres la verdad y sin embargo eres víctima de un falso proceso. Pero, ¿por qué no te rebelas? ¿Por qué no levantas la voz y explicas cuáles son tus propias razones? ¿Por qué no rebates a los sabios y a los poderosos como siempre lo has hecho? Jesús, tu actitud desconcierta; en el momento decisivo no hablas, sino callas. Porque cuanto más fuerte es el mal, más radical es tu respuesta. Y tu respuesta es el silencio. Pero tu silencio es fecundo: es oración, es mansedumbre, es perdón, es la vía para redimir el mal, para convertir tus sufrimientos en un don que nos ofreces. Jesús, me doy cuenta de que apenas te conozco porque conozco poco tu silencio, porque en el frenesí de las prisas y del hacer, absorbido por las cosas, atrapado por el miedo de no mantenerme a flote o por el afán de querer ponerme siempre en el centro, no encuentro tiempo para detenerme y quedarme contigo; para permitirte a ti, Palabra del Padre, obrar en silencio. Jesús, tu silencio me estremece, me enseña que la oración no nace de los labios que se mueven, sino de un corazón que sabe escuchar. Porque rezar es hacerse dócil a tu Palabra, es adorar tu presencia.
Oremos diciendo: Háblame al corazón, Jesús
2. Jesús carga la cruz
"Él llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados" (1 P 2,24).
Jesús, nosotros también cargamos nuestras cruces, a veces muy pesadas: una enfermedad, un accidente, la muerte de un ser querido, una decepción amorosa, un hijo que se perdió, la falta de trabajo, una herida interior que no cicatriza, el fracaso de un proyecto, una esperanza más que se malogra... Jesús, ¿Cómo rezar ahí? ¿Cómo hacerlo cuando me siento aplastado por la vida, cuando un peso oprime mi corazón, cuando estoy bajo presión y ya no tengo fuerzas para reaccionar? Tu respuesta se encuentra en una invitación: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Ir a ti; yo, en cambio, me encierro en mí mismo, rumiando mentalmente, escarbando en el pasado, quejándome, hundiéndome en el victimismo, paladín de negatividad. Vengan a mí; no te ha parecido suficiente decírnoslo, sino que has venido a nosotros para tomar nuestra cruz sobre tus hombros, y quitarnos su peso. Esto es lo que deseas: que descarguemos en ti nuestros cansancios y sinsabores, porque quieres que en ti nos sintamos libres y amados. Gracias, Jesús. Uno mi cruz a la tuya, te traigo mi fatiga y mis miserias, pongo en ti todo el agobio que tengo en mi corazón.
Oremos diciendo: Acudo a ti, Señor
3. Jesús cae por primera vez
"Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).
Jesús, has caído. ¿En qué piensas?, ¿cómo rezas postrado rostro en tierra? Pero, sobre todo, ¿qué es lo que te da fuerzas para volver a levantarte? Mientras estás boca abajo en el suelo y ya no puedes ver el cielo, te imagino repitiendo en tu corazón: Padre, que estás en los cielos. La mirada amorosa del Padre posada en ti es tu fuerza. Pero imagino también que, mientras besas la tierra árida y fría, piensas en el hombre, sacado de la tierra, piensas en nosotros, que estamos en el centro de tu corazón; y que repites las palabras de tu testamento: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes» (Lc 22,19). El amor del Padre por ti y el tuyo por nosotros: el amor, ese es el estímulo que te hace levantarte y seguir adelante. Porque el que ama no se queda derrumbado, sino que vuelve a empezar; el que ama no se cansa, sino que corre; el que ama vuela. Jesús mío, siempre te pido muchas cosas, pero necesito sólo una: saber amar. Caeré en la vida, pero con amor podré volver a levantarme y seguir adelante, como hiciste tú, que tienes experiencia en las caídas. Tu vida, en efecto, ha sido una caída continua hacia nosotros: de Dios a hombre, de hombre a siervo, de siervo a crucificado, hasta el sepulcro; caíste en la tierra como semilla que muere, caíste para levantarnos de la tierra y llevarnos al cielo. Tú que levantas del polvo y reavivas la esperanza, dame la fuerza para amar y volver a empezar.
Oremos diciendo: Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar
4. Jesús encuentra a su madre
"Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús […] dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27).
Jesús, los tuyos te han abandonado; Judas te ha traicionado, Pedro te ha negado. Te has quedado solo con la cruz, pero ahí está tu madre. No hacen falta palabras, son suficientes sus ojos que saben mirar de frente al sufrimiento y asumirlo. Jesús, en la mirada de María, llena de lágrimas y de luz, encuentras el grato recuerdo de su ternura, de sus caricias, de sus brazos amorosos que siempre te han acogido y sostenido. La mirada de la propia madre es la mirada de la memoria, que nos cimienta en el bien. No podemos prescindir de una madre que nos dé a luz, pero tampoco de una madre que nos encarrile en el mundo. Tú lo sabes y desde la cruz nos entregas a tu propia madre. Aquí tienes a tu madre, dices al discípulo, a cada uno de nosotros. Después de la Eucaristía, nos das a María, tu último don antes de morir. Jesús, tu camino fue consolado por el recuerdo de su amor; también mi camino necesita cimentarse en la memoria del bien. Sin embargo, me doy cuenta de que mi oración es pobre en memoria: es rápida, apresurada; con una lista de necesidades para hoy y mañana. María, detén mi carrera, ayúdame a hacer memoria: a custodiar la gracia, a recordar el perdón y las maravillas de Dios, a reavivar el primer amor, a saborear de nuevo las maravillas de la providencia, a llorar de gratitud.
Oremos diciendo: Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor
5. Jesús es ayudado por el Cirineo
"Cuando [los soldados] lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús" (Lc 23,26).
Jesús, cuántas veces, frente a los retos de la vida, presumimos de lograr hacer todo sólo con nuestras propias fuerzas. ¡Qué difícil nos resulta pedir ayuda, ya sea por miedo a dar la impresión de que no estamos a la altura de las circunstancias, o porque siempre nos preocupamos por quedar bien y lucirnos! No es fácil confiar, y menos aún abandonarse. En cambio, quien reza es porque está necesitado, y tú, Jesús, estás acostumbrado a abandonarte en la oración. Por eso no desdeñas la ayuda del Cirineo. Le muestras tus fragilidades a un hombre sencillo, a un campesino que vuelve del campo. Gracias porque, al dejarte ayudar en tu necesidad, borras la imagen de un dios invulnerable y lejano. Tú no te muestras imbatible en el poder, sino invencible en el amor, y nos enseñas que amar significa socorrer a los demás precisamente allí, en las debilidades de las que se avergüenzan. De este modo, las fragilidades se transforman en oportunidades. Fue lo que le sucedió a Cirineo: tu debilidad cambió su vida y un día se daría cuenta de que había ayudado a su Salvador, de que había sido redimido por medio de esa cruz que cargó. Para que mi vida también cambie, te ruego, Jesús: ayúdame a bajar mis defensas y a dejarme amar por ti; justo ahí, donde más me avergüenzo de mí mismo.
Oremos diciendo: Sáname, Jesús
6. Jesús recibe el consuelo de la Verónica que le enjuga el rostro
"Bendito sea Dios […] Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo […]. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo (2 Co 1,3-5).
Jesús, son tantos los que asisten al bárbaro espectáculo de tu ejecución y, sin conocerte y sin saber la verdad, emiten juicios y condenas, arrojando sobre ti infamia y desprecio. Sucede también hoy, Señor, y ni siquiera es necesario un cortejo macabro; basta un teclado para insultar y publicar condenas. Pero mientras tantos gritan y juzgan, una mujer se abre paso entre la multitud. No habla, actúa. No protesta, se compadece. Va contra la corriente, sola, con la valentía de la compasión; se arriesga por amor, encuentra la manera de pasar entre los soldados sólo para brindarte el consuelo de una caricia en el rostro. Su gesto pasará a la historia y como un gesto de consuelo. ¡Cuántas veces habré invocado tu consuelo, Jesús! Y ahora la Verónica me recuerda que tú también lo necesitas. Tú, Dios cercano, pides mi cercanía; tú, consolador mío, quieres ser consolado por mí. Amor no amado, buscas aún hoy entre la multitud corazones sensibles a tu sufrimiento, a tu dolor. Buscas verdaderos adoradores, que en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23) permanezcan contigo (cf. Jn 15), Amor abandonado. Jesús, enciende en mí el deseo de estar contigo, de adorarte y consolarte. Y haz que yo, en tu nombre, sea consuelo para los demás.
Oremos diciendo: Hazme testigo de tu consuelo
7. Jesús cae por segunda vez bajo el peso de la cruz
["El hijo menor] recapacitó y dijo: Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé» […]. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé […]; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo: […] «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado» (Lc 15,17-18.20-22.24).
Jesús, la cruz pesa mucho; lleva en sí el peso de la derrota, del fracaso, de la humillación. Lo comprendo cuando me siento aplastado por las cosas, acosado por la vida e incomprendido por los demás; cuando siento el peso excesivo y exasperante de la responsabilidad y del trabajo, cuando me siento oprimido en las garras de la ansiedad, asaltado por la melancolía, mientras un pensamiento asfixiante me repite: no saldrás adelante, esta vez no te levantarás. Pero las cosas empeoran aún más. Me doy cuenta de que toco fondo cuando vuelvo a caer, cuando recaigo en mis errores, en mis pecados, cuando me escandalizo de los demás y luego me doy cuenta de que yo no soy distinto de ellos. No hay nada peor que sentirse decepcionado de sí mismo, aplastado por los sentimientos de culpa. Pero tú, Jesús, caíste muchas veces bajo el peso de la cruz para estar a mi lado cuando yo caigo. Contigo la esperanza nunca se acaba, y después de cada caída nos volvemos a levantar, porque cuando me equivoco no te cansas de mí, sino que te acercas más a mí. Gracias porque me esperas; gracias, pues, aunque caiga muchas veces me perdonas siempre, siempre. Recuérdame que las caídas se pueden convertir en momentos cruciales del camino, porque me llevan a comprender que lo único que importa es que te necesito. Jesús, imprime en mi corazón la certeza más importante: que vuelvo a levantarme de verdad sólo cuando me levantas tú, cuando me liberas del pecado. Porque la vida no vuelve a empezar con mis palabras, sino con tu perdón.
Oremos diciendo: Levántame, Jesús
8. Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
"Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23,27).
Jesús, ¿Quién te acompaña hasta el final en tu camino de la cruz? No son los poderosos, que te esperan en el Calvario, ni los espectadores que se quedan lejos, sino la gente sencilla, grande a tus ojos, pero pequeña a los del mundo. Son esas mujeres, a las que has dado esperanza; que no tienen voz, pero se hacen oír. Ayúdanos a reconocer la grandeza de las mujeres, las que en Pascua te fueron fieles y no te abandonaron, las que aún hoy siguen siendo descartadas, sufriendo ultrajes y violencia. Jesús, las mujeres que encuentras se golpean el pecho y se lamentan por ti. No lloran por ellas, sino que lloran por ti, lloran por el mal y el pecado del mundo. Su oración hecha de lágrimas llega a tu corazón. ¿Acaso mi oración sabe llorar? ¿Me conmuevo ante ti, crucificado por mí, ante tu amor bondadoso y herido? ¿Lloro por mis falsedades y mi inconstancia? Ante las tragedias del mundo, ¿mi corazón permanece frío o se conmueve? ¿Cómo reacciono ante la locura de la guerra, ante los rostros de los niños que ya no saben sonreír, ante sus madres que los ven desnutridos y hambrientos sin tener siquiera más lágrimas que derramar? Tú, Jesús, has llorado por Jerusalén, has llorado por la dureza de nuestros corazones. Sacúdeme por dentro, dame la gracia de llorar rezando y de rezar llorando.
Oremos diciendo: Jesús, ablanda mi corazón endurecido
9. Jesús es despojado de sus vestiduras
«Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?» […]. Les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,37-40).
Jesús, estas son las palabras que dijiste antes de la Pasión. Ahora comprendo esa insistencia tuya en identificarte con los necesitados: tú, encarcelado; tú, extranjero, conducido fuera de la ciudad para ser crucificado; tú, desnudo, despojado de tus vestidos; tú, enfermo y herido; tú, sediento en la cruz y hambriento de amor. Concédeme que pueda verte en los que sufren y que a los que sufren los pueda ver en ti, porque tú estás ahí, en quien está despojado de dignidad, en los cristos humillados por la prepotencia y la injusticia, por las ganancias injustas obtenidas a costa de los demás y ante la indiferencia general. Te miro, Jesús, despojado de tus vestiduras, y comprendo que me invitas a despojarme de tantas exterioridades vacías. Porque tú no miras las apariencias, sino el corazón. Y no quieres una oración estéril, sino fecunda en caridad. Dios despojado, ponme al descubierto también a mí. Porque es fácil hablar, pero luego, ¿te amo yo de verdad en los pobres, en tu carne herida? ¿Rezo por los que han sido despojados de dignidad? ¿O rezo sólo para cubrir mis propias necesidades y revestirme de seguridad? Jesús, tu verdad me deja al descubierto y me lleva a ocuparme de lo que importa: tú crucificado, y los hermanos crucificados. Concédeme que lo comprenda ahora, para que no me encuentre falto de amor cuando deba presentarme ante ti.
Oremos diciendo: Despójame, Señor Jesús
10. Jesús es clavado en la cruz
"Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,33-34).
Jesús, te perforan las manos y los pies con clavos, lacerando tu carne, y justo ahora, mientras el dolor físico se hace más insoportable, brota de tus labios la oración imposible, perdonas al que te está hundiendo los clavos en las muñecas. Y no sólo una vez, sino muchas veces, como recuerda el Evangelio, con ese verbo que indica una acción repetida, decías "Padre, perdona". Por eso, contigo, Jesús, también yo puedo encontrar el valor de elegir el perdón que libera el corazón y relanza la vida. Señor, no te basta con perdonarnos, sino también nos justificas ante el Padre: no saben lo que hacen. Toma nuestra defensa, hazte nuestro abogado, intercede por nosotros. Ahora que tus manos, con las que bendecías y curabas, están clavadas, y tus pies, con los que traías la buena nueva, ya no pueden caminar, ahora, en la impotencia, nos revelas la omnipotencia de la oración. En la cumbre del Gólgota nos revelas la altura de la oración de intercesión que salva al mundo. Jesús, que yo no rece sólo por mí y por mis seres queridos, sino también por los que no me quieren y me hacen daño; que yo rece según los deseos de tu corazón, por los que están lejos de ti; reparando e intercediendo en favor de los que, ignorándote, no conocen la alegría de amarte y de ser perdonados por ti.
Oremos diciendo: Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero
11. El grito de abandono de Jesús en la cruz
"Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: «Elí, Elí, lemá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,45-46).
Jesús, he aquí una oración sin precedentes: clamas al Padre tu abandono. Tú, Dios del cielo, que no replicas estruendosamente ninguna respuesta, sino que preguntas ¿por qué? En el ápice de la Pasión experimentas el alejamiento del Padre y ya ni siquiera le llamas Padre, como haces siempre, sino Dios, como si fueras incapaz de identificar su rostro. ¿Por qué? Para sumergirte hasta el fondo del abismo de nuestro dolor. Tú lo hiciste por mí, para que cuando sólo vea tinieblas, cuando experimente el derrumbamiento de las certezas y el naufragio del vivir, ya no me sienta solo, sino que crea que tú estás ahí conmigo; tú, Dios de la comunión, experimentaste el abandono para no dejarme más como rehén de la soledad. Cuando gritaste tu por qué, lo hiciste con un salmo; así convertiste en oración incluso la desolación más extrema. Esto es lo que hay que hacer en las tormentas de la vida; en vez de callar y aguantar, clamar a ti. Gloria a ti, Señor Jesús, porque no has huido de mi desolación, sino que la has habitado hasta lo más profundo. Alabanza y gloria a ti que, cargando sobre ti toda lejanía, te has hecho cercano a los más alejados de ti. Y yo, en las tinieblas de mis porqués, te encuentro a ti, Jesús, luz en la noche. Y en el grito de tantas personas solas y excluidas, oprimidas y abandonadas, te veo a ti, Dios mío: haz que te reconozca y te ame.
Oremos diciendo: Haz, Jesús, que te reconozca y te ame
12. Jesús muere encomendándose al Padre y concediéndole el Paraíso al buen ladrón
"[Uno de los malhechores crucificados] decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» […]. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró (Lc 23,42-43.46).
Jesús, ¡un malhechor va al Paraíso! Él se encomienda a ti y tú lo encomiendas contigo al Padre. Dios de lo imposible, que haces santo a un ladrón. Y no sólo eso: en el Calvario cambias el curso de la historia. Conviertes la cruz, que es emblema del tormento, en icono del amor; cambias el muro de la muerte en puente hacia la vida. Transformas la oscuridad en luz, la separación en comunión, el dolor en danza e incluso el sepulcro ―última estación de la vida― en punto de partida de la esperanza. Pero estas transformaciones las realizas con nosotros, nunca sin nosotros. Jesús, acuérdate de mí: esta oración sincera te permitió obrar maravillas en la vida de aquel malhechor. Qué poder inaudito el de la oración. A veces pienso que mi oración no es escuchada, mientras que lo esencial es perseverar, tener constancia, acordarme de decirte: “Jesús, acuérdate de mí”. Acuérdate de mí y mi mal ya no será un final, sino un nuevo inicio. Acuérdate, vuelve a ponerme en tu corazón, incluso cuando me aleje, cuando me pierda en la rueda de la vida que gira vertiginosamente. Acuérdate de mí, Jesús, porque ser recordado por ti ―lo demuestra el buen ladrón― es entrar en el Paraíso. Sobre todo, recuérdame, Jesús, que mi oración puede cambiar la historia.
Oremos diciendo: Jesús, acuérdate de mí
13. Jesús es bajado de la cruz y entregado a María
"Simeón […] dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,33-35).
María, después de tu "sí" el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora yace en tu regazo su carne torturada. Aquel niño que tuviste en tus brazos ahora es un cadáver destrozado. Sin embargo, ahora, en el momento más doloroso, resplandece la ofrenda de ti misma: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un "sí" a Dios. María, nosotros somos pobres de "síes", pero ricos del "si": si yo hubiera tenido mejores padres, si me hubieran comprendido y amado más, si mi carrera hubiera ido mejor, si no hubiera tenido aquel problema, si tan sólo no sufriera más, si Dios me escuchara... Preguntándonos siempre el porqué de las cosas, nos cuesta vivir el presente con amor. Tú tendrías tantos "si" que decirle a Dios, en cambio, sigues diciendo "sí", se cumpla en mí. Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento acompañado por Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en ti las últimas palabras que te dirigió: He aquí a tu hijo. Madre, ¡yo soy ese hijo! Recíbeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decirle "sí" a Dios, "sí" al amor. Madre de misericordia, vivimos en un tiempo despiadado y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con mansedumbre; deshaz las resistencias del corazón y los nudos del alma.
Oremos diciendo: Tómame de la mano, María
14. Jesús es depositado en el sepulcro de José de Arimatea
"Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. […] José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca" (Mt 27,57-60).
José, ese es el nombre que, junto con el de María, marcan la aurora de la Navidad y marcan también la aurora de la Pascua. José de Nazaret advertido en sueños se llevó audazmente a Jesús para salvarlo de Herodes; tú, José de Arimatea, te llevas su cuerpo, sin saber que un sueño imposible y maravilloso se hará realidad allí mismo, en el sepulcro que le diste a Cristo cuando pensabas que él ya no podía hacer nada más por ti. En cambio, es verdad que todo don hecho a Dios es recompensado siempre por él. José de Arimatea, eres el profeta del valor intrépido. Para entregarle tu regalo a un muerto acudes al temido Pilato y le ruegas que te permita darle a Jesús la tumba que habías mandado a construir para ti. Tu oración es persistente y a las palabras siguen los hechos. José, recuérdanos que la oración perseverante da fruto y atraviesa incluso las tinieblas de la muerte; que el amor no se queda sin respuesta, sino que regala nuevos comienzos. Tu sepulcro, que ―único en la historia― será fuente de vida, era nuevo, recién labrado en la roca. Y yo, ¿qué cosa nueva le doy a Jesús en esta Pascua? ¿Un poco de tiempo para estar con Él? ¿Un poco de amor a los demás? ¿Mis miedos y miserias enterradas, que Cristo está esperando que le ofrezca, como tú, José, hiciste con el sepulcro? Será verdaderamente Pascua si doy algo de lo mío a Aquel que dio la vida por mí; porque es dando como se recibe; y porque la vida se encuentra cuando se pierde y se posee cuando se da.
Oremos diciendo: Señor, ten piedad
Invocación conclusiva (el nombre de Jesús, 14 veces)
Escrito por Florentino Ulibarri
Hoy me adhiero, Señor,
al grupo de los que quieren verte
-saludarte, presentarse, escucharte, hablarte...-.
Como a aquellos griegos gentiles,
pero curiosos e inquietos,
que acudieron a Felipe para conocerte,
también a mí me has tocado y despertado
abriéndome el horizonte
con tu presencia, mirada y mensaje.
Pero, ¿quién me acercará hasta ti?
¿Quién me llevará a tu presencia?
¿Quién me ayudará a superar las murallas
-culturales, religiosas, personales-
que nos separan y me retienen?
¿Quién será el anfitrión de nuestro encuentro?
¿Quién se hará cargo de este deseo
que surge de lo más hondo de mi ser
y me acompaña noche y día
desde la primera vez?
¿Quién será el anfitrión de nuestro encuentro?
Entre tus discípulos y apóstoles
siempre hubo, y seguro que las hay hoy,
personas cercanas y humildes,
con los pies en la tierra, en el "humus",
y los ojos fijos en ti;
hermanos atentos y sin ambiciones;
pastores que huelen a lo que deben oler;
pobres despojados hasta de su ser;
creyentes que se siembran sin temor a desaparecer;
hombres y mujeres que gozan al estar junto a ti...
¡Ojalá tenga la suerte
de toparme con ellos hoy,
aquí, en casa, o en los caminos,
o en las plazas, o en las fiestas, o en el templo...
o en cualquier lugar,
sea espacio sagrado o profano;
...o en el reverso de la historia
tan olvidado y arrinconado,
pero que tanto te preocupa a ti
y a todos los que siguen tus huellas!
¡Que llegue esa hora
para estar en tu compañía, Jesús!
Texto completo de las palabras del Papa Francisco antes de rezar el Ángelus -2015-
En este Quinto domingo de Cuaresma, el evangelista Juan nos llama la atención con un particular curioso: algunos “griegos”, judíos, llegados a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, se dirigen al apóstol Felipe, y le dicen: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). En la ciudad santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y peligroso. También hay personas, como esos “griegos”, que están curiosos de verlo y de saber más acerca de su persona y de las obras que Él ha realizado, la última de las cuales – la resurrección de Lázaro – ha causado mucha sensación.
“Queremos ver a Jesús”: estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en los corazones de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. “Yo deseo ver a Jesús”, así siente el corazón de esta gente.
Respondiendo indirectamente, en modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado”. (Jn 12,23). ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. Cristo declara que será “levantado en alto sobre la tierra” (v. 32), una expresión con doble significado: “levantado” porque crucificado, y “levantado” porque exaltado por el Padre en la Resurrección, para atraer a todos a sí mismo y reconciliar a los hombres con Dios y entre sí. La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en Él.
Continuando en la profecía sobre su Pascua ya inminente, Jesús usa una imagen sencilla y sugestiva, aquella del "grano de trigo" que caído en la tierra, muere para dar fruto (cfr. v. 24). En esta imagen encontramos otro aspecto de la Cruz de Cristo: el de la fecundidad. La cruz di Cristo es fecunda. La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del amor de Dios. Inmersos en este amor por el Bautismo, los cristianos pueden convertirse en "granos de trigo" y dar mucho fruto, si al igual que Jesús, "pierden propia la vida" por amor a Dios y a los hermanos (cfr. v. 25).
Por esta razón, a aquellos que aún hoy "quieren ver a Jesús", a los que están en la búsqueda del rostro de Dios; a quien ha recibido una catequesis cuando era pequeño y luego no la ha profundizado más y quizás ha perdido la fe; a tantos que aún no han encontrado a Jesús personalmente... a todas estas personas podemos ofrecerles tres cosas: el Evangelio; el Crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre pero sincera. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El Crucifijo: signo del amor de Jesús que se entregó por nosotros. Y luego, una fe que se traduce en gestos simples de caridad fraterna. Pero principalmente en la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones. Evangelio, Crucifijo y testimonio.
Que la Virgen nos ayude a dar estas tres cosas.