sábado, 30 de junio de 2012

Me llamó "hija" , y era en su boca una bendición...



Escrito por Mariola Lopez Villanueva -RSCJ-

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y sigue sana de tu tormento” (5, 34).

Jesús sitúa a la mujer en el proceso normal de su cuerpo, hace caso omiso al miedo y al tabú de la impureza, y la libra de una cultura que rechaza su sangre, y su sexualidad. 

Ella, al tocarle, hace brotar en él su fuerza sanadora, lo confirma en su misión; le ayuda a alumbrar su ministerio. Es la única vez, en los relatos de curación que Jesús llama a una mujer “hija”. Ha salido valedor de ella, igual que Jairo al comienzo pedía por la enfermedad de su hija. Jesús la recrea en su verdadera condición, la de hija muy amada, la introduce en el ámbito de la cercanía y la familiaridad con Dios, y crea vínculos muy estrechos con una mujer que estaba apartada de todo contacto y relación. 

¿Qué pudo significar este encuentro para la mujer?. ¿Cuántas veces reviviría este acontecimiento que cambió definitivamente su vida?... Su historia la narraron otros, dejemos que, por una vez, sea ella misma quien nos la cuente[1]: 

“Necesitaría toda una vida para relatarte lo que sucedió aquella tarde. Ya sabes que yo llevaba doce años en que poco a poco me iba quedando sin fuerzas, algo parecido a una de esas depresiones crónicas que destrozan cuanto tocan. Tú eres demasiado joven para comprender qué significaba en Israel ser una mujer con hemorragias constantes de sangre. Nadie podía tocarme, ni siquiera tocar aquello con lo que yo había estado en contacto, pues sería declarado impuro (Lev 15, 19-30). Tampoco yo podía tocar, ni acercarme a los otros, estaba condenada al aislamiento, como cuando tienes una enfermedad contagiosa por la que te temen y necesitan excluirte para sentirse a salvo. Y lo peor es que para ellos no era una enfermedad del cuerpo sino la señal de que mi vida estaba afectada por el pecado, de que una maldición de Dios me acompañaba, y así me lo hicieron creer a mí también. 

A lo largo de aquellos años, desesperada, lo probé todo y, entre curanderos que prometían cortarme la sangre y adivinos que consultaban el oráculo, se me fue cuanto tenía, era un tormento incurable, no tanto por esa sangre incontrolada que me secaba por dentro sino por esa distancia dolorosa de los otros cuerpos. Sentirme separada y rechazada; y experimentar el propio cuerpo como una mortaja. Después de aguantar tantos años llegó un día en que sólo el pensamiento de la muerte significaba para mí un poco de descanso. Fue entonces cuando una tarde oí hablar de él, decían que había sanado a mucha gente, que tenía una manera de decir de Dios que desconcertaba, y que cuando estabas a su lado te sentías intensamente viva. 

Pasé noches enteras sin dormir, con un pensamiento pegado a mis huesos, ¿y si lo intentara, y si pudiera verle?... Volvía una y otra vez sobre esas historias que había escuchado y se me clavaban dentro como si todo el sufrimiento de estos años hubiera estado esperando que aquel hombre viniera. Luego pensaba que yo era sólo una pobre mujer, marcada, a la que él, como buen judío, no podría ni siquiera mirar de frente, cualquier posibilidad de contacto resultaría imposible. Hasta que una mañana unas mujeres, las únicas que se me acercaban, me dijeron que tal vez dentro de unos días ese Jesús del que nos habían hablado pasaría por allí. Una corriente inesperada atravesó todo mi cuerpo: "ese Jesús". ¡Oh Dios!, me dije, si yo me atreviera a intentarlo, si fuera corriendo donde él...Me habían contado que tomaba a la gente de la mano. Cuánto deseaba yo sentir el calor de otro cuerpo, poder pasar mi mano silenciosa sobre una piel querida, recorrer un rostro lentamente, perderme en un abrazo, ser tocada para vivir... Decían que los paralíticos que lo conocieron ahora andaban y que devolvía la vista a los ciegos, aunque pensaba que ninguno de ellos podía contaminarle como yo. Me sentía cada vez más sucia y avergonzada de mí misma. Pero al amparo de lo que me llegaba acerca de él, una confianza desmedida se fue apoderando de mí, hasta llegar a pesar más que aquel flujo incontrolado que me tenía atada. 

A lo mejor bastaba con que yo pudiera tocarle, con que sus vestidos me rozaran apenas...Y esta confianza se fue convirtiendo poco a poco en el único motivo por el que seguir viviendo: correr hacia él con todas mis pérdidas y tocarle, aunque fuera por la espalda, entonces me curaría. 

Aquella tarde le rodeaba tanta gente que apenas podía distinguir su rostro, todos querían estar cerca de él. Pensé que nadie repararía en mi, ni siquiera Jesús se daría cuenta de que yo lo tocaba. Me acerqué por detrás, rápidamente, cerré los ojos y puse mi mano llena de deseo sobre el borde de su manto... Si pudiera describirte lo que experimenté en ese instante, aquella fuerza que detuvo la sangre, que ensanchó mis ganas de vivir, el poder entrar en relación con los otros, no tener que seguir ocultándome, sentir en mi cuerpo que estaba curada... Iba a salir corriendo cuando él preguntó "¿Quién me ha tocado?". Muchos se habían apretujado sobre él, pero yo sabía que preguntaba por mí. Dicen que me acerqué atemorizada y temblorosa, aunque no podría definir cómo me sentía realmente en ese momento, era una mezcla de temor y gratitud, de reverencia y de necesidad de postrarme ante él, y de pedirle perdón por mi atrevimiento... Confesé cómo me lancé a tocarle aunque era considerada una mujer apestada. Pero él, ante el asombro de los que nos miraban, me llamó "hija" , y era en su boca una bendición, queriéndome como si me conociera desde siempre, como si me hubiera estado esperando desde hacía mucho tiempo , y dijo que mi fe me había curado y que me fuera en paz. Después he revivido muchas veces lo que pasó aquella tarde, como una memoria dichosa que me alimenta, y creo cada vez más que lo de mi fe lo decía para quitarse importancia porque sé, desde entonces, que es sólo esa fuerza que sale de él la que puede curarnos”. 

[1] Así es como imagino lo que ella viviría...


sábado, 16 de junio de 2012

Parábolas para la vida...


Dejar Actuar a Dios

del sitio web CEP- Centro de Espiritualidad y Pastoral-

Las dos parábolas de Marcos (4, 26-34) nos invitan a reflexionar sobre dos aspectos sencillos pero muy decisivos para nuestra vida de fe: uno, que en el curso de la vida también hay un nivel de intervención que sólo es de Dios (la semilla que crece por sí sola); y otro, que la fecundidad de la vida surge a partir de cosas muy pequeñas (el grano de mostaza). 

Que Jesús nos diga que la semilla sembrada nazca sin que el sembrador (nosotros) sepa cómo sucede, está advirtiéndonos que así como hay un nivel de intervención nuestra para que las cosas se den, también hay otro nivel en el que solamente interviene Dios. Y no es que nada tengamos que hacer o por eso debamos entonces desentendernos del curso de la vida, sino que allá, en lo profundo del corazón de las personas y del mundo, donde está sembrada la semilla que da auténtica vida, solamente actúa Dios porque es quien la sabe cuidar de verdad para hacerla fructificar a su tiempo. 

En su sencillez, esta parábola de la semilla que crece sin que nadie sepa cómo, nos invita a estar muy atentos a lo que Dios hace en la vida de las personas, en las situaciones de cada día y en el curso del mundo, para que así comencemos a caminar hacia una fe que sabe de amores porque se fía de Dios, que sabe de esperas porque en Él no queda defraudado, y que sabe de apuestas porque con Él todo lo puede. 

Que Jesús nos diga que la semilla más pequeña puede convertirse en un árbol grande que cobija la vida, está advirtiéndonos que la auténtica grandeza humana y la verdadera fortaleza de las cosas surgen de aquella sencillez y simplicidad que provienen de Dios, por eso casi siempre pasan desapercibidas o no les damos la importancia debida. Y no es que debamos descuidar el valor que tienen las cosas grandes, brillantes, sobresalientes y atractivas, sino que allá, donde surge la auténtica vida que fecunda el mundo y hace que cobre sentido la existencia, siempre descubrimos la pequeña chispa germinal de un Dios que a nada ni a nadie niega su gracia. 

En su simplicidad, esta parábola de la semilla más pequeña, nos invita a estar muy atentos al don que Dios ha dado a cada persona, al don que ha puesto en las realidades de este mundo y al don que Él hace surgir a cada instante, para que nos dispongamos a una fe que sabe de fecundidad porque trabaja con las mismas manos de Dios, que sabe dar porque de Él aprendió la generosidad, y que sabe de esperanzas porque se ha curtido en el corazón misericordioso del Señor. 

Que nos atrevamos a dejar actuar a Dios en nuestras vidas y en la vida de las demás personas, para que su chispa, su gracia y su don, vuelvan fecunda nuestras casas, nuestras cosas, los caminos y senderos, en cada momento de la existencia.