sábado, 30 de marzo de 2019

Cuaresma... Caminar hacia el Abrazo del Padre...

Escrito por Dolores Aleixandre

"Conocemos la parábola del “hijo pródigo” por la etapa oscura del hijo menor, pero olvidamos que este personaje pasa en la narración por un proceso que desemboca en el momento final en que su padre corre a su encuentro y lo cubre de besos. El verbo griego que usa Lucas (katafilesen) indica efusión, ternura y contacto físico y eso nos permite hablar del “hijo cubierto de besos”.

El itinerario es largo y está colmado de incidencias que recorre antes de fundirse en un abrazo con su padre...

En el principio era el vacío:
Un vacío provocado por la ausencia de alimento y experimentado como hambre (v.16), se convierte en el punto de partida de su deseo de retornar a casa...
A partir de ese momento, toda carencia simbolizada por el hambre, la sed, la fragilidad, la pobreza o la esterilidad, se convierten paradójicamente en ocasión de que Dios vuelque en ese vacío toda su misericordia.

Entrando en sí… (v.18).
Podríamos decir que el hijo menor “entró en su qereb”, un término hebreo que evoca el centro de un ser vivo, lo que hay dentro de él: vísceras, entrañas, interioridad e intimidad. Y a la vez podríamos considerar este indicio como la versión lucana de la recomendación de Mateo sobre la oración: Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, cerrando la puerta, ora a tu Padre que está en lo escondido. Y tu Padre que mira en lo escondido, te recompensará (Mt 6,5-6). En ese espacio íntimo y secreto  donde tomamos las opciones más decisivas, no estamos ya más que bajo la mirada del Padre. Para acceder a él, hay que realizar un desplazamiento de lo exterior a lo interior (entra en ti mismo, entra en tu aposento), y tomar después una decisión de ruptura y separación (cierra la puerta). 

A partir de ahí, se inaugura un nuevo modo de relación con el propio yo: el personaje anterior se ha quedado fuera y el sujeto que está “en lo escondido” ya no está bajo la mirada de otros, sino solamente ante la de ese Padre que es también Madre.

La decisión:
Me pondré en camino hacia la casa de mi padre (v.18) El viaje a la propia interioridad y la transformación que tiene lugar ahí, se verifican en la conversión, en la vuelta a la casa paterna...

El abrazo del Padre: 
Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. (v.18).

Y mientras que el hijo camina, el padre corre... El abrazo y los besos del padre hicieron innecesario cualquier discurso para su hijo. Estaba naciendo de nuevo, quizá por eso Rembrandt pinta su cabeza hundida en el seno de su padre, como hundiéndose de nuevo para renacer en el útero materno. La declaración del padre sobre lo que ha ocurrido con su hijo, es inequívoca: “Este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida” (v. 24). Estaba aconteciendo aquello que Nicodemo había escuchado de labios de Jesús: “No te extrañe que te diga: tienes que nacer de nuevo” (Jn 3,7). La 1ª Carta de Pedro recoge así esta experiencia: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado para una esperanza viva…”(1Pe 1,8)

sábado, 23 de marzo de 2019

Dios Jardinero...

Este texto ha sido escrito por Miguel Tombilla Martínez

En la parábola de este III domingo de Cuaresma, en el corazón de este camino hacia la Pascua, nos encontramos con un relato en el que Jesús rompe la unión entre castigo y que pecado. 

Comienza con la noticia de los galileos que fueron ejecutados por Pilato y los 18 que fueron sepultados por la caída de una torre en Siloé. Muchos pensaban que la muerte violenta era el precio de sus pecados, pero Jesús rompe esta relación falsa con una parábola en la que él mismo se convierte en jardinero. 

Una higuera plantada en un viñedo que lleva tres años sin dar un triste fruto. El dueño, cansado de la esterilidad, le pide al viñador que la corte para poder utilizar ese lugar y plantar algo que dé fruto. Y aquí se sitúa lo más sorprendente: el viñador, contra toda lógica, insiste para que la higuera permanezca. Él mismo se encargará de cavar y abonar. Él mismo regalará sus cuidados al árbol bueno que no daba frutos. Una intercesión cuidadosa que, suponemos (el relato no lo dice), regala un tiempo precioso a la higuera y compromete al Hijo del hombre en su cuidado. 

Tres años sin fruto y, a pesar de ello, Dios se empecina en seguir insistiendo con el mimo que sólo Él puede prodigar, a fondo perdido y confiando en que la savia haga brotar los higos benéficos para la higuera y los seres humanos. 

Dios jardinero de nuestras esterilidades y cansancios, de nuestro pecado y tristeza. Dios de los tres años de mimos y de los tres días de sepulcro que hace brotar la vida del sepulcro asesino y convierte la esterilidad del palo de la cruz en árbol de fruto increíble. 

Dios jardinero que sale a nuestro encuentro, amoroso siempre, rompiendo la triste relación entre pecado y muerte.