Escrito por Patxi ÁLVAREZ DE LOS MOZOS, SJ
El descanso cristiano, como las demás dimensiones de nuestra vida, encuentra su ubicación adecuada desde nuestra condición de hijas e hijos de este Dios y seguidores de Jesús. Hay quien entiende que el descanso es el momento de hacer lo que nos viene en gana. Para los cristianos es más bien la ocasión de dar su auténtico relieve a lo que somos nosotros, a lo que son los demás y a lo que es la primacía de Dios. Por tanto, tiempo para ser.
El séptimo día es el tiempo en el que Dios deja a las cosas que sean, como diferentes de Él, autónomas y consistentes, y disfruta con ellas.
Es también tiempo para el desarrollo de los seres humanos, para construir fraternidad, familia, hogar. Así lo entendieron los judíos, quienes probablemente hayan sido capaces de mantener su identidad como pueblo durante tantos siglos de diáspora y persecución gracias a su meticuloso respeto del sábado. Y es también tiempo sagrado, tiempo privilegiado para dirigir nuestra mirada hacia Dios, para comprender desde él el sentido de las cosas.
Tal vez sean éstos, pues, los tres ejes que estructuran el sentido último del descanso:
– Tiempo para dejar a las cosas que sean y gozar con ellas, para permitir también que lo humano nuestro se desvele y resplandezca. Un espacio para cultivar activamente la pasividad.
– Tiempo para los demás, para disfrutar de las relaciones humanas, para celebrar y acrecentar la unión fraterna, para saborear alegrías y tristezas ajenas.
– Tiempo para Dios, para asomarnos al misterio que late en lo profundo de la vida y rendirnos ante él, para descalzarnos ante lo sagrado y contemplar.
Las jornadas de Jesús parecen especialmente agotadoras: le presentan muchos enfermos para que los toque y los cure, son muchas las personas que acuden para escucharlo, lo reclaman de todas partes, se le resisten los espíritus inmundos... No cabe duda de que al finalizar el día Jesús debía de estar rendido. Sabía por experiencia de cansancios y agobios, pero del mismo modo sabía hacerse huecos para reparar las fuerzas, para volver a contactar con el sentido de su vida y su misión, para ser él mismo.
Es la lucidez que proporciona una mirada profunda, reparada en una paz buscada. Para Jesús, el descanso, entre otras cosas, es un momento de restauración y rehabilitación personal que le permite zambullirse de nuevo en lo cotidiano con mayor energía. Tal vez por ello nunca pierde el norte, siempre está preparado, listo, dispuesto a dar lo mejor de sí y a responder en la dirección adecuada.
Creo que en nuestro tiempo, por el contrario, ansiamos evadirnos de la realidad. Tenemos una necesidad compulsiva de huir de lo cotidiano. Sentimos que la vida concreta, con sus límites y sus demandas, nos constriñe y hastía, y buscamos otros espacios de realización.
Tal vez la contemplación del modo de descansar de Jesús nos ayude a orientar adecuadamente el nuestro:
– Puede ser, efectivamente, un tiempo para reparar nuestras fuerzas, para reposar y recuperar nuestro ritmo vital. Dormir, pasear, leer plácidamente, escuchar, dejar a las cosas que sean, practicar una saludable pasividad. Tal vez para ello necesitemos aprender a perder el tiempo en actividades no productivas, pero sobre las que se apoya toda biografía que valga la pena construir.
– Puede ser también un tiempo para contactar con nuestro propio cuerpo, para dejar que nos hable de sus tensiones, de sus miedos, de sus heridas y sufrimientos, de sus alegrías, de su armonía o de su ruptura interna... Cuidarlo como calladamente nos sugiere. Probablemente para ello necesitemos paciencia y silencio. Descansar así ¿no será, hasta cierto, punto un arte?
– Por último, como Jesús haría al final del día, el descanso es un momento privilegiado para dejar posar los acontecimientos, para repasar rostros, encuentros, decisiones, actitudes... una ocasión para el agradecimiento de lo vivido, para la reconciliación con lo no deseado, pero que forma parte inseparable de mí; para recordar –volver a pasar por el corazón– lo vivido. Podemos recuperar la armonía y alcanzar una mayor profundidad en nuestra vida, una mayor sabiduría; pero para ello deberemos hacer como María, que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón».
Y, frente a ello, la necesidad de conversión, de volver el rostro hacia Dios:
– Dedicándole tiempo, espacio, lugar en mi existencia para estar gratuitamente con Él, para disfrutar de su presencia en mi vida, para respirarlo y gozarlo. El descanso puede favorecer de modo especial el cultivo de la mirada profunda sobre la vida, que nos permite descubrir en ella sus aspectos esenciales, tantas veces ocultos, el tinte de amor que cobra la realidad cuando nos asomamos a ella en sintonía con lo divino.
– Descanso para celebrar con pasión lo sagrado de nuestra existencia: la amistad, la entrega y el sacrificio, los recuerdos alegres o tristes del pasado, los encuentros, el misterio de la vida, al que nos acercamos desde los símbolos que convocamos en nuestras fiestas.
– Tiempo para contemplar la naturaleza, para dejarse deslumbrar por su desmesura, por su armonía y su suavidad, para permitir que su sabiduría y sus milagros nos invadan, para penetrar en el misterio de amor que encierra. Eso puede ser un bálsamo en medio de nuestras urbanizaciones, tantas veces hedonistas, aislantes, autosuficientes, contaminadas e inaccesibles.
De este modo, el descanso también puede constituir un tiempo privilegiado para tratar con el Señor, para alegrarnos con su presencia, para hacerle hueco en una vida que muchas veces tiene demasiadas ocupaciones y a la que le falta reposo y quietud para gozar del sentido de las cosas y los acontecimientos.