sábado, 23 de junio de 2018

Manifestar lo que Dios ha puesto en nuestro corazón...


Publicado por Equipo CEP-Venezuela - www.cepvenezuela.com

Es muy especial la forma como se gesta la vida de Juan Bautista. Su papá, el bueno y gran Zacarías, envejeció tras el anhelado deseo de tener un hijo. Dios quiso sacarlo de su desdicha (Lc. 1,5-22), pero Zacarías se había aferrado a su deseo y a su concepto de la vida que terminó por quedar impedido para descifrar el momento de Dios, por eso se quedó mudo. No podía comunicar la vida, estaba anclado en el pasado. 

Isabel, su esposa, que también había envejecido tras su esterilidad y la espera anhelada del favor de Dios, al encontrarse embarazada pudo reconocer que el Señor la sacaba de su desgracia, y exclamó: esto ha hecho mi Dios para liberarme del oprobio del mundo (Lc. 1,25). Ella supo descifrar el tiempo de Dios en su vida y en la vida de los demás (Lc. 1,42-45). Por eso pudo experimentar en carne propia la alegría compartida. La alegría que no se vuelve envidiosa sino que se regocija con la dicha ajena (Lc. 1,58). 

“Este niño se llamará Juan”, dijo su mamá, y su papá recuperó el habla para reafirmarlo. El nombre de Juan significa: Dios tiene compasión; Él inclina su corazón al que lo necesita. Este acontecimiento produjo cierto temor en la comarca. Todos se preguntaban: ¿qué va a ser de este niño? Porque la mano de Dios está con él. De igual modo podemos preguntar por lo que empezó a ser nuestra vida desde niños y lo que sigue siendo hoy día, porque la mano de Dios puso entonces algo especial en nuestro corazón. 

La figura viva, austera y cercana del Bautista es cautivadora. Él propondrá un modo de ser desprendido de privilegios, de ropajes, de razonamientos retorcidos. Nos invitará al encuentro directo y sencillo con las personas y con el mismo Dios. Él despertará el deseo de autenticidad. Por eso el Bautista nos moverá a sumergirnos bien adentro de nosotros mismos para que salga a flote la mayor bondad y la mejor verdad que alberga nuestra vida interior. 

El Bautista nos revelará que Dios inclina su corazón hacia todos sus hijos y, que de nuestra parte, sólo hace falta ser capaces de hacerle lugar a Él, sin desvirtuar su misericordia, enseñándonos a cooperar con lo que Dios quiere para cada uno de nosotros. Y nos mostrará también el camino que nos conduce al encuentro directo y expreso con Jesús. 

Que nos atrevamos a sacar fuera lo que la Mano de Dios ha puesto en nuestro corazón, para inaugurar caminos nuevos y abrirnos a la auténtica alegría que transforma incertidumbres y provoca la esperanza. Y así aprendamos del Bautista, aquella libertad que nos capacita para vivir “suspendidos entre la angustia de la muerte y la esperanza de una plenitud anticipada”.

sábado, 16 de junio de 2018

EL HOMBRE QUE POSEÍA LA SABIDURÍA DE “NO SABER”


Sucede con el reino de Dios lo que con la semilla que un hombre echa en la tierra. 
 Duerma o vele, de noche o de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo.
  La tierra da fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. 
Y cuando el fruto está a punto, en seguida mete la hoz, porque ha llegado la siega. 
-Mc 4, 26-29-

Texto escrito por la hna Dolores Aleixandre -rscj-

Esta parábola suele ser conocida como la de "la semilla que crece por sí misma",   pero mi propuesta es llamarla: el hombre que poseía la sabiduría de “no saber”,  y acercarnos a este personaje como a un maestro de sabiduría y discernimiento.

"Miren a ese hombre, parece decir  Jesús: actúa y decide intervenir justo en el momento que le corresponde: "siembra" la semilla y, al final, "mete la hoz" cuando llega el momento de la siega. Pero sabe que hay un periodo de tiempo en el que a él no le toca hacer nada, sino que es la  tierra la que "por sí misma" hace que la semilla  germine y crezca y dé fruto. Y todo eso acontece mientras él "duerme y se levanta" tranquilamente, sin empeñarse en dirigir unos ritmos que escapan a su control".  Es la convicción del orante del Salmo 127,2: Es inútil que madruguen, que retrasen  el descanso, que coman un pan de fatigas: Dios lo da a sus amigos mientras duermen.

Imaginemos a aquel hombre, sentado junto al lindero de su campo en el que aún no aparece ni  una brizna de hierba. Para los demás,  aquel campo está vacío, pero él está ya contemplando las mieses ondeando en él. No es un iluso: la apariencia da la razón a los que miran superficialmente,  pero la realidad  se la da a él que ha sembrado ese campo y confía en el dinamismo oculto de las semillas. ¿No es una preciosa parábola de lo que es la pura fe? También Noé, tierra adentro, se puso a construir un arca, quizá ante la burla de sus vecinos: “¡Estás loco, Noé! ¿No ves que nunca habrá aquí agua para que flote tu arca?” Pero él actuaba apoyado en la fuerza de la palabra que anunciaba un diluvio, lo mismo que los discípulos confiarán en la palabra de Jesús y echarán la red para pescar, más allá de toda evidencia ( Lc 5,5).

Vamos a detenernos en una frase central en la parábola: todo acontece “sin que él sepa cómo”.  Hay una larga tradición bíblica referida al “no saber”, como si desde los orígenes los hombres y mujeres más lúcidos nos pusieran alerta ante los peligros que se encierran en la ambición humana de hacer del “saber” un instrumento de dominio y  control.

 En los relatos de creación, es precisamente la avidez  por probar el fruto del “árbol del conocimiento” lo que provoca la pérdida del jardín (Gn 3,6); cuando Moisés pide conocer el nombre de Dios (Ex 3,13) recibe una respuesta negativa y sólo lo encontrará cuando entre en una nube (Ex 34,2.5), que permite oír pero no ver, símbolo elocuente de la imposibilidad de apoderarse a través de la vista de un Dios a quien sólo se puede escuchar y acoger.

Las primeras palabras que pronuncia María en la escena de la anunciación se inscriben en esa  esfera del “no saber”: “No conozco varón”, dice ella y,  parafraseando una frase de San Ireneo   podríamos decir: “Lo atado por el “querer saber” de Eva fue desatado por el “no saber” de María”. Jesús afirma desconocer el tiempo señalado por el Padre (Mc 13,32) y recordará a Nicodemo: “El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,32). La Primera Carta de Pedro vuelve a insistir sobre esta “vía negativa”:    “Todavía no lo han visto, pero lo aman; sin verlo creen en él, y se  alegrarán con un gozo inefable y radiante” (1Pe 1,8)…

No lo estaba el hombre de la parábola, atento para saber cuándo llegaba la sazón del fruto para meter la hoz. Poseía la difícil sabiduría del ritmo entre actividad y quietud , la sabiduría que hacía decir a Edith Stein:  “Hay un estado de descanso en Dios, de total suspensión de toda actividad del espíritu,  en el que no se pueden concebir planes, ni tomar decisiones, ni aun llevar nada a cabo, sino que, haciendo del porvenir asunto de la voluntad divina, se abandona uno enteramente a su destino (…)  El descanso en Dios es un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que la acción entraña de doloroso, de obligación y de responsabilidad. Cuando me abandono a este sentimiento me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, a impulsarme hacia nuevas realizaciones. Este exceso vital me parece ascender de una Actividad y de una Fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí. La única suposición previa necesaria para un tal renacimiento espiritual parece ser esta capacidad pasiva de recepción que está en el fondo de la estructura de la persona”. 

El protagonista de esta parábola vivía en contacto con esa “capacidad pasiva de recepción”…