sábado, 25 de enero de 2020

Jesús, en la Normalidad de la Vida Invita al Seguimiento...


Escrito por Miguel Tombilla

En Neftalí y Zabulón, junto al lago, es dónde Jesús está a gusto, dónde llama a los suyos, dónde comienza a anunciar el Reino. Y Él es la luz en medio de esas tinieblas, de la oscuridad de una sociedad descreída y para muchos condenada. Profecía cumplida después de los siglos y Palabra de salvación realizada.

En el lago de los trabajos cotidianos llama a los discípulos y en la normalidad de la vida los invita al seguimiento. Y ellos perciben la luz en medio de las tinieblas, en esa Galilea de los gentiles, y su vida cambia. Y ya no pueden seguir haciendo lo que antes hacían...
Ya no pueden seguir viviendo como antes vivían...
porque ya conocen la diferencia entre lo antiguo y lo nuevo.

Galilea de los gentiles también hoy:
Tiempo de salir de nuestros Jerusalenes fríos y decadentes,
Tiempo de salir de un Dios encerrado y manipulador. 
Tiempo de encontrarnos en el lago con la brisa que renueva y hace revivir. 
Tiempo de hacer de lo cotidiano el lugar de la manifestación del Señor que nos sigue llamando por nuestro nombre. 

Galilea de los gentiles, de redes, luces, tinieblas, llamadas y esperanzas.
En Neftalí y Zabulón, camino del mar.

sábado, 18 de enero de 2020

El Espíritu tan Sólo Quiere Nuestro Bien, tan sólo Quiere que Tengamos Vida y Vida en Abundancia

Domingo segundo del tiempo ordinario
Escrito por Toni Catalá SJ


Juan Bautista bautizaba con agua para purificar y preparar al pueblo para el juicio inminente. Jesús nos bautiza con Espíritu Santo, nos sumerge en “la fuente de mayor consuelo” (Secuencia de Pentecostés [SP]), para liberarnos de todo mal y llevarnos a la Fuente de la Vida. El nuevo bautismo es arraigar la vida en la libertad de hijas y de hijos del Dios Vivo. No hemos recibido un espíritu de temor, nos dirá San Pablo, los temores constriñen y paralizan la vida, sino un espíritu que siempre viene en auxilio de nuestra debilidad, espíritu que es “gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos” [SP] espíritu que nos abre a la vida.

Este segundo domingo del tiempo ordinario el evangelio que proclamamos es otra vez una vuelta sobre todo lo que aconteció en el Bautismo y en la relación de Jesús con Juan Bautista, pero desde la perspectiva y experiencia de la comunidad del apóstol Juan. Decíamos el domingo pasado que para esta comunidad ya han pasado muchos años de vivencia eclesial y comunitaria. Ahora caen en la cuenta de que ese Jesús, que fue bautizado con agua por el bautista, es ahora él quien nos bautiza, nos entrega, nos sumerge, en el ámbito del Compasivo, de la Trinidad Santa, del Implicado en nuestra historia de alegrías y duelos. Ese ámbito en el Santo Espíritu es ese “no se qué que queda balbuciendo” (Juan de la Cruz) cuando nos sentimos queridos en la raíz de nuestro ser criaturas agraciadas.

Ya no nos sumergimos en aguas purificadoras sino es ahora el Santo Espíritu el que se sumerge en nosotros “para llenar nuestro vacío, para sanar nuestros corazones enfermos, para dar calor de vida en el hielo de nuestros corazones y de nuestro mundo tantas veces frio e inhóspito” [SP]. Este espíritu es el don en el que nos movemos, existimos y somos, que podemos percibir y que podemos y debemos dejarnos conducir por él.

El don del Espíritu del Señor Jesús es nuestras vidas siempre es un profundo sentimiento de paz, alegría y consuelo hondo. Este  Espíritu tan sólo quiere nuestro bien, tan sólo quiere que tengamos vida y vida en abundanciaLa turbación, la falta de tranquilidad interior, el miedo, la pusilanimidad, la fijación obsesiva y “neurótica” a las normas, olvidando que estas siempre son la expresión de valores que son los que tenemos que vivir con libertad, no son del Santo Espíritu, sino como diría San Ignacio del mal espíritu, del espíritu de mentira y autoengaño. 

Vivir como “bautizados con Espíritu Santo” supone adiestrarnos en el “discernimiento de espíritus”, adiestrarnos en percibir en que es lo de Jesús y que es lo del “mundo” y la mejor manera de hacerlo en este momento litúrgico del tiempo ordinario es estar atentos a cómo se sitúa Jesús por los caminos de Galilea: qué dice, qué hace, sin darlo por sabido, estando a la escucha, acompañándolo, contemplando, deseando que nos contagie sus sentimientos, no metiendo el yo por en medio sino dejando que él entré en nosotros. Esto no es asunto de voluntarismos sino de sencillez de corazón para dejarnos invadir por su Santo Espíritu.


sábado, 11 de enero de 2020

Bautismo de Jesús: sumergirnos en la Ternura del Padre

Escrito por Eloi Leclerc

"Lo que experimenta Jesús, en su Bautismo, es una cercanía de Dios maravillosa y verdaderamente inaudita.
Se ve sumido en el misterio de Dios: un misterio de relaciones, en cuyo interior es saludado y reconocido como un «tú» en la atmósfera de un «nosotros». En la intimidad y en la unidad de un «nosotros». «Tú eres mi Hijo amado...»: estas palabras, que proporcionan a Jesús la revelación plena y completa de su ser profundo, hacen que tome plena conciencia, si es que aún era necesario, de su relación única con Dios.

Pero al mismo tiempo, Jesús percibe claramente su misión. Se ve escogido por Dios para comunicar a los hombres esa revelación única que él acaba de recibir y que les concierne también a ellos. Porque, aun cuando la Palabra que ha escuchado le designa personalmente a él como «el Hijo amado», va más allá de él. Dicha Palabra no penetra en él como un secreto que tenga que guardar celosamente para sí, sino más bien como un alegre mensaje que, a través de él, se dirige a todos los seres humanos. En esta proximidad única e insuperable de Dios que él experimenta, está implícita la revelación del amor de Dios a los hombres y la nueva cercanía de Dios a su pueblo.

En ese instante se le manifiesta todo el designio divino. En Jesús, Dios se ha acercado al hombre de una manera inaudita; se ha unido a la humanidad como nunca lo había hecho: radicalmente. Y por eso, en adelante ya nada podrá separarla del amor del Padre. En el momento en que Jesús experimenta en plenitud su filiación divina, se abre a la pasión amorosa de Dios por el hombre y hace suyo el movimiento de Dios hacia el hombre, su ternura, su «humanidad». Y su misión consistirá en revelar a los hombres la ternura  de Dios…

domingo, 5 de enero de 2020

Han sentido la Necesidad de “Buscar”...

Escrito por Clemente Sobrado


No siempre un mismo camino es el de ida y de regreso. Puede que cuando crees haber llegado al final de tu camino, a Dios se le ocurra que regreses por otro nuevo. Es que en la vida hay muchos caminos.
Los tuyos y los de Dios.

Los de búsqueda y los de regreso luego del encuentro. Este fue el camino de estos Tres Magos venidos de no sabemos dónde...

Sabemos qué buscaban, pero no sabemos su punto de partida. Porque la búsqueda puede partir de cualquier lugar. ¿Eran del Oriente? Yo prefiero decir: “eran del mundo”.

Es que en la vida hay muchos caminos. Los tuyos y los de Dios. Los de búsqueda y los de regreso luego del encuentro. Este fue el camino de estos Tres magos venidos de no sabemos dónde de conservar caminos.

Estos tres magos han sentido la necesidad de “buscar”. Buscar al que otros también esperaban, pero que se olvidaron de buscar. Era la búsqueda del corazón. Y era la búsqueda a través de los signos. Todo parece que fue muy fácil, sólo cuando ya estaban a punto de llegar, el camino se pierde porque se pierde la señal.

Es que las crisis de la fe pueden darse en cualquier momento y en cualquier recodo del camino. Y a veces son crisis al comienzo del camino. Otras, al final, cuando uno ya está como para tocarlo con la mano. Como en todo camino, hay momentos de alegría y felicidad. Y hay momentos de duda, de tristeza, de angustia. Y no es que uno no quiera creer. Sencillamente son situaciones en que las señales que marcan la dirección se pierden. Se oscurecen.

“Tarde o temprano llegará un ángel y tu jornada habrá llegado a su término”. En su oscuridad no se arredran, ni vuelve sobre sus huellas.

Es el momento de las preguntas.
Es el momento en el que, incluso quien se niega a buscar, puede convertirse en señal que vuelve a señalar la ruta.
Porque hasta los malos pueden luz.
Porque hasta los que viven desinteresados pueden ser faros de orientación.
Eso fue lo que hicieron los Magos.
Entrar en Jerusalén.
Y preguntar a quién menos interés tenía por el nuevo rey de los judíos, a Herodes.

Y de nuevo aparece la estrella. De nuevo se ilumina el camino. Y de nuevo siguen alegres, peregrinos de Dios, hasta que llegan a la cuna del Niño. Los caminos de búsqueda de Dios pueden tener paisajes maravillosos. Pueden estar llenos de flores en los campos. Y pueden ser escarpados. Con un cielo que se oscurece. Con un Dios que pareciera se ha escondido. La fe tiene momentos de luminosidad, y momentos de oscuridad. Y a Dios también se le encuentra en la oscuridad de la noche.

Cuando ya habían aprendido el camino, ahora Dios los manda regresar por otro nuevo y desconocido.
El camino de la búsqueda ya no sirve para el regreso.
Ya no es el camino que va al encuentro.
Es el camino de haber encontrado.

Nadie que haya conocido a Dios, puede seguir por el mismo camino de antes.
Nadie que se haya encontrado realmente con Dios puede andar los mismos caminos del pasado. Porque ahora es el mismo Dios quien se hace tu camino.
Un camino que ya no depende de una estrella, de una señal.
Es el camino de quien ha llegado y ha dejado que Dios se haga luz en su corazón.
Es el camino no del que busca, sino el camino que se convierte en vida, en una nueva visión, en una nueva realidad vital.

No se puede encontrar a Dios y seguir igual.
Cuando uno se ha contagiado de Dios, la vida ya no es la misma.
Cuando uno ha visto a Dios, aunque sea en la pobreza de un pesebre, los ojos ya no ven lo mismo.
Cuando uno ha escuchado a Dios, la vida tiene otra música.
Cuando uno ha sentido a Dios en su corazón, la vida se llena de caminos y todos son caminos de Dios.

Algunas preguntas que pueden ayudar para un momento de oración:
  • ¿Estás en el camino de ida o de regreso?
  • ¿Estás en el camino de búsqueda o del encuentro?
  • ¿Estás en tus viejos caminos o andas ya por los nuevos caminos donde Dios mismo se hace tu camino?
  • ¿Tratas de andar los caminos por donde andan todos, o andas por ese nuevo camino donde escuchas la voz de Dios en tu alma?

sábado, 4 de enero de 2020

Nuestro Dios es un Dios que está enamorado de nuestra pequeñez...

Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros,
 y hemos contemplado su gloria: 
gloria propia del Hijo único del Padre, 
lleno de gracia y de verdad.
Escrito por el P. Diego Fares -sj-

Para contemplar con el Prologo de Juan, una metáfora, un poco de neurociencia y un poema...

A algunos, Navidad, les parece un sueño de niños. Y es verdad. Eso sí, los sueños de niño son los más verdaderos de la vida, los que intuyen lo esencial.

Está el que soñó ser santo, la que soñó ser maestra y el que soñó ser bombero…

Los sueños que soñamos de niño nos llevan de la mano en la vida, nos indican misteriosamente a qué debemos ser fieles y a qué no y cuando somos fieles a lo que soñamos ser de niños la alegría se enciende en nuestro interior.

Estas imágenes de los sueños de niño surgen de la contemplación del evangelio de hoy, que nos viene a decir que creemos en “un Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez”. Esta frase la venimos saboreando desde hace tiempo. Fue en el Adviento del 2004. Me gustó cuando la leí en una reflexión navideña de la Hna. Marta y la pusimos en la tarjeta de Navidad de ese año en el Hogar. Salió también en la contemplación del primer domingo de Adviento de aquel año:

“Dejar allí, en mi corazón pesebre, un lugarcito para sentir que Él se sentirá a gusto, que le gustará estar de nuevo en mi casa, en mi corazón, porque El no le hace asco a mi ser poca cosa, todo lo contrario, se siente bien conmigo y con nosotros.
Porque Él es un Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez …
Esta es una hermosa imagen de la Eucaristía.
Un Dios que se hace pan, un Dios que se queda escondido en un sagrario, un Dios así pequeñito no puede ser sino un Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez”.

Y al Cardenal Bergoglio le gustó la frase de la tarjeta que le mandamos y usó la imagen en su prédica de aquella Nochebuena:

En el relato del nacimiento de Jesús, que acabamos de escuchar, cuando los ángeles les anuncian a los pastores que ha nacido el Redentor les dicen: “...y esto les servirá de señal encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre...” Esta es la señal: el abajamiento total de Dios. La señal es que, esta noche, Dios se enamoró de nuestra pequeñez y se hizo ternura; ternura para toda fragilidad, para todo sufrimiento, para toda angustia, para toda búsqueda, para todo límite; la señal es la ternura de Dios y el mensaje que buscaban todos aquellos que le pedían señales a Jesús, el mensaje que buscaban todos aquellos desorientados, aquéllos que incluso eran enemigos a Jesús y lo buscaban desde el fondo del alma era éste: buscaban la ternura de Dios, Dios hecho ternura, Dios acariciando nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez” (Desgrabación de la homilía del 24 de diciembre de 2004).

Estanislao Bachrach, en su Bestseller “AgilMente”, dice que las metáforas descansan el cerebro: “El cerebro no sabe leer: ve pequeñas imágenes y las reconoce y dice “esto es una A, esto es una R”. El cerebro lo que conoce son imágenes, y éstas consumen mucho menos energía que las palabras. Las metáforas o historias son formas habladas o contadas de poner imágenes: contar un proyecto con una historia o una metáfora lo resume muy bien y es muy eficiente para ahorrar energía (…) Cuando se estudia a los ejecutivos más eficientes, se puede ver que tienen la capacidad natural o aprendida de simplificar las cosas complejas: un proyecto de 200 conceptos y variables, resumirlo en 6 palabras. Un ejemplo de lo que sería simplificar: cuando los escritores de la película ALIEN, fueron a buscar dinero a Hollywood, entraron al estudio y dijeron: ‘La película Tiburón, pero en el espacio’.”

Bueno, esto para usar el lenguaje de la Neurociencia (que descubre la pólvora que ya había descubierto Aristóteles con eso de que “pensamos resolviendo los conceptos en imágenes” y que “crear metáforas es signo de la mayor inteligencia”).

La imagen de un “Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez” le permite al Niño descansar en nuestra mente como en su pesebrito y nos simplifica el trabajo de leer el prólogo de Juan, que no deja de ser fatigoso en conceptos si no sabemos leerlo contemplativamente, mirando las imágenes que utiliza. Conceptualmente, Juan nos viene a decir que Jesús es Dios, es la Palabra que está escondida en el origen de toda la creación y de toda creatura, y ese origen todopoderoso, capaz de crear el universo entero no tiene problemas en hacerse carne y habitar entre nosotros. No solo no le queda chica la creación sino que se siente cómodo creciendo en el vientre purísimo de María, siendo recostado en un pesebrito, viviendo en Nazareth y hasta en la incomodidad cruenta de la Cruz: nada de lo creado hace mella en su grandeza.

La metáfora del Dios enamorado de nuestra pequeñez contiene muchas imágenes que descansan y hacen bien porque nos liberan de otras imágenes que, con sus contradicciones, nos inquietan y atormentan. La imagen de la pequeñez de Dios expulsa con su lucecita las tinieblas de sentirnos habitando un planeta microscópico perdido en la oscuridad del espacio en vertiginosa y muda expansión hacia la nada. Nuestra mente, en vez de dispersarse hacia el vacío se concentra en la vida que late en el interior del universo, vida que resume toda la historia del cosmos y la sintetiza en la fragilidad de la carne humana. No buscamos a Dios en el vacío del cielo sino en los ojos de un niño que nos sonríe, en cuyas pupilas se abre la puerta para que “El que está encima de los cielos” irrumpa en nuestra historia.

La pequeñez no se ve avasallada por la grandeza sino que, por el contrario, la contiene. Lo verdaderamente grande es lo cualitativo, lo que unifica y simplifica grandezas espaciales y las vuelve vida, al no dejar que se dispersen.

La imagen de un Dios enamorado de nuestra pequeñez espanta esas imágenes de dioses todopoderosos, castigadores, obsesionados por imponer su autoridad y controlar a los humanos. Estas imágenes se pegaron a lo largo de la historia al cristianismo pero siguen chocando contra la roca de las tres imágenes centrales del evangelio de Jesús: la del niño en el Pesebre, la de Jesús crucificado y la del Señor resucitado saliendo al encuentro de nuestra cotidianeidad.

Ahora bien, la clave de la metáfora no está en la pequeñez en sí misma sino en la palabra “enamorado” con su aporte de dulzuras, de sueños y ternuras.

Estar enamorado son dos palabras pequeñitas que contienen un universo de imágenes y nos abren la puerta para que entre el mismo Dios. No hay como releer a Francisco Luis Bernárdez para descubrir en esta metáfora la fuente de agua viva de todas las metáforas. Puede ayudarnos contemplar al Niño y sentir y gustar lo que vale esta metáfora “estar enamorado” para que se nos revelen los sentimientos de Dios para con nuestra pequeñez:
  • Estar enamorado, amigos, es encontrar el nombre justo a la vida.
  • Es dar al fin con las palabras que para hacer frente a la muerte se precisa.
  • Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel en que el alma está cautiva.
  • Es levantarse de la tierra con una fuerza que reclama desde arriba.
  • Es respirar el ancho viento que por encima de la carne respira.
  • Es contemplar, desde la cumbre de la persona, la razón de las heridas.
  • Es advertir en unos ojos una mirada verdadera que nos mira.
  • Es escuchar en una boca la propia voz profundamente repetida.
  • Es sorprender en unas manos ese calor de la perfecta compañía.
  • Es sospechar que, para siempre, la soledad de nuestra sombra está vencida.
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  • Estar enamorado, amigos, es padecer espacio y tiempo con dulzura.
  • Es despertarse una mañana con el secreto de las flores y las frutas.
  • Es libertarse de sí mismo y estar unido con las otras criaturas.
  • Es no saber si son ajenas o son propias las lejanas amarguras.
  • Es remontar hasta la fuente las aguas turbias del torrente de la angustia.
  • Es compartir la luz del mundo y al mismo tiempo compartir su noche obscura.
  • Es asombrarse y alegrarse de que la luna todavía sea luna.
  • Es comprobar en cuerpo y alma que la tarea de ser hombre es menos dura.
  • Es empezar a decir siempre, y en adelante no volver a decir nunca.
  • Y es, además, amigos míos, estar seguro de tener las manos puras.
Me quedo hoy con la imagen de “Es encontrar el nombre justo a la vida”. Nombrar a Dios con el Nombre santo de “Enamorado de nuestra pequeñez” nos permite descansar en la imagen primordial del Niño recostado en el Pesebre, arropado por María, protegido por José… 

Esa imagen de creaturas amadas y cuidadas es la más real de nuestra vida. Eso somos, así nacimos, gracias a esos cuidados amorosos crecimos y siempre estamos necesitados de ellos. Somos pequeños y deseamos ser “amados en nuestra pequeñez”. Enamorada es aquella persona a la que le encanta conocer y compartir los detalles más insignificantes de nuestra vida. 

Que Jesús sienta ese amor por nosotros nos revitaliza y nos llena de alegría el corazón...

miércoles, 1 de enero de 2020

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ



MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ  
-1 DE ENERO DE 2020 –

LA PAZ COMO CAMINO DE ESPERANZA: DIÁLOGO, RECONCILIACIÓN Y CONVERSIÓN ECOLÓGICA

 1. La paz, camino de esperanza ante los obstáculos y las pruebas La paz, como objeto de nuestra esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier situación difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[1].  En este sentido, la esperanza es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables.

 Nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y en la carne, los signos de las guerras y de los conflictos que se han producido, con una capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar especialmente a los más pobres y a los más débiles. Naciones enteras se afanan también por liberarse de las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la violencia. Todavía hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos se les niega la dignidad, la integridad física, la libertad, incluida la libertad religiosa, la solidaridad comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia, por no decir los traumas resultantes del ensañamiento sistemático contra su pueblo y sus seres queridos.

Las terribles pruebas de los conflictos civiles e internacionales, a menudo agravados por la violencia sin piedad, marcan durante mucho tiempo el cuerpo y el alma de la humanidad. En realidad, toda guerra se revela como un fratricidio que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana.

Sabemos que la guerra a menudo comienza por la intolerancia a la diversidad del otro, lo que fomenta el deseo de posesión y la voluntad de dominio. Nace en el corazón del hombre por el egoísmo y la soberbia, por el odio que instiga a destruir, a encerrar al otro en una imagen negativa, a excluirlo y eliminarlo. La guerra se nutre de la perversión de las relaciones, de las ambiciones hegemónicas, de los abusos de poder, del miedo al otro y la diferencia vista como un obstáculo; y al mismo tiempo alimenta todo esto.

Es paradójico, como señalé durante el reciente viaje a Japón, que «nuestro mundo vive la perversa dicotomía de querer defender y garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina por envenenar las relaciones entre pueblos e impedir todo posible diálogo. La paz y la estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de fundarse sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total; sólo es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana de hoy y de mañana»[2].

 Cualquier situación de amenaza alimenta la desconfianza y el repliegue en la propia condición. La desconfianza y el miedo aumentan la fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso que nunca puede conducir a una relación de paz. En este sentido, incluso la disuasión nuclear no puede crear más que una seguridad ilusoria.

Por lo tanto, no podemos pretender que se mantenga la estabilidad en el mundo a través del miedo a la aniquilación, en un equilibrio altamente inestable, suspendido al borde del abismo nuclear y encerrado dentro de los muros de la indiferencia, en el que se toman decisiones socioeconómicas, que abren el camino a los dramas del descarte del hombre y de la creación, en lugar de protegerse los unos a los otros[3]. Entonces, ¿cómo construir un camino de paz y reconocimiento mutuo? ¿Cómo romper la lógica morbosa de la amenaza y el miedo? ¿Cómo acabar con la dinámica de desconfianza que prevalece actualmente?

Debemos buscar una verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada menos que esto.

2. La paz, camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y en la fraternidad Los Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se 2 encuentran entre quienes mantienen hoy viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento indescriptible que continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción: «No podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno»[4].

Como ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a las generaciones futuras el servicio esencial de la memoria, que debe mantenerse no sólo para evitar cometer nuevamente los mismos errores o para que no se vuelvan a proponer los esquemas ilusorios del pasado, sino también para que esta, fruto de la experiencia, constituya la raíz y sugiera el camino para las decisiones de paz presentes y futuras.

La memoria es, aún más, el horizonte de la esperanza: muchas veces, en la oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo de un pequeño gesto de solidaridad recibido puede inspirar también opciones valientes e incluso heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar una nueva esperanza tanto en los individuos como en las comunidades.

Abrir y trazar un camino de paz es un desafío muy complejo, en cuanto los intereses que están en juego en las relaciones entre personas, comunidades y naciones son múltiples y contradictorios. En primer lugar, es necesario apelar a la conciencia moral y a la voluntad personal y política. La paz, en efecto, brota de las profundidades del corazón humano y la voluntad política siempre necesita revitalización, para abrir nuevos procesos que reconcilien y unan a las personas y las comunidades.

El mundo no necesita palabras vacías, sino testigos convencidos, artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación. De hecho, no se puede realmente alcanzar la paz a menos que haya un diálogo convencido de hombres y mujeres que busquen la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones diferentes. La paz «debe edificarse continuamente»[5], un camino que hacemos juntos buscando siempre el bien común y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes. El conocimiento y la estima por los demás también pueden crecer en la escucha mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un hermano.

Por tanto, el proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común, más fuerte que la venganza. En un Estado de derecho, la democracia puede ser un paradigma significativo de este proceso, si se basa en la justicia y en el compromiso de salvaguardar los derechos de cada uno, especialmente si es débil o marginado, en la búsqueda continua de la verdad [6]. Es una construcción social y una tarea en progreso, en la que cada uno contribuye responsablemente a todos los niveles de la comunidad local, nacional 3 y mundial.

Como resaltaba san Pablo VI: «La doble aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad democrática. […] Esto indica la importancia de la educación para la vida en sociedad, donde, además de la información sobre los derechos de cada uno, sea recordado su necesario correlativo: el reconocimiento de los deberes de cada uno de cara a los demás; el sentido y la práctica del deber están mutuamente condicionados por el dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y de los límites puestos al ejercicio de la libertad de la persona individual o del grupo»[7].

Por el contrario, la brecha entre los miembros de una sociedad, el aumento de las desigualdades sociales y la negativa a utilizar las herramientas para el desarrollo humano integral ponen en peligro la búsqueda del bien común. En cambio, el trabajo paciente basado en el poder de la palabra y la verdad puede despertar en las personas la capacidad de compasión y solidaridad creativa. En nuestra experiencia cristiana, recordamos constantemente a Cristo, quien dio su vida por nuestra reconciliación (cf. Rm 5,6-11). La Iglesia participa plenamente en la búsqueda de un orden justo, y continúa sirviendo al bien común y alimentando la esperanza de paz a través de la transmisión de los valores cristianos, la enseñanza moral y las obras sociales y educativas.

3. La paz, camino de reconciliación en la comunión fraterna

La Biblia, de una manera particular a través de la palabra de los profetas, llama a las conciencias y a los pueblos a la alianza de Dios con la humanidad. Se trata de abandonar el deseo de dominar a los demás y aprender a verse como personas, como hijos de Dios, como hermanos. Nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de él. Sólo eligiendo el camino del respeto será posible romper la espiral de venganza y emprender el camino de la esperanza.

Nos guía el pasaje del Evangelio que muestra el siguiente diálogo entre Pedro y Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22). Este camino de reconciliación nos llama a encontrar en lo más profundo de nuestros corazones la fuerza del perdón y la capacidad de reconocernos como hermanos y hermanas. Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de convertirnos en mujeres y hombres de paz.

Lo que afirmamos de la paz en el ámbito social vale también en lo político y económico, puesto que la cuestión de la paz impregna todas las dimensiones de la vida comunitaria: nunca habrá una paz verdadera a menos que seamos capaces de construir un sistema económico más justo. Como escribió hace diez años Benedicto XVI en la Carta encíclica Caritas in veritate: «La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión» (n. 39).

4. La paz, camino de conversión ecológica

«Si una mala comprensión de nuestros propios principios a veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar»[8].

Ante las consecuencias de nuestra hostilidad hacia los demás, la falta de respeto por la casa común y la explotación abusiva de los recursos naturales —vistos como herramientas útiles únicamente para el beneficio inmediato, sin respeto por las comunidades locales, por el bien común y por la naturaleza—, necesitamos una conversión ecológica.

El reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva a renovar la llamada a una relación pacífica entre las comunidades y la tierra, entre el presente y la memoria, entre las experiencias y las esperanzas. Este camino de reconciliación es también escucha y contemplación del mundo que Dios nos dio para convertirlo en nuestra casa común. De hecho, los recursos naturales, las numerosas formas de vida y la tierra misma se nos confían para ser “cultivadas y preservadas” (cf. Gn 2,15) también para las generaciones futuras, con la participación responsable y activa de cada uno. Además, necesitamos un cambio en las convicciones y en la mirada, que nos abra más al encuentro con el otro y a la acogida del don de la creación, que refleja la belleza y la sabiduría de su Hacedor.

De aquí surgen, en particular, motivaciones profundas y una nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con otros desde la propia diversidad, de celebrar y respetar la vida recibida y compartida, de preocuparse por las condiciones y modelos de sociedad que favorecen el florecimiento y la permanencia de la vida en el futuro, de incrementar el bien común de toda la familia humana.

Por lo tanto, la conversión ecológica a la que apelamos nos lleva a tener una nueva mirada sobre la vida, considerando la generosidad del Creador que nos dio la tierra y que nos recuerda la alegre sobriedad de compartir. Esta conversión debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda vida. Para el cristiano, esta pide «dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea»[9].

5. Se alcanza tanto cuanto se espera[10]

El camino de la reconciliación requiere paciencia y confianza. La paz no se logra si no se la espera.

En primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz, de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e incansable.

El miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo tanto, es importante ir más allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos hijos necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-24). La cultura del encuentro entre hermanos y hermanas rompe con la cultura de la amenaza. Hace que cada encuentro sea una posibilidad y un don del generoso amor de Dios. Nos guía a ir más allá de los límites de nuestros estrechos horizontes, a aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del único Padre celestial.

Para los discípulos de Cristo, este camino está sostenido también por el sacramento de la Reconciliación, que el Señor nos dejó para la remisión de los pecados de los bautizados. Este sacramento de la Iglesia, que renueva a las personas y a las comunidades, nos llama a mantener la mirada en Jesús, que ha reconciliado «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20); y nos pide que depongamos cualquier violencia en nuestros pensamientos, palabras y acciones, tanto hacia nuestro prójimo como hacia la creación.

La gracia de Dios Padre se da como amor sin condiciones. Habiendo recibido su perdón, en Cristo, podemos ponernos en camino para ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Día tras día, el Espíritu Santo nos sugiere actitudes y palabras para que nos convirtamos en artesanos de la justicia y la paz-

Que el Dios de la paz nos bendiga y venga en nuestra ayuda.

Que María, Madre del Príncipe de la paz y Madre de todos los pueblos de la tierra, nos acompañe y nos sostenga en el camino de la reconciliación, paso a paso.

 Y que cada persona que venga a este mundo pueda conocer una existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que lleva consigo.

Vaticano, 8 de diciembre de 2019

Francisco

 [1] Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007),
 [2] Discurso sobre las armas nucleares, Nagasaki, Parque del epicentro de la bomba atómica, 24 noviembre 2019.
[3] Cf. Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013.
[4] Encuentro por la paz, Hiroshima, Memorial de la Paz, 24 noviembre 2019.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 78.
 [6] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los dirigentes de las asociaciones cristianas de trabajadores italianos, 27 enero 2006.
[7] Carta. ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 24.
[8] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 200.
 [9] Ibíd., 217. [10] Cf. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, II, 21, 8.