miércoles, 31 de diciembre de 2014

La Poderosa Ilusión del Año Nuevo


Escrito por Santiago Kovadloff 

Cuando se transita del módico y cordial "Que tengas un buen día" a la entusiasta amplitud del "Que tengas un buen año" lo que tiene lugar, en verdad, es un salto en la expresión de la cortesía y los buenos deseos. Y ese salto bien merece alguna reflexión.

Al desearnos unos a otros todo un año fecundo y afortunado, sin reveses y feliz, procedemos en consonancia no sólo con una convención sino ante todo con una ilusión poderosa, subyugante y poco menos que universal. Esa ilusión es la de renacer, la de sentirnos inscriptos en un momento primigenio, inédito y liberador, en el que disolver lo que de ingrato pudo hasta entonces habernos sucedido. Esa hora primera, genesíaca, cuyo arribo anhelamos y en cuya eficacia depuradora confiamos, equivale a una refundación del mundo y a propiciarnos en ella la centralidad imaginada para los elegidos. De modo que, seamos o no religiosos, todos recibimos al año que se inicia como a un redentor. Con mayor o menor intensidad, sentimos en ese momento la emoción de lo inaugural. Emoción y expectativa que los muchos años nuevos anteriormente vividos por cada uno de nosotros no logran atenuar ni desmerecer.

Es que el año nuevo, al llegar, no se suma a los anteriores en el sentimiento de sus celebrantes. Es siempre fundacional. Su singularidad es irreductible e irrepetible, y por lo tanto no se deja inscribir en una serie. No es uno más sino el único cada vez. No implica el retorno de un comienzo ya ocurrido sino un inicio sin precedentes aun cuando, en el calendario, sólo se lo vea como un número añadido a una cifra previa. El año nuevo no vuelve. Llega, siempre, por primera vez. Esto es especialmente evidente e intenso en los cambios de siglo y más aún en los de milenio, como hace tan poco ocurrió en Occidente. En esa arraigada percepción colectiva, el año nuevo no puede provenir del pasado sino del futuro precisamente porque, en el imaginario social, su efecto es el de una redención: incorpora a la actualidad lo que hasta allí sólo albergaba el porvenir y ahora se derrama sobre el presente. Se descree por lo tanto de toda paternidad que lo viejo pueda reclamar sobre lo nuevo. Lo viejo, estima la creencia, no está en condiciones de producir lo nuevo. Su edad, justamente, es la que no se lo permite. Y así, el recién nacido, representado usualmente como un niño en pañales que se lanza a recorrer sus días, suele aparecer distanciándose de un anciano consumido, encorvado y a punto de extinguirse y no identificable como un progenitor lozano.

De manera que lo que empieza nada debe a lo que termina. Es su antítesis y no su resultado. Como un dios no gestado en el tiempo, el año nuevo es vivido como una ofrenda de la plenitud y no de la precariedad y el desgaste. Ciertamente al año viejo debe apagarse para que el nuevo pueda brotar. Pero el suelo en el que se produce esta pujante floración no es la tierra marchita de lo que está al borde de su desaparición.

No obstante e indefectiblemente, el año nuevo se irá apartando de la inmaculada intemporalidad que lo trajo a este mundo para empezar a agrietarse bajo las contradicciones y adversidades que le impondrá el prosaico curso de la vida cotidiana. Irá perdiendo entonces la gracia de una revelación y ganando a cambio el semblante menos luminoso y a veces conflictivo de lo diario. Poco a poco comenzará a abundar entonces en boca de sus usuarios, la expresión "No veo la hora de que este año se vaya" mientras en el alma de tantos disconformes empezará a anidar la simiente idealizada del año por venir.

Es en esta parábola que se desplaza de la idealización al desencanto donde puede advertirse el parentesco entre el año que se va y el que irá llegando. Fatalmente lo nuevo se convertirá en viejo pero aun así la fe podrá más que el saber y la necesidad de volver a creer (tan nuestra, tan íntima, tan apremiante) podrá más que las lecciones de la experiencia. Se trata, propone ésta, de un ciclo, con su carga habitual de venturas y desventuras. ¿Pero quién se muestra dispuesto a reconocerlo como tal cuando están por dar las doce de la noche del 31 de diciembre? No es hacia lo usual hacia donde queremos ir al alzar la copa en esa hora tan esperada, sino hacia lo que soñamos, hacia el acontecimiento venturoso que con su pujanza creadora infunda realidad a lo que hasta ese momento sólo encontró albergue en la imaginación. La fe puede, en consecuencia, más que el frío discernimiento. Necesitamos creer porque de esa creencia vive el deseo que nos da vida. Él la nutre y él a ella, por supuesto, en un acoplamiento que es perfecta complementación.

Acaso ya se advierte que, a mi entender, creyentes somos todos. Tanto los que admiten a Dios como aquellos que no lo hacen. Creer es contar con valores orientadores que infunden inteligibilidad a nuestra vida y la inscriben en un campo de sentido. No hay existencia posible sin valores. Y los valores expresan siempre creencias. Esas creencias, sean seculares o religiosas, traducen un mismo apego a la fe, recaiga ésta sobre la que recaiga. Cree en la ciencia quien a ella se consagra con la misma unción con que cree quien hace de la poesía la razón de su vida o de la teología su finalidad primordial. En términos de fe, en nada difieren quien vive para el deporte de aquel que se entrega a la sociología. En cualquiera de estos casos creer es decisivo para proceder. Pascal señaló hace mucho qué sólidas y arraigadas suelen ser las razones del corazón y qué distintas a las del entendimiento. Se puede dejar de creer en lo que se creía pero no se puede dejar de creer en sentido absoluto sin que nuestra vida zozobre en la angustia y el absurdo. Aun el escéptico más avanzado confía en haber encontrado la posición adecuada para hacer del desapego a toda creencia una creencia afianzada.

No exagera quien asegura que la fe mueve montañas. Montañas que, en nuestro caso, son las de la incredulidad que pretende atenuar la fe con que cada año recibimos al año que se inicia. La necesidad que se incuba en nosotros de festejar su llegada desafía todo llamado a la moderación y barre con la cautela que aconseja el sentido común. Y es así como volvemos a expresar fervientemente nuestra confianza en que esta vez sí será nuevo y sin desmayo el año nuevo. Por cierto, el consenso general es en esto determinante y favorece esa disposición a desearnos felicidad unos a otros y a confiar en que ella no nos dejará. Con incansable insistencia, nuestros sueños, deseos y creencias se pronuncian para dar vida a ese buen augurio que, compartido por tantos, a lo largo y a lo ancho del planeta, hace saber de nuestro anhelo de que nadie se vea excluido de la alegría de vivir y convivir.

Somos seres simbólicos, tenazmente simbólicos. Lo prueba la potencia que en nuestro espíritu alcanza esa noche excepcional. Lo prueba la necesidad de acercarnos unos a otros, la de abrazarnos y mirarnos con afecto, la de creer que es posible ser mejores y vivir en un mundo algo mejor..

Por un Fecundo 2015...


Queridos amigos y amigas de ESPIRITUALIDAD COTIDIANA, llegamos a fin de este año 2014 que hemos compartido con mucha alegría. 

Agradezco las palabras y gestos que me han regalado en este tiempo y seguiremos compartiendo palabras e imágenes que me han hecho bien y por eso las comparto con ustedes; sabiendo que cada uno puede DESCUBRIR en este ESPACIO la PRESENCIA de DIOS en el DESIERTO de la VIDA COTIDIANA...

Mis deseos de que podamos estrenar un FECUNDO 2015!!

Les comparto, este texto escrito por Florentino Ulibarri, que refleja lo que deseo para cada uno de nosotros...

"Que tu mirada gane en hondura y detalle
para que puedas ver más claramente
tu propio viaje con toda la humanidad
como un viaje de paz, unidad y esperanza.

Que seas consciente de todos los lugares
por los que caminas y vas a caminar en el nuevo año,
y que conozcas , por experiencia, qué bellos son los pies
del mensajero que anuncia la paz y la buena noticia.

Que des la bienvenida con una sonrisa
a todos los que estrechan tu mano:
las manos extendidas forman redes de solidaridad
que alegran y enriquecen con su presencia protectora.

Que sea tuyo el regalo de todas las cosas creadas;
que sepas disfrutarlas a todas las horas del día;
y que te enfrentes, con valentía y entusiasmo,
a la responsabilidad de cuidar la tierra entera.

Que el manantial de la ternura y la compasión
mane sin parar dentro de ti, noche y día,
hasta que puedas probar los gozos y las lágrimas
de quienes caminan junto a ti, tus hermanos.

Que despiertes cada mañana sereno y con energía,
con la acción de gracias en tus labios y en tu corazón,
y que tus palabras y tus hechos, pequeños o grandes,
proclamen que todo es gracia, que todo es don.

Que tu espíritu esté abierto y alerta
para descubrir el querer de Dios en todo momento;
y que tu oración sea encuentro de vida, de sabiduría
y de entendimiento de los caminos de Dios para ti.

Que tu vida este año, cual levadura evangélica,
se mezcle sin miedo con la masa
y haga fermentar la Iglesia y el mundo en que vivimos,
para que sean realmente nuevos y tiernos.

Y que la bendición del Dios que sale a tu encuentro,
que es tu roca, tu refugio, tu fuerza, tu consuelo
y tu apoyo en todo momento, lo invoques o no,
descienda sobre ti y te guarde de todo mal.

Autor: Florentino Ulibarri

sábado, 27 de diciembre de 2014

El Encuentro de los Brazos Cansados Cargando lo Nuevo que Comienza...

Escrito por Clemente Sobrado
“El Espíritu Santo le había revelado,
 que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor…"

El nacimiento de Jesús está enmarcado por una serie de imposibles humanos y posibles divinos y por ancianos que, unos ya han perdido la esperanza, como Zacarías, y otros se resisten a morir sin que se realicen sus sueños, como Simeón.

El encuentro del Niño Jesús y sus padres con el viejo Simeón es como:
El encuentro de lo viejo con lo nuevo.
El encuentro de los brazos cansados cargando lo nuevo que comienza.

No es lo viejo que se resiste a la primavera de lo nuevo.
No es lo viejo que no cree en lo nuevo sino que lo espera y lo abraza y lo goza.

Es lo viejo que se siente realizado en lo nuevo que comienza.
“Ahora ya puedo irme en paz”.
Una de las cosas más bellas y humanas a la vez, es ver felices y contentos a los ancianos.
Que un joven ría y cante y baile, nos parece a todos normal.

Pero contemplar a un anciano con la boca llana de risas y cantares es todo un espectáculo.
¿Y a caso no tienen también los ancianos derecho a vivir esa alegría de la vida, esa alegría a ver cómo todavía los pájaros cantan en sus ramas añosas y cansadas de dar fruto?

¿Hay algo más bello que la sonrisa de un niño jugando con la serena sonrisa de un anciano?
¿Hay algo más bello que los brazos de un anciano cargando con un niño recién nacido?
¿Hay algo más bello que un anciano estrechando contra su corazón al niño que acaba de nacer?

Decimos que los jóvenes son esperanza.
Los ancianos ¿no tienen derecho a vivir gozando de las esperanzas vividas y que ya se están apagando porque ya son realidades?

Simeón vivió toda su vida motivado por la esperanza de una promesa.

El Niño Jesús es una esperanza florecida en sus brazos.
El Niño Jesús es la esperanza de Dios en brazos de quien lo esperó toda su vida.

El anciano Simeón vivió toda su vida mirando al horizonte de la promesa que le hizo el Espíritu Santo de que no moriría sin ver al gran esperado de siglos. Por eso, su ancianidad está llena de luz, llena de plenitud, de serenidad.

Solo se camina bien mirando hacia delante.
Solo se ven las cosas bien mirando lejos.
Solo se ven bien los caminos mirando no a los pies.
Solo se ven bien las cosas cuando las miramos con esperanza.

Los ojos con lágrimas tienen dificultad de ver.
Los ojos llenos de optimismo lo ven todo más claro.

A la miopía se la soluciona con unas buenas gafas.
A la miopía de la vida se la soluciona con ojos llenos de fe.
A la miopía del egoísmo se la soluciona con la generosidad del corazón.

Todo camino es largo, para quien está cansando.
Toda dificultad es un imposible, para quien ha perdido la esperanza.
Todo problema es una derrota, para quien no sabe afrontarlo.

No se escucha a los demás, cuando sólo nos escuchamos a nosotros mismos.
No se escucha el dolor del otro, cuando solo se piensa en la propia felicidad.
No se escucha el silencio de los otros, cuando solo escuchamos nuestras propias voces.

La vida necesita:
mirar,
      mirar lejos,
            mirar con esperanza,
      mirar con amor,
mirar escuchando a los demás, escuchando en el corazón las promesas de Dios.
               
Escuchar los pasos de Dios en la historia.
Escuchar la voz el Espíritu que cada día nos  invita a seguir esperando.            

Llevar encendidas las luces de nuestra mente y de nuestro corazón.

Saber ver llegar el futuro, tantos años esperado como Simeón, y sentir que nuestro corazón canta como el suyo:
“Ahora, Señor, puedes, según tu palabra,
Dejar que tu siervo se vaya en paz;
Porque han visto mis ojos tu salvación,
La que has preparado a la vista de todos los pueblos,
Luz para iluminar a las gentes
Y gloria de tu pueblo Israel”.

¡Familia, también los ancianos son familia!
¡Tan familia es el anciano que ya mira al atardecer del largo día de la vida, como el niño que acaba de amanecer y comienza el camino!

En el bosque hay árboles recién plantados.
Hay árboles ya crecidos.
Y hay árboles cuyas hojas se ponen amarillas.

Así es o tiene que ser cada familia. La vida que nace y es recibida en los brazos de los abuelos, ya cansados de regalar vida.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Compartiendo Navidad, charla del P. Angel Rossi, en Buenos Aires.


Para escuchar la charla del P. Ángel Rossi -sj, tendrás que hacer clik en el siguiente enlace y luego de acceder al link, encontraras que te pide permiso para descargar , ya que por ser un archivo muy pesado, el antivirus, no lo puede analizar. 

domingo, 14 de diciembre de 2014

Tercer Domingo de Adviento: La Espiritualidad de la Alegría


-del articulo "El Dios de la alegría y la alegría de los cristianos", de José María Castillo-

La Espiritualidad de la Alegría

A primera vista, hablar de “espiritualidad de la alegría” puede parecer una frivolidad. ¿No es la espiritualidad un asunto demasiado serio que merece un respeto y no se debe trivializar con proyectos que la degraden? Ya el solo hecho de que haya quien se haga esta pregunta (o alguna semejante a ésta) nos está indicando hasta qué punto la experiencia del gozo y la alegría se percibe como algo que está casi en los antípodas de lo más hondo de la vida cristiana. Los cristianos suelen estar de acuerdo en que se hable de la espiritualidad del dolor y del sufrimiento, de la espiritualidad de la cruz y de la muerte, pero ¿de la espiritualidad de la alegría? ¿No suena eso casi a falta de respeto? ¿No es eso, por lo menos, rebajar las exigencias de la vida cristiana hasta convertirla en una forma de “contentar la conciencia”, para terminar haciendo lo que nos resulta más cómodo?

Voy a decirlo con toda claridad: la “espiritualidad de la alegría” es una de las formas más exigentes y difíciles que podemos presentar en esta vida, tal como normalmente funcionamos los seres humanos. Porque, cuando hablamos de este asunto, no se trata de que uno programe su vida para vivir siempre alegre y en continua diversión. Se trata, más bien, de que uno organice su vida de manera que, en el ambiente en el que viva y entre las personas con quienes conviva, haga todo lo que esté a su alcance para que los demás se sientan bien, vivan en paz, convivan a gusto y, sobre todo, sean personas tan felices que la alegría se transparente a todas horas en sus rostros. Más aún, se trata además de que uno afronte, en serio y con todas sus consecuencias, el abrumador problema del sufrimiento en el mundo, el problema del dolor, la angustia y la tristeza inmensa en que se ven hundidos tantos seres humanos. Es un hecho que, cuando pensamos en estos temas tan sombríos, nos ponemos serios, sentimos alguna preocupación y a lo mejor hasta nos apuntamos a una ONG o apadrinamos un niño... y con eso tranquilizamos nuestra conciencia, pensando que ya hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance. 

Por supuesto, todo eso es bueno. Pero nada de eso basta. Ni siquiera toca el fondo del problema. Vivir para hacer felices a los demás es mucho más duro y exigente que ser observante y cumplidor. Es también más duro y exigente que ser mortificado o incluso tener una vida intensa de piedad y oración. Vivir para conseguir que los demás se sientan más felices de haber nacido es lo mismo que renunciar a ser uno el centro. Porque es anteponer la alegría compartida a mi alegría particular. Y eso, se puede hacer alguna que otra vez.

Asumir eso como proyecto de vida, he ahí lo que supone y exige la espiritualidad de la que aquí estoy hablando.

Y es que, en el fondo, todo esto supone un cambio de mentalidad tan fuerte, que a muchos ni les cabe en la cabeza. La religión se suele asociar al deber cumplido, pero a la necesidad de los demás. Y la experiencia nos dice que, por cumplir con el deber, somos capaces de amargarle la vida a más de uno, de denunciar a quien sea o, simplemente, de imponerle nuestra particular forma de ver la vida y las cosas. Por el contrario, cuando lo que está en juego es hacer felices a los demás, las cosas cambian.
Y cambian tanto, que nos da miedo andar por ese camino.

No cabe duda que la religión y la espiritualidad ocultan, a veces, formas de egoísmo de un refinamiento insoportable. Por el contrario, la espiritualidad de la alegría es seguramente la expresión más clara y más fuerte de lo que significa la “humanización de Dios”. Lo que pasa es que, con demasiada frecuencia, anteponemos nuestra des-humanización a la incomprensible humanidad que se nos reveló en Jesús el Señor. En esto, si no me equivoco, radica el fondo del problema.