domingo, 31 de marzo de 2024

"Si nos Dejamos llevar de la Mano por Jesús"

HOMILÍA DEL Papa FRANCISCO en la VIGILIA PASCUAL - 2024

Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar —dice el texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc 16,4).

Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida.

Para empezar —primer momento— está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños.

Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son “escollos de muerte” y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?

Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar.

Y ahora —el segundo momento— miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, “nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente” (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).

Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.

Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un frescor nuevo invada vuestra voz. Es la Pascua del Señor —hermanos y hermanas— es la fiesta de los vivientes» (J-Y. Quellec, Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).

sábado, 30 de marzo de 2024

Sábado Santo: Velar en Silencio...


 Escrito por Alessandro Pronzatto

No sé si seremos capaces todavía de estar en silencio. Esta sería la mejor ocasión para ello. Velar en silencio. Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio. Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.                             

En este punto las palabras son inútiles.  

Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.

Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.                                                                                                                        

No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.

Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir. Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.                                                                                       

En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.

Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre...» (Jn 19, 25).

María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.

Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.

Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.

Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.

No queremos molestar, ni hacernos pesados.

Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.

Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.

Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».

Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».

Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies. Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.

Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.

viernes, 29 de marzo de 2024

"En oración con Jesús en el camino de la cruz", escritas por el Papa Francisco -Las meditaciones y oraciones para el Vía Crucis 2024 -


VIA CRUCIS 2024: “En oración con Jesús en el camino de la cruz”

Introducción

Señor Jesús, al mirar tu cruz comprendemos tu entrega total por nosotros. Te consagramos y ofrecemos este tiempo. Queremos pasarlo junto a ti, que rezaste desde el Getsemaní hasta el Calvario. En el Año de la oración nos unimos a tu camino orante.

Del Evangelio según san Marcos (14,32-37)

"Llegaron a una propiedad llamada Getsemaní […]. Después llevó con él a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y a angustiarse. Entonces les dijo “[…] Quédense aquí velando”. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y decía: “Abba –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Después volvió y encontró a sus discípulos dormidos. Y Jesús dijo a Pedro: “[…] ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora?”.

Señor, tú preparabas con la oración cada una de tus jornadas, y ahora en Getsemaní preparas la Pascua. Y orabas diciendo Abba –Padre– todo te es posible, porque la oración es ante todo diálogo e intimidad, pero es también lucha y petición: ¡aleja de mí este cáliz! Así mismo, es entrega confiada y don: Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Así, orante, entraste por la puerta estrecha de nuestro dolor y la atravesaste hasta el final. Tuviste «temor y angustia» (Mc 14,33): temor frente a la muerte, angustia bajo el peso de nuestros pecados, que cargaste sobre ti, mientras te invadía una amargura infinita. Sin embargo, en lo más duro de la lucha oraste «más intensamente» (Lc 22,44). De esta manera, transformaste la violencia del dolor en ofrenda de amor.

Nos pides una sola cosa: quedarnos contigo y velar. No nos pides lo imposible, sino que permanezcamos cerca de ti. Y, sin embargo, ¡cuántas veces me he alejado de ti! Cuántas veces, como los discípulos, en lugar de velar, me dormí, cuántas veces no tuve tiempo o ganas de rezar, porque estaba cansado, anestesiado por la comodidad o con el alma adormecida. Jesús, vuelve a repetirme a mí, vuelve a repetirnos a nosotros, que somos tu Iglesia: «Levántense y oren» (Lc 22,46). Despiértanos, Señor, sacude el letargo de nuestros corazones, porque también hoy, sobre todo hoy, necesitas nuestra oración.

1. Jesús es condenado a muerte

"El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie ante la asamblea, interrogó a Jesús: «¿No respondes nada a lo que estos atestiguan contra ti?». El permanecía en silencio y no respondía nada. […] Pilato lo interrogó nuevamente: «¿No respondes nada? ¡Mira de todo lo que te acusan!». Pero Jesús ya no respondió a nada más, y esto dejó muy admirado a Pilato" (Mc 14,60-61;15,4-5).

Jesús, tú eres la vida, pero te condenan a muerte; eres la verdad y sin embargo eres víctima de un falso proceso. Pero, ¿por qué no te rebelas? ¿Por qué no levantas la voz y explicas cuáles son tus propias razones? ¿Por qué no rebates a los sabios y a los poderosos como siempre lo has hecho? Jesús, tu actitud desconcierta; en el momento decisivo no hablas, sino callas. Porque cuanto más fuerte es el mal, más radical es tu respuesta. Y tu respuesta es el silencio. Pero tu silencio es fecundo: es oración, es mansedumbre, es perdón, es la vía para redimir el mal, para convertir tus sufrimientos en un don que nos ofreces. Jesús, me doy cuenta de que apenas te conozco porque conozco poco tu silencio, porque en el frenesí de las prisas y del hacer, absorbido por las cosas, atrapado por el miedo de no mantenerme a flote o por el afán de querer ponerme siempre en el centro, no encuentro tiempo para detenerme y quedarme contigo; para permitirte a ti, Palabra del Padre, obrar en silencio. Jesús, tu silencio me estremece, me enseña que la oración no nace de los labios que se mueven, sino de un corazón que sabe escuchar. Porque rezar es hacerse dócil a tu Palabra, es adorar tu presencia.

Oremos diciendo: Háblame al corazón, Jesús

Tú que respondes al mal con el bien 
Háblame al corazón, Jesús

Tú que apagas los gritos con la mansedumbre
Háblame al corazón, Jesús

Tú que detestas la murmuración y los reproches
Háblame al corazón, Jesús

Tú que me conoces íntimamente
Háblame al corazón, Jesús

Tú que me amas más de cuanto yo pueda amarme
Háblame al corazón, Jesús

2. Jesús carga la cruz

"Él llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados" (1 P 2,24).

Jesús, nosotros también cargamos nuestras cruces, a veces muy pesadas: una enfermedad, un accidente, la muerte de un ser querido, una decepción amorosa, un hijo que se perdió, la falta de trabajo, una herida interior que no cicatriza, el fracaso de un proyecto, una esperanza más que se malogra... Jesús, ¿Cómo rezar ahí? ¿Cómo hacerlo cuando me siento aplastado por la vida, cuando un peso oprime mi corazón, cuando estoy bajo presión y ya no tengo fuerzas para reaccionar? Tu respuesta se encuentra en una invitación: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Ir a ti; yo, en cambio, me encierro en mí mismo, rumiando mentalmente, escarbando en el pasado, quejándome, hundiéndome en el victimismo, paladín de negatividad. Vengan a mí; no te ha parecido suficiente decírnoslo, sino que has venido a nosotros para tomar nuestra cruz sobre tus hombros, y quitarnos su peso. Esto es lo que deseas: que descarguemos en ti nuestros cansancios y sinsabores, porque quieres que en ti nos sintamos libres y amados. Gracias, Jesús. Uno mi cruz a la tuya, te traigo mi fatiga y mis miserias, pongo en ti todo el agobio que tengo en mi corazón.

Oremos diciendo: Acudo a ti, Señor

Con mi historia personal 
Acudo a ti, Señor

Con mis cansancios
Acudo a ti, Señor

Con mis límites y mis fragilidades
Acudo a ti, Señor

Con mis miedos
Acudo a ti, Señor

Confiando sólo en tu amor
Acudo a ti, Señor

3. Jesús cae por primera vez

"Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).

Jesús, has caído. ¿En qué piensas?, ¿cómo rezas postrado rostro en tierra? Pero, sobre todo, ¿qué es lo que te da fuerzas para volver a levantarte? Mientras estás boca abajo en el suelo y ya no puedes ver el cielo, te imagino repitiendo en tu corazón: Padre, que estás en los cielos. La mirada amorosa del Padre posada en ti es tu fuerza. Pero imagino también que, mientras besas la tierra árida y fría, piensas en el hombre, sacado de la tierra, piensas en nosotros, que estamos en el centro de tu corazón; y que repites las palabras de tu testamento: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes» (Lc 22,19). El amor del Padre por ti y el tuyo por nosotros: el amor, ese es el estímulo que te hace levantarte y seguir adelante. Porque el que ama no se queda derrumbado, sino que vuelve a empezar; el que ama no se cansa, sino que corre; el que ama vuela. Jesús mío, siempre te pido muchas cosas, pero necesito sólo una: saber amar. Caeré en la vida, pero con amor podré volver a levantarme y seguir adelante, como hiciste tú, que tienes experiencia en las caídas. Tu vida, en efecto, ha sido una caída continua hacia nosotros: de Dios a hombre, de hombre a siervo, de siervo a crucificado, hasta el sepulcro; caíste en la tierra como semilla que muere, caíste para levantarnos de la tierra y llevarnos al cielo. Tú que levantas del polvo y reavivas la esperanza, dame la fuerza para amar y volver a empezar.

Oremos diciendo: Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando prevalece la desilusión
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando el juicio de los demás se abate sobre mí
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando las cosas no van bien y me vuelvo intolerante
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando siento que ya no puedo más
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

Cuando me oprime el pensamiento de que nada cambiará
Jesús, dame la fuerza para amar y volver a empezar

4. Jesús encuentra a su madre

"Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús […] dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27).

Jesús, los tuyos te han abandonado; Judas te ha traicionado, Pedro te ha negado. Te has quedado solo con la cruz, pero ahí está tu madre. No hacen falta palabras, son suficientes sus ojos que saben mirar de frente al sufrimiento y asumirlo. Jesús, en la mirada de María, llena de lágrimas y de luz, encuentras el grato recuerdo de su ternura, de sus caricias, de sus brazos amorosos que siempre te han acogido y sostenido. La mirada de la propia madre es la mirada de la memoria, que nos cimienta en el bien. No podemos prescindir de una madre que nos dé a luz, pero tampoco de una madre que nos encarrile en el mundo. Tú lo sabes y desde la cruz nos entregas a tu propia madre. Aquí tienes a tu madre, dices al discípulo, a cada uno de nosotros. Después de la Eucaristía, nos das a María, tu último don antes de morir. Jesús, tu camino fue consolado por el recuerdo de su amor; también mi camino necesita cimentarse en la memoria del bien. Sin embargo, me doy cuenta de que mi oración es pobre en memoria: es rápida, apresurada; con una lista de necesidades para hoy y mañana. María, detén mi carrera, ayúdame a hacer memoria: a custodiar la gracia, a recordar el perdón y las maravillas de Dios, a reavivar el primer amor, a saborear de nuevo las maravillas de la providencia, a llorar de gratitud.

Oremos diciendo: Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando vuelven a aparecer las heridas del pasado
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo el sentido y el rumbo de las cosas
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo de vista los dones que he recibido
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando pierdo de vista el don de mi propio ser
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

Cuando me olvido de agradecerte
Reaviva en mí, Señor, el recuerdo de tu amor

5. Jesús es ayudado por el Cirineo

"Cuando [los soldados] lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús" (Lc 23,26).

Jesús, cuántas veces, frente a los retos de la vida, presumimos de lograr hacer todo sólo con nuestras propias fuerzas. ¡Qué difícil nos resulta pedir ayuda, ya sea por miedo a dar la impresión de que no estamos a la altura de las circunstancias, o porque siempre nos preocupamos por quedar bien y lucirnos! No es fácil confiar, y menos aún abandonarse. En cambio, quien reza es porque está necesitado, y tú, Jesús, estás acostumbrado a abandonarte en la oración. Por eso no desdeñas la ayuda del Cirineo. Le muestras tus fragilidades a un hombre sencillo, a un campesino que vuelve del campo. Gracias porque, al dejarte ayudar en tu necesidad, borras la imagen de un dios invulnerable y lejano. Tú no te muestras imbatible en el poder, sino invencible en el amor, y nos enseñas que amar significa socorrer a los demás precisamente allí, en las debilidades de las que se avergüenzan. De este modo, las fragilidades se transforman en oportunidades. Fue lo que le sucedió a Cirineo: tu debilidad cambió su vida y un día se daría cuenta de que había ayudado a su Salvador, de que había sido redimido por medio de esa cruz que cargó. Para que mi vida también cambie, te ruego, Jesús: ayúdame a bajar mis defensas y a dejarme amar por ti; justo ahí, donde más me avergüenzo de mí mismo.

Oremos diciendo: Sáname, Jesús

De toda presunción de autosuficiencia
Sáname, Jesús

De creer que puedo prescindir de ti y de los demás
Sáname, Jesús

Del afán de perfeccionismo
Sáname, Jesús

De la reticencia a entregarte mis miserias
Sáname, Jesús

De la prisa mostrada ante los necesitados que encuentro en mi camino
Sáname, Jesús

6. Jesús recibe el consuelo de la Verónica que le enjuga el rostro

"Bendito sea Dios […] Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo […]. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo (2 Co 1,3-5).

Jesús, son tantos los que asisten al bárbaro espectáculo de tu ejecución y, sin conocerte y sin saber la verdad, emiten juicios y condenas, arrojando sobre ti infamia y desprecio. Sucede también hoy, Señor, y ni siquiera es necesario un cortejo macabro; basta un teclado para insultar y publicar condenas. Pero mientras tantos gritan y juzgan, una mujer se abre paso entre la multitud. No habla, actúa. No protesta, se compadece. Va contra la corriente, sola, con la valentía de la compasión; se arriesga por amor, encuentra la manera de pasar entre los soldados sólo para brindarte el consuelo de una caricia en el rostro. Su gesto pasará a la historia y como un gesto de consuelo. ¡Cuántas veces habré invocado tu consuelo, Jesús! Y ahora la Verónica me recuerda que tú también lo necesitas. Tú, Dios cercano, pides mi cercanía; tú, consolador mío, quieres ser consolado por mí. Amor no amado, buscas aún hoy entre la multitud corazones sensibles a tu sufrimiento, a tu dolor. Buscas verdaderos adoradores, que en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23) permanezcan contigo (cf. Jn 15), Amor abandonado. Jesús, enciende en mí el deseo de estar contigo, de adorarte y consolarte. Y haz que yo, en tu nombre, sea consuelo para los demás.

Oremos diciendo: Hazme testigo de tu consuelo

Dios de misericordia, que te haces cercano a quien tiene el corazón herido
Hazme testigo de tu consuelo

Dios de ternura, que te conmueves por nosotros
Hazme testigo de tu consuelo

Dios de compasión, que detestas la indiferencia
Hazme testigo de tu consuelo

Tú, que te entristeces cuando señalo con el dedo a los demás
Hazme testigo de tu consuelo

Tú, que no has venido a condenar sino a salvar
Hazme testigo de tu consuelo

7. Jesús cae por segunda vez bajo el peso de la cruz

["El hijo menor] recapacitó y dijo: Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé» […]. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé […]; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo: […] «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado» (Lc 15,17-18.20-22.24).

Jesús, la cruz pesa mucho; lleva en sí el peso de la derrota, del fracaso, de la humillación. Lo comprendo cuando me siento aplastado por las cosas, acosado por la vida e incomprendido por los demás; cuando siento el peso excesivo y exasperante de la responsabilidad y del trabajo, cuando me siento oprimido en las garras de la ansiedad, asaltado por la melancolía, mientras un pensamiento asfixiante me repite: no saldrás adelante, esta vez no te levantarás. Pero las cosas empeoran aún más. Me doy cuenta de que toco fondo cuando vuelvo a caer, cuando recaigo en mis errores, en mis pecados, cuando me escandalizo de los demás y luego me doy cuenta de que yo no soy distinto de ellos. No hay nada peor que sentirse decepcionado de sí mismo, aplastado por los sentimientos de culpa. Pero tú, Jesús, caíste muchas veces bajo el peso de la cruz para estar a mi lado cuando yo caigo. Contigo la esperanza nunca se acaba, y después de cada caída nos volvemos a levantar, porque cuando me equivoco no te cansas de mí, sino que te acercas más a mí. Gracias porque me esperas; gracias, pues, aunque caiga muchas veces me perdonas siempre, siempre. Recuérdame que las caídas se pueden convertir en momentos cruciales del camino, porque me llevan a comprender que lo único que importa es que te necesito. Jesús, imprime en mi corazón la certeza más importante: que vuelvo a levantarme de verdad sólo cuando me levantas tú, cuando me liberas del pecado. Porque la vida no vuelve a empezar con mis palabras, sino con tu perdón.

Oremos diciendo: Levántame, Jesús

Cuando, paralizado por la desconfianza, siento tristeza y desesperación
Levántame, Jesús

Cuando veo mi incapacidad y me siento inútil
Levántame, Jesús

Cuando prevalecen la vergüenza y el miedo al fracaso
Levántame, Jesús

Cuando tengo la tentación de perder la esperanza
Levántame, Jesús

Cuando olvido que mi fortaleza está en tu perdón
Levántame, Jesús

8. Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

"Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23,27).

Jesús, ¿Quién te acompaña hasta el final en tu camino de la cruz? No son los poderosos, que te esperan en el Calvario, ni los espectadores que se quedan lejos, sino la gente sencilla, grande a tus ojos, pero pequeña a los del mundo. Son esas mujeres, a las que has dado esperanza; que no tienen voz, pero se hacen oír. Ayúdanos a reconocer la grandeza de las mujeres, las que en Pascua te fueron fieles y no te abandonaron, las que aún hoy siguen siendo descartadas, sufriendo ultrajes y violencia. Jesús, las mujeres que encuentras se golpean el pecho y se lamentan por ti. No lloran por ellas, sino que lloran por ti, lloran por el mal y el pecado del mundo. Su oración hecha de lágrimas llega a tu corazón. ¿Acaso mi oración sabe llorar? ¿Me conmuevo ante ti, crucificado por mí, ante tu amor bondadoso y herido? ¿Lloro por mis falsedades y mi inconstancia? Ante las tragedias del mundo, ¿mi corazón permanece frío o se conmueve? ¿Cómo reacciono ante la locura de la guerra, ante los rostros de los niños que ya no saben sonreír, ante sus madres que los ven desnutridos y hambrientos sin tener siquiera más lágrimas que derramar? Tú, Jesús, has llorado por Jerusalén, has llorado por la dureza de nuestros corazones. Sacúdeme por dentro, dame la gracia de llorar rezando y de rezar llorando.

Oremos diciendo: Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que conoces los secretos del corazón
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que te entristeces ante la dureza de los ánimos
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que amas los corazones contritos y humillados
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que enjugaste con el perdón las lágrimas de Pedro
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que transformas el llanto en canto
Jesús, ablanda mi corazón endurecido

9. Jesús es despojado de sus vestiduras

«Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?» […]. Les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,37-40).

Jesús, estas son las palabras que dijiste antes de la Pasión. Ahora comprendo esa insistencia tuya en identificarte con los necesitados: tú, encarcelado; tú, extranjero, conducido fuera de la ciudad para ser crucificado; tú, desnudo, despojado de tus vestidos; tú, enfermo y herido; tú, sediento en la cruz y hambriento de amor. Concédeme que pueda verte en los que sufren y que a los que sufren los pueda ver en ti, porque tú estás ahí, en quien está despojado de dignidad, en los cristos humillados por la prepotencia y la injusticia, por las ganancias injustas obtenidas a costa de los demás y ante la indiferencia general. Te miro, Jesús, despojado de tus vestiduras, y comprendo que me invitas a despojarme de tantas exterioridades vacías. Porque tú no miras las apariencias, sino el corazón. Y no quieres una oración estéril, sino fecunda en caridad. Dios despojado, ponme al descubierto también a mí. Porque es fácil hablar, pero luego, ¿te amo yo de verdad en los pobres, en tu carne herida? ¿Rezo por los que han sido despojados de dignidad? ¿O rezo sólo para cubrir mis propias necesidades y revestirme de seguridad? Jesús, tu verdad me deja al descubierto y me lleva a ocuparme de lo que importa: tú crucificado, y los hermanos crucificados. Concédeme que lo comprenda ahora, para que no me encuentre falto de amor cuando deba presentarme ante ti.

Oremos diciendo: Despójame, Señor Jesús

Del apego a las apariencias
Despójame, Señor Jesús

De la armadura de la indiferencia
Despójame, Señor Jesús

Del creer que yo no tenga que socorrer a los demás
Despójame, Señor Jesús

De un culto hecho de convencionalismo y exterioridad
Despójame, Señor Jesús

De la convicción de que en la vida todo está bien si yo estoy bien
Despójame, Señor Jesús

10. Jesús es clavado en la cruz

"Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,33-34).

Jesús, te perforan las manos y los pies con clavos, lacerando tu carne, y justo ahora, mientras el dolor físico se hace más insoportable, brota de tus labios la oración imposible, perdonas al que te está hundiendo los clavos en las muñecas. Y no sólo una vez, sino muchas veces, como recuerda el Evangelio, con ese verbo que indica una acción repetida, decías "Padre, perdona". Por eso, contigo, Jesús, también yo puedo encontrar el valor de elegir el perdón que libera el corazón y relanza la vida. Señor, no te basta con perdonarnos, sino también nos justificas ante el Padre: no saben lo que hacen. Toma nuestra defensa, hazte nuestro abogado, intercede por nosotros. Ahora que tus manos, con las que bendecías y curabas, están clavadas, y tus pies, con los que traías la buena nueva, ya no pueden caminar, ahora, en la impotencia, nos revelas la omnipotencia de la oración. En la cumbre del Gólgota nos revelas la altura de la oración de intercesión que salva al mundo. Jesús, que yo no rece sólo por mí y por mis seres queridos, sino también por los que no me quieren y me hacen daño; que yo rece según los deseos de tu corazón, por los que están lejos de ti; reparando e intercediendo en favor de los que, ignorándote, no conocen la alegría de amarte y de ser perdonados por ti.

Oremos diciendo: Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por la dolorosa pasión de Jesús                                                                               
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por el poder de sus llagas
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por su perdón en la cruz
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por cuantos perdonan por amor a ti
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

Por la intercesión de los que creen, adoran, esperan y te aman
Padre, ten misericordia de nosotros y del mundo entero

11. El grito de abandono de Jesús en la cruz

"Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: «Elí, Elí, lemá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,45-46).

Jesús, he aquí una oración sin precedentes: clamas al Padre tu abandono. Tú, Dios del cielo, que no replicas estruendosamente ninguna respuesta, sino que preguntas ¿por qué? En el ápice de la Pasión experimentas el alejamiento del Padre y ya ni siquiera le llamas Padre, como haces siempre, sino Dios, como si fueras incapaz de identificar su rostro. ¿Por qué? Para sumergirte hasta el fondo del abismo de nuestro dolor. Tú lo hiciste por mí, para que cuando sólo vea tinieblas, cuando experimente el derrumbamiento de las certezas y el naufragio del vivir, ya no me sienta solo, sino que crea que tú estás ahí conmigo; tú, Dios de la comunión, experimentaste el abandono para no dejarme más como rehén de la soledad. Cuando gritaste tu por qué, lo hiciste con un salmo; así convertiste en oración incluso la desolación más extrema. Esto es lo que hay que hacer en las tormentas de la vida; en vez de callar y aguantar, clamar a ti. Gloria a ti, Señor Jesús, porque no has huido de mi desolación, sino que la has habitado hasta lo más profundo. Alabanza y gloria a ti que, cargando sobre ti toda lejanía, te has hecho cercano a los más alejados de ti. Y yo, en las tinieblas de mis porqués, te encuentro a ti, Jesús, luz en la noche. Y en el grito de tantas personas solas y excluidas, oprimidas y abandonadas, te veo a ti, Dios mío: haz que te reconozca y te ame.

Oremos diciendo: Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los niños no nacidos y en aquellos abandonados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En tantos jóvenes, en espera de que alguien oiga su grito de dolor
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los numerosos ancianos descartados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los prisioneros y en quien se encuentra solo
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

En los pueblos más explotados y olvidados
Haz, Jesús, que te reconozca y te ame

12. Jesús muere encomendándose al Padre y concediéndole el Paraíso al buen ladrón

"[Uno de los malhechores crucificados] decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» […]. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró (Lc 23,42-43.46).

Jesús, ¡un malhechor va al Paraíso! Él se encomienda a ti y tú lo encomiendas contigo al Padre. Dios de lo imposible, que haces santo a un ladrón. Y no sólo eso: en el Calvario cambias el curso de la historia. Conviertes la cruz, que es emblema del tormento, en icono del amor; cambias el muro de la muerte en puente hacia la vida. Transformas la oscuridad en luz, la separación en comunión, el dolor en danza e incluso el sepulcro ―última estación de la vida― en punto de partida de la esperanza. Pero estas transformaciones las realizas con nosotros, nunca sin nosotros. Jesús, acuérdate de mí: esta oración sincera te permitió obrar maravillas en la vida de aquel malhechor. Qué poder inaudito el de la oración. A veces pienso que mi oración no es escuchada, mientras que lo esencial es perseverar, tener constancia, acordarme de decirte: “Jesús, acuérdate de mí”. Acuérdate de mí y mi mal ya no será un final, sino un nuevo inicio. Acuérdate, vuelve a ponerme en tu corazón, incluso cuando me aleje, cuando me pierda en la rueda de la vida que gira vertiginosamente. Acuérdate de mí, Jesús, porque ser recordado por ti ―lo demuestra el buen ladrón― es entrar en el Paraíso. Sobre todo, recuérdame, Jesús, que mi oración puede cambiar la historia.

Oremos diciendo: Jesús, acuérdate de mí

Cuando la esperanza desaparece y reina la desilusión
Jesús, acuérdate de mí

Cuando no soy capaz de tomar una decisión
Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo la confianza en mí o en los demás
Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo de vista la grandeza de tu amor
Jesús, acuérdate de mí

Cuando creo que mi oración resulta inútil
Jesús, acuérdate de mí

13. Jesús es bajado de la cruz y entregado a María

"Simeón […] dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,33-35).

María, después de tu "sí" el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora yace en tu regazo su carne torturada. Aquel niño que tuviste en tus brazos ahora es un cadáver destrozado. Sin embargo, ahora, en el momento más doloroso, resplandece la ofrenda de ti misma: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un "sí" a Dios. María, nosotros somos pobres de "síes", pero ricos del "si": si yo hubiera tenido mejores padres, si me hubieran comprendido y amado más, si mi carrera hubiera ido mejor, si no hubiera tenido aquel problema, si tan sólo no sufriera más, si Dios me escuchara... Preguntándonos siempre el porqué de las cosas, nos cuesta vivir el presente con amor. Tú tendrías tantos "si" que decirle a Dios, en cambio, sigues diciendo "sí", se cumpla en mí. Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento acompañado por Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en ti las últimas palabras que te dirigió: He aquí a tu hijo. Madre, ¡yo soy ese hijo! Recíbeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decirle "sí" a Dios, "sí" al amor. Madre de misericordia, vivimos en un tiempo despiadado y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con mansedumbre; deshaz las resistencias del corazón y los nudos del alma.

Oremos diciendo: Tómame de la mano, María

Cuando cedo a la recriminación y al victimismo
Tómame de la mano, María

Cuando dejo de luchar y acepto convivir con mis falsedades
Tómame de la mano, María

Cuando titubeo y non tengo el valor de decirle “sí” a Dios
Tómame de la mano, María

Cuando soy indulgente conmigo mismo e inflexible con los demás.
Tómame de la mano, María

Cuando quiero que la Iglesia y el mundo cambien, pero yo no cambio
Tómame de la mano, María

14. Jesús es depositado en el sepulcro de José de Arimatea

"Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. […] José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca" (Mt 27,57-60).

José, ese es el nombre que, junto con el de María, marcan la aurora de la Navidad y marcan también la aurora de la Pascua. José de Nazaret advertido en sueños se llevó audazmente a Jesús para salvarlo de Herodes; tú, José de Arimatea, te llevas su cuerpo, sin saber que un sueño imposible y maravilloso se hará realidad allí mismo, en el sepulcro que le diste a Cristo cuando pensabas que él ya no podía hacer nada más por ti. En cambio, es verdad que todo don hecho a Dios es recompensado siempre por él. José de Arimatea, eres el profeta del valor intrépido. Para entregarle tu regalo a un muerto acudes al temido Pilato y le ruegas que te permita darle a Jesús la tumba que habías mandado a construir para ti. Tu oración es persistente y a las palabras siguen los hechos. José, recuérdanos que la oración perseverante da fruto y atraviesa incluso las tinieblas de la muerte; que el amor no se queda sin respuesta, sino que regala nuevos comienzos. Tu sepulcro, que ―único en la historia― será fuente de vida, era nuevo, recién labrado en la roca. Y yo, ¿qué cosa nueva le doy a Jesús en esta Pascua? ¿Un poco de tiempo para estar con Él? ¿Un poco de amor a los demás? ¿Mis miedos y miserias enterradas, que Cristo está esperando que le ofrezca, como tú, José, hiciste con el sepulcro? Será verdaderamente Pascua si doy algo de lo mío a Aquel que dio la vida por mí; porque es dando como se recibe; y porque la vida se encuentra cuando se pierde y se posee cuando se da.

Oremos diciendo: Señor, ten piedad

De mí, negligente para convertirme
Señor, te piedad

De mí, que me gusta recibir mucho, pero dar poco
Señor, te piedad

De mí, incapaz de rendirme a tu amor
Señor, te piedad

De nosotros, rápidos para servirnos de las cosas, pero lentos para el servicio a los demás
Señor, te piedad

De nuestro mundo, plagado de los sepulcros de nuestro egoísmo
Señor, te piedad

Invocación conclusiva (el nombre de Jesús, 14 veces)

  • Señor, te rogamos como los necesitados, los frágiles y los enfermos del Evangelio, que te suplicaban con la palabra más sencilla y familiar: pronunciando tu nombre.
Jesús, tu nombre salva, porque tú eres nuestra salvación.
  • Jesús, tú eres mi vida y para no perderme en el camino te necesito a ti, que perdonas y levantas, que sanas mi corazón y das sentido a mi dolor.
  • Jesús, tú tomaste sobre ti mi maldad, y desde la cruz no me señalas con el dedo, sino que me abrazas; tú, manso y humilde de corazón, sáname de la amargura y del resentimiento, líbrame del prejuicio y de la desconfianza.
  • Jesús, te contemplo en la cruz y veo que se despliega ante mis ojos el amor, que da sentido a mi ser y es meta de mi camino. Ayúdame a amar y a perdonar, a vencer la intolerancia y la indiferencia, a no quejarme.
  • Jesús, en la cruz tienes sed, es sed de mi amor y de mi oración; los necesitas para llevar a cabo tus planes de bien y de paz.
  • Jesús, te doy gracias por los que responden a tu invitación y tienen la perseverancia de rezar, la valentía de creer y la constancia para seguir adelante a pesar de las dificultades.
  • Jesús, te encomiendo a los pastores de tu pueblo santo: su oración sostiene el rebaño; que encuentren tiempo para estar ante ti y que asemejen su corazón al tuyo.
  • Jesús, te bendigo por las contemplativas y los contemplativos, cuya oración, oculta al mundo, es agradable a ti. Protege a la Iglesia y a la humanidad.
  • Jesús, traigo ante ti las familias y las personas que han rezado esta noche desde sus casas; a los ancianos, especialmente a los que están solos; a los enfermos, gemas de la Iglesia que unen sus sufrimientos a los tuyos.
  • Jesús, que esta oración de intercesión abrace a los hermanos y hermanas de tantas partes del mundo que sufren persecución a causa de tu nombre; a los que padecen la tragedia de la guerra y a los que, sacando fuerzas de ti, cargan con pesadas cruces.
  • Jesús, por tu cruz has hecho de todos nosotros una sola cosa: reúne en comunión a los creyentes, infúndenos sentimientos fraternos y pacientes, ayúdanos a cooperar y a caminar juntos; mantén a la Iglesia y al mundo en la paz.
  • Jesús, juez santo que me llamarás por mi nombre, líbrame de juicios temerarios, chismes y palabras violentas y ofensivas.
  • Jesús, que antes de morir dijiste “todo se ha cumplido”. Yo, en mi miseria, no podré decirlo nunca. Pero confío en ti, porque eres mi esperanza, la esperanza de la Iglesia y del mundo.
  • Jesús, una palabra más quiero decirte y seguir repitiéndote: ¡Gracias! Gracias, Señor mío y Dios mío.

sábado, 23 de marzo de 2024

ENTRADA a la SEMANA SANTA...Papa Francisco.

Por el Papa Francisco. Año 2014

"Esta semana comienza con la procesión festiva, con los ramos de olivos: todo el pueblo recibe a Jesús. Los niños, los jóvenes cantan y alaban a Jesús"…

"Pero esta semana va adelante en el misterio de la muerte de Jesús y de su Resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos solamente una pregunta:  
  • ¿Quién soy yo? 
  • ¿Quién soy yo delante a mi Señor? 
  • ¿Quién soy yo delante a Jesús que entra festivamente en Jerusalén? 
  • ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo, o tomo distancia? 
  • ¿Estoy yo delante a Jesús que sufre? 
  • Hemos sentido tantos nombres, tantos nombres. Grupos de dirigentes, algunos eran sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley que habían decidido asesinarlo. Esperaban la oportunidad de apresarlo".
  • "¿Soy yo como uno de ellos? Y hemos sentido otro nombre: ¡Judas!, treinta monedas. ¿Soy yo como Judas? Hemos sentido otros nombres, los discípulos que no entendían nada, que se dormían mientras el Señor sufría. ¿Mi vida está dormida? O soy como los discípulos que no querían quizás traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería solucionar todo con la espada. Soy yo como ellos?”.
  • “¿Soy yo un Judas que recita de amarlo y besa al Maestro para entregarlo, traicionarlo? ¿Soy un traidor? ¿Soy como esos dirigentes que rápidamente constituyen el tribunal y buscan falsos testimonios? ¿Soy yo como ellos? ¿Y cuando hago estas cosas si las hago, creo que con esto salvo al pueblo? 
  • ¿Soy yo como Pilato, que cuando veo que la situación se pone difícil me lavo las manos, no sé asumir mi responsabilidad y dejo condenar o condeno yo a las personas?”.
  • “¿Soy yo como aquella multitud que no sabía bien si estaban en una reunión religiosa, en un juicio o en un circo, y elige a Barrabás? Para ellos era lo mismo, era más divertido para humillar a Jesús. 
  • ¿Soy yo como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten con la humillación del Señor? 
  • ¿Soy yo como el cireneo que volvía del trabajo, cansado, pero tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a cargar la cruz?".
  • "¿Soy yo como aquellos que pasaban delante a la cruz y hacían sus burlas a Jesús?: 'Tanto coraje, que baje de la cruz y creeremos en él'. La burla de Jesús. 
  • ¿Soy yo como aquellas mujeres llenas de coraje, como la madre de Jesús, que estaba allí y sufría en silencio? 
  • ¿Soy yo como José, el discípulo escondido que lleva el cuerpo de Jesús para darle sepultura?”.
  • “¿Soy yo como estas dos Marías que se quedan en la puerta del sepulcro llorando, rezando? 
  • ¿Soy yo como estos dirigentes que el día siguiente van a lo de Pilatos para decirle: 'Mire que éste decía que iba a resucitar; que no suceda otro engaño' y bloquean la vida, el sepulcro, para defender la doctrina, para que la vida no venga afuera. 
  • ¿Dónde está mi corazón?
  • ¿A cuál de ellos me asemejo? 

Y que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana"...

sábado, 16 de marzo de 2024

¡QUEREMOS VER A JESÚS!

Escrito por Florentino Ulibarri


Hoy me adhiero, Señor, 

al grupo de los que quieren verte

-saludarte, presentarse, escucharte, hablarte...-.


Como a aquellos griegos gentiles, 

pero curiosos e inquietos,

que acudieron a Felipe para conocerte,

también a mí me has tocado y despertado

abriéndome el horizonte

con tu presencia, mirada y mensaje.


Pero, ¿quién me acercará hasta ti?

¿Quién me llevará a tu presencia?

¿Quién me ayudará a superar las murallas

-culturales, religiosas, personales-

que nos separan y me retienen?


¿Quién será el anfitrión de nuestro encuentro?

¿Quién se hará cargo de este deseo

que surge de lo más hondo de mi ser

y me acompaña noche y día

desde la primera vez?


¿Quién será el anfitrión de nuestro encuentro?


Entre tus discípulos y apóstoles

siempre hubo, y seguro que las hay hoy,

personas cercanas y humildes,

con los pies en la tierra, en el "humus",

y los ojos fijos en ti;

hermanos atentos y sin ambiciones;

pastores que huelen a lo que deben oler;

pobres despojados hasta de su ser;

creyentes que se siembran sin temor a desaparecer;

hombres y mujeres que gozan al estar junto a ti...


¡Ojalá tenga la suerte

de toparme con ellos hoy,

aquí, en casa, o en los caminos,

o en las plazas, o en las fiestas, o en el templo...

o en cualquier lugar,

sea espacio sagrado o profano;

...o en el reverso de la historia

tan olvidado y arrinconado,

pero que tanto te preocupa a ti

y a todos los que siguen tus huellas!


¡Que llegue esa hora

para estar en tu compañía, Jesús!

"Queremos ver a Jesús”


Texto completo de las palabras del Papa Francisco  antes de rezar el Ángelus -2015-

En este Quinto domingo de Cuaresma, el evangelista Juan nos llama la atención con un particular curioso: algunos “griegos”, judíos, llegados a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, se dirigen al apóstol Felipe, y le dicen: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). En la ciudad santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y peligroso. También hay personas, como esos “griegos”, que están curiosos de verlo y de saber más acerca de su persona y de las obras que Él ha realizado, la última de las cuales – la resurrección de Lázaro – ha causado mucha sensación.

“Queremos ver a Jesús”: estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en los corazones de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. “Yo deseo ver a Jesús”, así siente el corazón de esta gente.

Respondiendo indirectamente, en modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado”. (Jn 12,23). ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. Cristo declara que será “levantado en alto sobre la tierra” (v. 32), una expresión con doble significado: “levantado” porque crucificado, y “levantado” porque exaltado por el Padre en la Resurrección, para atraer a todos a sí mismo y reconciliar a los hombres con Dios y entre sí. La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en Él.

Continuando en la profecía sobre su Pascua ya inminente, Jesús usa una imagen sencilla y sugestiva, aquella del "grano de trigo" que caído en la tierra, muere para dar fruto (cfr. v. 24). En esta imagen encontramos otro aspecto de la Cruz de Cristo: el de la fecundidad. La cruz di Cristo es fecunda. La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del amor de Dios. Inmersos en este amor por el Bautismo, los cristianos pueden convertirse en "granos de trigo" y dar mucho fruto, si al igual que Jesús, "pierden propia la vida" por amor a Dios y a los hermanos (cfr. v. 25).

Por esta razón, a aquellos que aún hoy "quieren ver a Jesús", a los que están en la búsqueda del rostro de Dios; a quien ha recibido una catequesis cuando era pequeño y luego no la ha profundizado más y quizás ha perdido la fe; a tantos que aún no han encontrado a Jesús personalmente... a todas estas personas podemos ofrecerles tres cosas: el Evangelio; el Crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre pero sincera. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El Crucifijo: signo del amor de Jesús que se entregó por nosotros. Y luego, una fe que se traduce en gestos simples de caridad fraterna. Pero principalmente en la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones. Evangelio, Crucifijo y testimonio. 

Que la Virgen nos ayude a dar estas tres cosas.

martes, 12 de marzo de 2024

Mes de San Jose : “3 claves para vivir la Cuaresma inspirados en San José”


Fuente: Hermanas Pobres Bonaerenses de San Jose

Comenzando el Mes de San José, les compartimos estas “claves” para vivir la Cuaresma de la mano de este Santo tan querido…

Tiempo para el SILENCIO y la REFLEXION: Es un momento propicio para alejarse del ruido y escuchar la voz del Padre en lo profundo del corazón.

Dedícale tiempo diario a la oración y la meditación de la Palabra, buscando la acción de la Providencia en tu vida…

Tiempo OBEDIENCIA y HUMILDAD: San José fue un hombre obediente a la voluntad de Dios, incluso cuando no entendía completamente su plan.

En Cuaresma haz memoria de las veces que, aceptando los planes de Dios en tu vida, fuiste creciendo en libertad…

Tiempo de SERVICIO y CARIDAD: San José fue un ejemplo de servicio desinteresado y caridad hacia los demás.

Aprovecha este tiempo para servir con pequeños gestos a los mas necesitados de tu comunidad, dedicando tiempo y recursos a ayudar a los mas vulnerables que Dios pone en tu camino…

sábado, 9 de marzo de 2024

Dios nos está Revelando su «Amor Loco» por la Humanidad...


Escrito por José Antonio Pagola

El evangelista Juan nos habla de un extraño encuentro de Jesús con un importante fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va a donde Jesús «de noche». Intuye que Jesús es «un hombre venido de Dios», pero se mueve entre tinieblas. Jesús lo irá conduciendo hacia la luz.

Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse con Jesús. Por eso, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús prosigue su discurso para terminar con una invitación general a no vivir en tinieblas, sino a buscar la luz.

Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?

Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles. Sin embargo, Jesús nos está mandando desde la cruz señales de vida y de amor.

En esos brazos extendidos, que no pueden ya abrazar a los niños, y en esas manos clavadas, que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.

Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su «amor loco» por la humanidad.

«Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza. Somos nosotros los que hemos de decidir. Pero «la Luz ya ha venido al mundo». ¿Por qué tantas veces rechazamos la luz que nos viene del Crucificado?

Él podría poner luz en la vida más desgraciada y fracasada, pero «el que obra mal... no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras». Cuando vivimos de manera poco digna, evitamos la luz, porque nos sentimos mal ante Dios. No queremos mirar al Crucificado. Por el contrario, «el que realiza la verdad se acerca a la luz». No huye a la oscuridad. No tiene nada que ocultar. Busca con su mirada al Crucificado. Él lo hace vivir en la luz.

sábado, 2 de marzo de 2024

Los Diez Mandamientos son una Aventura del Crecimiento Humano

Escrito por la hermana Joan Chittister . OSB, -de su Libro: Los diez Mandamientos-

La hermana Joan, se pregunta y se responde ante la novedad que hoy tienen los Diez Mandamientos:

“¿Qué son los Diez Mandamientos y que significan para nosotros ahora, en un mundo en el que judíos, cristianos y musulmanes afirman, todos ellos, aceptar a Moisés y las Tablas del Sinaí como fundamento de su ley, por mas leyes distintas que queramos añadirles?

Si somos verdaderamente personas –cultural, política y socialmente- imbuidas de los Diez Mandamientos y pretendemos preservarlos como fundamento de nuestra civilización, ¿Qué significa eso para nosotros aquí y ahora? ¿Son acaso los principios vitales que dichos mandamientos nos proporcionan un verdadero impulso vivo para nosotros o meras reliquias de épocas pasadas que se han convertido en una especie de fetiche cultural, en algo que nos  distingue quizá del mundo religioso circundante, pero que apenas tiene incidencia alguna en nuestra vida personal o pública?

¿Hay en ellos algo por lo que merezca la pena interesarse o son, quizá, meros productos de un mundo pasado?, ¿son en verdad un criterio válido para nuestra vida?; ¿Qué medida dan de nosotros y a quien le importa? 

Estas leyes, que encarnaban para ellos los deseos de Dios, hicieron de ellos una sociedad única por su adhesión, no a las leyes de Moisés –sometidas a cambio por cualquier gobernante posterior-, sino a la ley de Dios. Esas leyes no emanaban del capricho humano; eran irrevocables e inmodificables y debían estas escritas en la mente y en el corazón de la comunidad hebrea por los siglos de los siglos.

El otorgamiento de los Diez Mandamientos puede verse al instante como algo único. Estas leyes, destinadas a ser principios morales por los que vivir, mas que prescripciones minuciosamente definidas que hubiera que seguir, tenían la finalidad inequívoca de configurar un modo de vivir, un estilo de vida, una actitud mental, un espíritu de comunidad humana, un pueblo.

La cuestión es que los Diez Mandamientos son leyes del corazón, no del Estado; son leyes que pretenden llevar a la plenitud de la vida, no simplemente a una vida bien ordenada.                                                       
Aristóteles insiste en que la vida perfecta es aquella en la que contemplamos las cosas mejores y mas valiosas, las cosas de mayor merito. La vida perfecta –dice Aristóteles- nos compromete a dedicarnos a aquello sobre lo que merece la pena pensar. Los Diez Mandamientos nos dicen sobre que merece la pena pensar en la vida.                                        

Se trata de las cosas que son mas importantes que la mecánica transitoria del día a día; se trata de las cosas que perduran, que se convierten en el sustrato espiritual en que reposa nuestra vida, las cosas que acaban formando el camino que conduce a plenitud desde la pequeñez de los mayores empeños humanos.             

Se trata, no tanto de nuevas leyes, cuando de una nueva visión de lo que significa ser una comunidad humana, un pueblo de Dios. A Moisés –dice la Escritura- se le ordena posponer la promulgación de la ley hasta que el pueblo judío haya llegado finalmente a la Tierra Prometida, hasta que esté listo, al fin, para instalarse y comenzar un modo de vida completamente nuevo.

Puede que lo mas significativo de todo sea que las Tablas del Sinaí son denominadas “mandamientos” una sola vez en toda la Escritura, los Diez Mandamientos son mencionados como el Decálogo: las “diez palabras”. Es el Decálogo –esas diez palabras- lo que a lo largo de los años se desarrollo en diez ideas o conceptos o ideales o propuestas que hicieron de las doce tribus de Israel un tipo distinto de “pueblo”.   

Son palabras acerca de la alabanza,  la responsabilidad humana, la justicia,  la creación, el valor de la vida, la naturaleza de las relaciones, la honradez, la veracidad, el deseo y la sencillez de vida.                                                                                                                               
Escritas en segunda persona del singular del futuro, las “palabras” están destinadas a ser todo un nuevo modo de enfocar la vida para todos nosotros. Esta vez se nos ha dicho, no lo que el rey espera, sino lo que espera Dios, y cada uno de nosotros es responsable de adecuar a ello su propia vida.            
Los  Diez Mandamientos son, pues, una aventura del crecimiento humano. No somos tanto condenados cuanto trasformados por ellos.