martes, 27 de diciembre de 2016

Llegando a Fin de otro año... Tiempo de Bendecir lo que hemos vivido...

Escrito por P. Eduardo Casas

Bendigo el tiempo con su paso.

Bendigo el trabajo y su cansancio.

Bendigo la caricia de la amistad.

Bendigo la vida y todos sus momentos.

Bendigo la salud que nos hace estar vivos.

Bendigo la lucidez que nos permite estar despiertos.

Bendigo a los que me aman y también a los que han dejado de amarme.

Bendigo la humildad de los que aceptan el bien aunque duela.

Bendigo el servicio de quien se pone en el último puesto.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Navidad, Fiesta del Dios de la Empatía...

Escrito por Pepelu Aguirre Macías

"La empatía es la única ideología capaz de cambiar el mundo"

Esta frase de María Mariscal encontrada en las redes, cuando preparaba unas palabras para las plataformas sociales, me ayudó a descubrir una nueva faceta del Adviento y de la Navidad. Jamás me había planteado la idea de que mi fe se la debo a un acto puro y duro de empatía. Jamás había pensado que en Navidad se celebra la Fiesta del Dios de la empatía.

Y es que, cuando el mundo entero está más pendiente de las antipatías o no empatías... Dios vuelve a empatizar con el hombre en esta Navidad. 

Es verdad que lo hace con toda la condición humana, sea cual sea...

Lo hará en el seno de una humilde muchacha  en un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio; 

  • empatizará con el hombre, naciendo en una pequeña familia de refugiados que huían de la tiranía y que acaban, después de una desesperada búsqueda, en un inhóspito pesebre, rodeado de animales, como lo hacían los más pobres; 
  • lo hizo al ser presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse el lujo de un cordero… 

Tanto empatiza Dios con los olvidados de la historia, que se identifica con ellos “tuve hambre y no me diste de comer”.

¡Cuán grande es la dignidad humana!, que todo un Dios, dejando a un lado el alarde de su categoría divina, se introduce de lleno en nuestra condición, rebajándose a sí mismo para elevarnos a nosotros. 

  • ¿Acaso no es un motivo de esperanza en esta Navidad que vuelve a atravesar nuestra vida? 
  • ¿Acaso no es un motivo para tomar la empatía con el otro como criterio de autenticidad y de seguimiento fiel? 
  • ¿Acaso no hemos de educar a nuestros jóvenes en el arte de empatizar como moneda de transformación social y como medio para descubrir el rostro de Cristo en el más necesitado? 

Dios se pone en mi lugar. Sólo poniéndome en el lugar del otro, puedo encontrarme con el Dios de la empatía.

jueves, 8 de diciembre de 2016

3º DOMINGO DE ADVIENTO

Escrito por hna Mariola López Villanueva rscj
Mateo 11, 10-11

Juan está desconcertado porque las cosas no van como él las esperaba. Qué bien podemos reconocernos en esas expectativas que no se cumplen, proyectos que después de mucho empeño se frustran, realidades que imaginábamos y que no llegan del modo previsto… 

Y tentados por el desánimo nos preguntamos si tenemos que seguir esperando tiempos mejores. Jesús nos saca de esas situaciones abriendo nuestros ojos a la realidad: hay tantos lugares donde despunta la buena noticia, tanta sanación que quiere acontecer, tanta bendición que acoger a través de los pobres y pequeños. 

Jesús ensalza la vida de Juan y la agradece, porque a su manera, sin comprender del todo hasta donde llegaba la incondicionalidad del amor de Jesús, preparó con sus palabras y sus gestos la eclosión del Reino desde los más frágiles de la tierra. 

Y cuando fijamos nuestros ojos y nuestros oídos en esa dirección, es Dios mismo escondido en ellos quien nos regala alegría y salvación.

sábado, 3 de diciembre de 2016

2do DOMINGO de ADVIENTO: La Conversión es un Proceso, un Camino; donde hay que poner los Ojos es en Jesús.

Escrito por P.  Diego Fares sj

Conviértanse! Conversión -metanoia- es la palabra preferida de Juan.

Una palabra, una misión: hacer que la gente se convierta a Jesús que viene.

Ese Jesús que viene después de Juan, que es más poderoso que él en Espíritu y al cual Juan no se considera digno ni de sacarle las sandalias de los pies para servirlo.

La conversión es un proceso, un camino y donde hay que poner los ojos es en Jesús.

La conversión del corazón, sólo Jesús la consigue. Ese es el Bautismo del Espíritu. Un bautismo del corazón. Un sumergir el corazón en su agua bendita que lo limpia todo. Un dejar que por el camino Jesús nos lo vaya “bautizando” con su modo de contar las cosas que pasaron, y caigamos en la cuenta y nos digamos, como los discípulos de Emaús: “acaso no ardía nuestro corazón por el camino mientras nos hablaba?”.

La conversión del corazón es solo un “sí”, como el de María; un “que se haga” –eso es el corazón-, un hágase según tu palabra, a tu modo y a tu medida, cuando quieras y como quieras.

La conversión del corazón es  dejar algo, como dejaron las redes los primeros cuatro discípulos: así como estaban, lo siguieron. Eso es el corazón.

La conversión del corazón es seguir una corazonada, como Zaqueo, como la hemorroisa, como Bartimeo, como Pedro y Juan corriendo al sepulcro, como María Magdalena que no se quería ir. Una corazonada, eso es el corazón.

La conversión del corazón es una certeza que toca fondo, como la del hijo pródigo. “Me levantaré y volveré junto a mi Padre”, eso es el corazón.

La conversión del corazón es tirarse de cabeza, como Brochero tirándose al río agarrado de la cola de su mula Malacara y es también una rutina cotidiana, como el pasar del cura con la pata entablada, al tranco de mula, frente a los ranchos de la gente que sale a pedirle la bendición, mientras va fumando un chala rumbo a una viejita que lo espera para la confesión.

La conversión del corazón es inmediata, es un “encantado patroncito” como el de Hurtado. ¿Recuerdan? Aquel día en que un estudiante jesuita había viajado a Santiago con una lista inmensa de encargos y al llegar, no va que se topa con el Padre Hurtado y espontáneamente se le ocurre pedirle la camioneta. Hurtado sacó ahí nomás las llaves del bolsillo y se las dio con su mejor sonrisa diciendo: “encantado, patroncito“. Apenas partió el joven en la camioneta, San Alberto salió a hacer sus numerosas diligencias de aquel día en micro. Este detalle muestra su humildad espontánea”, dice el cronista. Nosotros decimos que eso es “el corazón”.

La conversión del corazón es una sed de amor y de almas, como esa que “de una manera que nunca podrá explicar, se apoderó del corazón de la Madre Teresa, y el deseo de saciar la sed de Jesús se convirtió en la fuerza motriz de toda su vida”.

La conversión del corazón es un sentir la Palabra de Dios como un lapicito que escribe las cosas suavemente y con linda letra en esa superficie tierna del alma que llamamos “nuestro corazón”.

La conversión del corazón es una decisión, como la que tomó Teresita, el día en que “se olvidó de sí misma -de su hipersensibilidad para con los afectos de los demás, que hacían que se le estrujara el corazón- y fue feliz”.

La conversión del corazón es ponerle, a cada miseria, la firma de la misericordia, que es la única que no necesita “aclaración”.

Diego Fares sj

sábado, 26 de noviembre de 2016

1er DOMINGO DE ADVIENTO: Un nuevo tiempo de posibilidad...


Escrito por hna Patricia Hevia rscj

Un nuevo  tiempo de posibilidad: el Adviento. A lo largo de estas semanas que preceden a la Navidad, a lo largo y ancho de nuestro mundo, se va a ir repitiendo ese clamor que presta palabra a nuestro deseo más profundo: ¡Ven, Señor Jesús! Porque clamar por la venida de este Dios-Amor que ya está en medio de nosotros, que ya está abrazando nuestro mundo y nuestras vidas, es clamar por la venida de la justicia, del amor, de la belleza, de la fraternidad… de tal modo que alcancen a cada ser humano y a cada criatura. 

Las lecturas de este Primer Domingo de Adviento, ponen nombre a este deseo: “que vivan seguros los que te aman”, “que las lanzas se conviertan en podaderas y las espadas en arados”, que nadie se adiestre ya para la guerra y que todos puedan decir: ¡la paz con nosotros!

Y esta transformación posible y anhelada comienza por cada uno de nosotros, que despiertos y en camino “subimos al monte de la casa del Señor” para ser adiestrados en la escucha de la palabra y para ser sanados de nuestras violencias que se transformarán en energía para la bondad, el Amor y el bien.

El Adviento es tiempo favorable, tiempo para despertar, tiempo para ponerse en pie, tiempo para “vestirse de Jesucristo”, tiempo para caminar a la luz del Señor, porque, como bellamente cantaba Leonard Cohen, “hay una grieta, una grieta en todo… y así es como entra la luz”. Ojala aprendamos a descubrir en las grietas de nuestra vida y de nuestro mundo esa luz que se cuela.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Carta apostólica ‘Misericordia et misera’, del Papa Francisco, en la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia


A cuantos leerán esta Carta Apostólica
Misericordia y paz

Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: “Quedaron solo ellos dos: la miseria y la misericordia”(1). Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir en el futuro.

1. Esta página del Evangelio puede ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre.

Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido el deseo de ser comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn 8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? (…) Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (vv. 10-11). De este modo la ayuda a mirar el futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá “caminar en la caridad” (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.

2. Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: “Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco” (v. 47).
El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.
La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.

3. Cuánta alegría ha brotado en el corazón de estas dos mujeres, la adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que se sintieran al fin más libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y de dolor se han transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de misericordia.
Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que guiaban a los primeros cristianos: “Revístete de alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza (…) Vivirán en Dios cuantos alejen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría”(2). Experimentar la misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.
En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la desesperación. Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: “Estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).

4. Hemos celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la misericordia se nos ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre cada uno de nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella cambia la vida.
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: “Has sido bueno, Señor, con tu tierra (—). Has perdonado la culpa de tu pueblo” (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han indicado la misión: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23).

5. Ahora, concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina. Nuestras comunidades continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva evangelización en la medida en que la “conversión pastoral”, que estamos llamados a vivir(3), se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la misericordia. No limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que salva.
En primer lugar estamos llamados a celebrar la misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial, con la invocación “Señor, ten piedad”, somos inmediatamente confortados: “Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna”. Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones “colectas” se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: “Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas”(4). Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: “Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado”(5). Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: “Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca”. “Ten misericordia de todos nosotros”(6), es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la “ayuda de su misericordia”. Y antes del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: “No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”(7). Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de Dios.
En toda la vida sacramental la misericordia se nos da en abundancia. Es muy irrelevante el hecho de que la Iglesia haya querido mencionar explícitamente la misericordia en la fórmula de los dos sacramentos llamados “de sanación”, es decir, la Reconciliación y la Unción de los enfermos. La fórmula de la absolución dice: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz”(8); y la de la Unción reza así: “Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo”(9).
Así, en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es altamente performativa, es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente. Este es un aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda su originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con el que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el primer acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro. Por tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar de nuestro pecado.

6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios asume también un significado particular. Cada domingo, la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual(10). En la celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de nuestra salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se “entretiene” con nosotros(11), para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía. Qué importante es la homilía, en la que “la verdad va de la mano de la belleza y del bien”(12), para que el corazón de los creyentes vibre ante la grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.

7. La Biblia es la gran historia que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda claramente el Apóstol: “Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia” (2 Tm 3,16).
Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras concretas de caridad(13).

8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).
En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que “el amor cubre la multitud de los pecados” (1 Pe 4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él perdona nuestras faltas: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula el alegre compromiso por la misericordia.

9. Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de reconciliación. “Reconciliaos con Dios” (2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que descubra la potencia del amor que transforma en una “criatura nueva” (2 Co 5,17).
Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el ejercicio de este precioso ministerio.

10. A los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.

11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido el primero de los pecadores, “por esto precisamente se compadeció de mí” (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y transformar nuestro corazón: “Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fío de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí” (1 Tm 1,12-13).
Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: “Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación” (2 Co 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, “la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús” (Rm 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.

Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y palabras que toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).

El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del “ministerio de la reconciliación” (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón.

Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.

12. En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar(14), lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.

En el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por diversos motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, la posibilidad de recibir válida y lícitamente la absolución sacramental de sus pecados(15). Por el bien pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad de sus sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios, la plena comunión con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal que esta facultad se extienda más allá del período jubilar, hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo sacramental de la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.

13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación. “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is 40,1), son las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar las lágrimas es una acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el que con frecuencia terminamos encerrados.

Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a través del consuelo ofrecido por los hermanos.

A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos no existen palabras para responder a los interrogantes del que sufre. La falta de palabras, sin embargo, se puede suplir por la compasión del que está presente y cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto que el silencio sea un acto de rendición, al contrario, es un momento de fuerza y de amor. El silencio también pertenece al lenguaje de la consolación, porque se transforma en una obra concreta de solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.

14. En un momento particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras, es importante que llegue una palabra de gran consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio es una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que corresponder con al amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas alternativas: “El gozo del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia”(16). El sendero de la vida lleva a que un hombre y una mujer se encuentren, se amen y se prometan, fidelidad por siempre delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad. La alegría de los padres por el don de los hijos no es inmune a las preocupaciones con respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un futuro digno de ser vivido con intensidad.

La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia, sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo de la familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. 

La experiencia de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y acompañar(17).
No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote, un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.

15. El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. 
La muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.
Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto.

16. Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la caridad, que estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El camino de la misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y hermanas que tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así caminar juntos.

Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia. Por su misma naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en una acción concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su verdad, no se puede volver atrás: crece continuamente y transforma la vida. Es verdaderamente una nueva creación que obra un corazón nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las necesidades más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la Iglesia ora en la Vigilia Pascual, después de la lectura que narra la creación: “Oh Dios, que con acción maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste”(18).

La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una “nueva creatura” (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida nueva; he sido “misericordiado”, entonces me convierto en instrumento de misericordia.

17. Durante el Año Santo, especialmente en los “viernes de la misericordia”, he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen personas que encarnan realmente la caridad y que no llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.

18. Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia necesita anunciar hoy esos “muchos otros signos” que Jesús realizó y que “no están escritos” (Jn 20,30), de modo que sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama socorro, ayuda y consuelo. 

Las cárceles son lugares en los que, con frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana.

Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una “ciudad fiable”(19).

19. En este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas. Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y entusiasmo.

Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).

Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y, sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él “hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió” (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.

Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la Iglesia está llamada a ser la “túnica de Cristo”(20) para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la dignidad que les han sido despojada. “Estuve desnudo y me vestisteis” (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente.

No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o una tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la condición social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana. Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para vivir con dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su futuro?

El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.

20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son “artesanales”: ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la «materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa.

Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del Señor la llama siempre a salir de la indiferencia y del individualismo, en el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin problemas. “A los pobres los tenéis siempre con vosotros” (Jn 12,8), dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado con cada uno de ellos.

La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la “teoría sobre la misericordia” se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto esencial de la su misión y de toda la vida cristiana: “Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir” (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en razón de su evidencia evangélica.

21. Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras del apóstol Pedro: “Los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión” (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren, para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre. Que nuestras comunidades se abran hasta llegar a todos los que viven en su territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los creyentes, la caricia de Dios.

Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.

A la luz del “Jubileo de las personas socialmente excluidas”, mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres. Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia.

22. Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la misericordia de Dios.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.

FRANCISCO

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(1) In Io. Ev. tract. 33,5.
(2) Pastor de Hermas, 42, 1-4.
(3) Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 27: AAS 105 (2013), 1031.
(4) Misal Romano, III Domingo de Cuaresma.
(5) Ibíd., Prefacio VII dominical del Tiempo Ordinario.
(6) Ibíd., Plegaria eucarística II.
(7) Ibíd., Rito de la comunión.
(8) Ritual de la Penitencia, n. 102.
(9) Ritual de la Unción y de la pastoral de enfermos, n. 143.
(10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 106.
(11) Cf. Id. Const. dogm. Dei Verbum, 2.
(12) Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 142: AAS 105 (2013), 1079.
(13) Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 30 septiembre 2010, 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
(14) Cf. Carta con la que se concede la indulgencia con ocasión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, 1 septiembre 2015: L’Osservatore Romano ed. Española, 4 de septiembre de 2015, 3-4.
(15) Cf. ibíd.
(16) Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 19 marzo 2016, 1.
(17) Cf. ibíd., 291-300.
(18) Misal Romano, Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura.
(19) Carta. enc. Lumen fidei, 29 junio 2013, 50: AAS 105 (2013), 589.
(20) Cf. Cipriano, La unidad de la Iglesia católica, 7.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Una Corona que se convierte en Gloria, cuando, reinas sirviendo a tus hermanos...

Escrito por Manuel Romero

El poder no lo ejercen hoy los reyes, lo gestionan los gobiernos y lo intentan administrar -se supone- en bien de todos. Sin embargo, no es el poder político, ni social del que habla hoy la Palabra de Dios, y tampoco debiera llevarse a esos ámbitos la reflexión dominical.

Es poder es una de las tentaciones más fuertes que tiene el ser humano. Se lo arroga desde el primer momento de la Creación y lo ejerce frente al hermano suscitando envidias y rivalidades. El poder hunde sus raíces en ese querer “ser dueño de sí” y de aquello que  podemos controlar. Lo sintió Jesús en el desierto y lo circundó en la cruz.

El poder de Jesús es el de amar al hombre de corazón. Ese es el poder transformador y positivo del amor materno de Dios. Lo mostraba con esas palabras capaces de calmar tormentas, enmudecer poseídos y perdonar pecados, con esas miradas que sanaban corazones y aturdían a los fariseos, y con esas manos que resucitaban muertos.

Ese poder lo ansiamos los hombres. Y cuando queremos apropiárnoslo se lo quitamos al Señor. Y al atribuirlo a nuestras capacidades anulamos su poder y a Dios mismo. Sin darnos cuenta, se lo acabamos atribuyendo a cualquier ídolo.

De ahí, que del Evangelio broten las preguntas:
  • ¿Quién ejerce su poder sobre ti? 
  • ¿A quién le das tú, poder? 

Cuando te encierras en tu mundo y defiendes tus necesidades, cuando crees que tu criterio es el único, cuando te satisface gobernar y que todos te lo reconozcan, cuando te crees suficiente y superior a los demás, cuando no agradeces nada pues todo lo consigues con tu esfuerzo, cuando crees que tus fuerzas son eternas y no estás expuesto a la fragilidad y la enfermedad, cuando pones precio a todo y no das nada gratuitamente. Todo lo que tú te quedas se lo quitas a Cristo y le restas su poder.

El tema es que Cristo hoy, reconocido como rey, ejerce su reinado con una corona de espinas. Su amor por ti lleva consigo las espinas de tu libertad y el riesgo de tu poder. Una corona que se convierte en gloria cuando tú te pones una parecida y reinas sirviendo a tus hermanos. Si compartes con él esa corona, compartirás con Él, hoy, el paraíso.

martes, 1 de noviembre de 2016

Las Bienaventuranzas son el Camino de Vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus Huellas...

Texto completo de la homilía del Papa Francisco, en su visita a Suecia:

Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos.

Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes personales.

Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su meta, su patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio de hoy, hemos escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran muchedumbre en un monte junto al lago de Galilea.

Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del cristiano. Entre todas ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza de su amor. La mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros; logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y enfrenta, y se busquen modos siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida, Brigitta Vadstena, copatrona de Europa. Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión entre los cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su País, caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas, donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene nada que perder, porque su única riqueza es Dios.

Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos... Todos ellos son portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.

Queridos hermanos y hermanas, la llamada a la santidad es para todos y hay que recibirla del Señor con espíritu de fe. Los santos nos alientan con su vida e intercesión ante Dios, y nosotros nos necesitamos unos a otros para hacernos santos. Juntos pidamos la gracia de acoger con alegría esta llamada y trabajar unidos para llevarla a plenitud. A nuestra Madre del cielo, Reina de todos los Santos, le encomendamos nuestras intenciones y el diálogo en busca de la plena comunión de todos los cristianos, para que seamos bendecidos en nuestros esfuerzos y alcancemos la santidad en la unidad.

martes, 18 de octubre de 2016

En la oración emerge nuestra imagen de Dios...

Escrito por Dolores Aleixandre rscj

Las lecturas de hoy parecen pretender que se despierte en nosotros el deseo de autenticidad para atrevernos a ser lo que somos, a reconocerlo, a aceptar nuestra humilde condición y, desde esa verdad que es la nuestra, entrar en relación con Dios. 

Es entonces cuando quedamos justificadas porque hemos adoptado la única postura justa y solo sobre la solidez de esa tierra podemos asentar nuestros pies. 

Pero si pretendemos escapar de ahí y queremos apoyarnos en lo que llamamos méritos o poderes del yo, el suelo se tambalea bajo nuestros pies y la comunicación con el Dios que ama la verdad en lo íntimo del ser, queda frustrada. 

En la oración emerge nuestra imagen de Dios
  • ¿Será alguien que necesita de nuestras cualidades para querernos? 
  • ¿Se parecerá a un contable que apunta nuestros méritos? 

También aparece la imagen que tenemos de nosotros mismos: el erguirse del fariseo sobre sus pretendidas cualidades y virtudes, su manera de situarse como por derecho propio en el ámbito de lo sacro, contrasta con la postura humilde del publicano que se queda fuera y se inclina con reverencia ante su Dios.

Los dos personajes conviven en nuestro interior: la elección nos corresponde a cada uno de nosotros. 

Y también el repetir una y otra vez: Ten compasión de mí, Señor, que soy un pecador…

Dolores Aleixandre rscj

domingo, 16 de octubre de 2016

Es el Espíritu Santo quien nos enseña a rezar, quien nos guía en la oración y nos hace orar como hijos...

A continuación el texto completo de su homilía del Papa Francisco:

Al inicio de la celebración eucarística de hoy hemos dirigido al Señor esta oración: «Crea en nosotros un corazón generoso y fiel, para que te sirvamos siempre con fidelidad y pureza de espíritu» (Oración Colecta).

Nosotros solos no somos capaces de alcanzar un corazón así, sólo Dios puede hacerlo, y por eso lo pedimos en la oración, lo imploramos a él como don, como «creación» suya. De este modo, hemos sido introducidos en el tema de la oración, que está en el centro de las Lecturas bíblicas de este domingo y que nos interpela también a nosotros, reunidos aquí para la canonización de algunos nuevos Santos y Santas. Ellos han alcanzado la meta, han adquirido un corazón generoso y fiel, gracias a la oración: han orado con todas las fuerzas, han luchado y han vencido.

Orar, por tanto, como Moisés, que fue sobre todo hombre de Dios, hombre de oración. Lo contemplamos hoy en el episodio de la batalla contra Amalec, de pie en la cima del monte con los brazos levantados; pero, en ocasiones, dejaba caer los brazos por el peso, y en esos momentos al pueblo le iba mal; entonces Aarón y Jur hicieron sentar a Moisés en una piedra y mantenían sus brazos levantados, hasta la victoria final.Este es el estilo de vida espiritual que nos pide la Iglesia: no para vencer la guerra, sino para vencer la paz. En el episodio de Moisés hay un mensaje importante: el compromiso de la oración necesita del apoyo de otro. El cansancio es inevitable, y en ocasiones ya no podemos más, pero con la ayuda de los hermanos nuestra oración puede continuar, hasta que el Señor concluya su obra.

San Pablo, escribiendo a su discípulo y colaborador Timoteo le recomienda que permanezca firme en lo que ha aprendido y creído con convicción (cf. 2 Tm 3,14). Pero tampoco Timoteo no podía hacerlo solo: no se vence la «batalla» de la perseverancia sin la oración. Pero no una oración esporádica e inestable, sino hecha como Jesús enseña en el Evangelio de hoy: «Orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1). Este es el modo del obrar cristiano: estar firmes en la oración para permanecer firmes en la fe y en el testimonio. Y de nuevo surge una voz dentro de nosotros: «Pero Señor, ¿cómo es posible no cansarse? Somos seres humanos, incluso Moisés se cansó». Es cierto, cada uno de nosotros se cansa. Pero no estamos solos, hacemos parte de un Cuerpo. Somos miembros del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, cuyos brazos se levantan al cielo día y noche gracias a la presencia de Cristo resucitado y de su Espíritu Santo. Y sólo en la Iglesia y gracias a la oración de la Iglesia podemos permanecer firmes en la fe y en el testimonio.

Hemos escuchado la promesa de Jesús en el Evangelio: Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche (cf. Lc 18,7). Este es el misterio de la oración: gritar, no cansarse y, si te cansas, pide ayuda para mantener las manos levantadas. Esta es la oración que Jesús nos ha revelado y nos ha dado a través del Espíritu Santo. Orar no es refugiarse en un mundo ideal, no es evadir a una falsa quietud. Por el contrario, orar y luchar, y dejar que también el Espíritu Santo ore en nosotros. Es el Espíritu Santo quien nos enseña a rezar, quien nos guía en la oración y nos hace orar como hijos.

Los santos son hombres y mujeres que entran hasta el fondo del misterio de la oración. Hombres y mujeres que luchan con la oración, dejando al Espíritu Santo orar y luchar en ellos; luchan hasta el extremo, con todas sus fuerzas, y vencen, pero no solos: el Señor vence a través de ellos y con ellos. También estos siete testigos que hoy han sido canonizados, han combatido con la oración la buena batalla de la fe y del amor. Por ello han permanecido firmes en la fe con el corazón generoso y fiel. Que, con su ejemplo y su intercesión, Dios nos conceda también a nosotros ser hombres y mujeres de oración; gritar día y noche a Dios, sin cansarnos; dejar que el Espíritu Santo ore en nosotros, y orar sosteniéndose unos a otros para permanecer con los brazos levantados, hasta que triunfe la Misericordia Divina.

lunes, 3 de octubre de 2016

Fiesta de San Francisco de Asís

Del Libro: Sabiduría de un pobre” de Eloi Leclerc

En la última escena nos dice:

“La cosa más urgente - dijo Francisco - es desear tener el Espíritu del Señor. Él solo puede hacernos buenos, profundamente buenos, con una bondad que es una sola cosa con nuestro ser más profundo. Se calló un instante y después volvió a decir: - El Señor nos ha enviado a evangelizar a las personas. Mira, evangelizar a una persona es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús.” 

Y no sólo decírselo, sino pensarlo realmente. 

Y no sólo pensarlo, sino portarse con esa persona de tal manera que sienta y descubra que hay en ella algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que ella pensaba, y que se despierte así a una nueva conciencia de sí. 

Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estimas profundas. 

Es preciso ir hacia las personas. La tarea es delicada. El mundo es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades ocultan el rostro de Dios. 

Es preciso, sobre todo, que al ir hacia las personas no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser testigos pacíficos de Dios, personas sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente amigos. 

Es nuestra amistad lo que esperan, una amistad que les haga sentir que son personas amadas de Dios y salvadas en Jesucristo.” 

domingo, 2 de octubre de 2016

BASTA QUE TENGAS UN POCO DE FE

Fuente: Centro de Espiritualidad y Pastoral : CEP -Venezuela-

La Palabra nos invita a reflexionar sobre el don de la fe, que es la fuerza vital que nos sostiene y nos lanza a mover cielos y tierra para que esta vida sea vivida con amor y con pasión.

En el Evangelio [Lc. 17, 5-10], los discípulos han pedido a Jesús que les «aumente la fe»  y, a partir de esta petición, el Señor les plantea cuatro aspectos que están muy unidos a la fe:

Sólo basta un poco de fe para transformar el mundo. La fe, aunque sea poca, rehace todo desde dentro, porque ablanda la dureza de corazón, limpia el alma, disipa las tinieblas de la mente, purifica nuestros razonamientos estériles y arranca de nuestras entrañas la maldad, hace transparente nuestra vida. Con tan sólo un poco de fe muchas cosas comenzarán de nuevo.

La fe dispone para servir en toda circunstancia. La fe es el don que abre al encuentro con los demás, nos capacita para planos mayores de entrega, de donación y de riesgos. La fe fija nuestra mirada más allá de la apariencia, permite al corazón descubrir las sutilezas de la ternura y hace que la razón capte la pureza de las cosas y de las personas. Con tan sólo un poco de fe aumentará nuestra alegría.

Quien tiene fe, sirve o ama sin esperar nada a cambio. La fe es la fuerza que libera la generosidad, liberando nuestra mente y corazón de la nostalgia que nos petrifica en el pasado, de la avidez que nos paraliza en el presente y de la ansiedad que nos descentra en el futuro. Con tan sólo un poco de fe encontramos paz.

El que actúa con fe no es soberbio sino que reconoce que ha hecho lo que debía y nada más. La fe es la energía que mueve aquella humildad que permite adentrarnos en los secretos del mundo y desentrañar los misterios de la vida, sin adueñarnos de nada, sin instalarnos en nada, sin dejarnos atrapar por nada. Con tan sólo un poco de fe alcanzamos más libertad, tendremos vida de verdad.

La fe es la sal de la vida, anticipa confianzas y certezas que mueven nuestra existencia. Por ello, la fe es la actitud básica, práctica o existencial a partir de la propia visión religiosa y ética de la visa. Esta fe será el termómetro de la calidad de la relación con nosotros mismos, con los demás, con el mundo y con Dios.

Si tenemos fe, se dará una liberación progresiva de todos nuestros miedos. Esta confianza nos hará caer, no en el vacío, sino en la vida, porque, “de noche, cuando la sombra de todo el mundo se junta, de noche, cuando el camino huele a romero y a juncia, de noche iremos, de noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo la fe nos alumbra”...

Terminar este momento, rezando con el siguiente texto de Luis Rosales:

DE NOCHE IREMOS, DE NOCHE

De noche, cuando la sombra de todo el mundo se junta, de noche, cuando el camino huele a romero y a juncia. De noche iremos, de noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo la sed nos alumbra.

De noche, cuando la paz se aguarda entre la nostalgia, de noche, cuando el dolor no logra encontrar la calma, de noche iremos. De noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo el deseo nos alumbra.

De noche, cuando los miedos hacen más denso el silencio, de noche, cuando el temor alarga inmisericorde el tiempo. De noche iremos, de noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo el amor nos alumbra.

De noche, cuando la pena no logra encontrar la calma, de noche, cuando la duda en nuestro corazón se arraiga. De noche iremos, de noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo la fe nos alumbra.

viernes, 23 de septiembre de 2016

HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE...

Escrito por  María Dolores López Guzmán
Lc 16,19-31

Una parábola desconcertante la del rico epulón y el pobre Lázaro que nos coloca ante una escena que revuelve el corazón porque concentra en una imagen una realidad presente en nuestro mundo: el abismo entre ricos y pobres. Existe la injusticia; existe la humillación y la indiferencia hacia los menos agraciados; existe el despilfarro de unos frente a la miseria de otros. Y esto sucede también entre nosotros, comunidades y familias creyentes.

Nadie quiere identificarse con el pobre maltrecho y agraviado que mendiga un poco de humanidad, porque resulta demasiado patético; tampoco con el rico derrochador y egoísta, pagado de sí mismo, que busca su placer y bienestar, porque no queda bien la etiqueta de la insolidaridad. Pero junto a la pesadumbre y la congoja, la parábola nos despierta la compasión hacia los dos hombres: con el pobre Lázaro, por su desgracia e inocencia; con el rico, por su final poco feliz.

Así pues, estamos ante un texto doblemente turbador: que nos deja inquietos ante la humillante situación inicial del pobre, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico; y ante la suerte última del rico, que gritaba para que Lázaro le refrescara la lengua porque le torturaban las llamas.
  • ¿Qué nos quiere comunicar el Señor a través de la contemplación de esta narración que provoca tal desasosiego?
  •  ¿Cuál es la enseñanza que late en esta historia de salvación que habla de condenación?

- En la primera parte del relato la idea prevalente es que todo lo que hacemos repercute en los demás: la situación de Lázaro es consecuencia del mal proceder de otros. Los pobres no existen “porque sí”, sino por un deficiente reparto de los bienes (materiales y espirituales). Y, por tanto, depende de nosotros. Está en nuestras manos cómo vivir y cómo morir. Lázaro esperaba pacientemente…; el rico, que se vestía de púrpura y lino banqueteaba espléndidamente; es decir, miraba para otro lado (ojos que no ven…).

- En la segunda parte, el destino del rico epulón, nos confronta con un hecho: el fruto de nuestra existencia está ligado al modo en que hemos actuado. La realidad futura no se nos impone “a pesar nuestro”, sino en conformidad con lo que hemos deseado. Es una ingenuidad querer algo y no sus consecuencias, pues éstas forman parte de eso que tanto hemos estimado. La vida es un camino que se abre paso a paso según la dirección que vamos eligiendo. Dios propone y ofrece salvación, somos nosotros quienes nos “condenamos” a la soledad y el aislamiento cuando rechazamos al prójimo. Somos los primeros perjudicados cuando despreciamos a los demás.

- En la tercera parte, ante la petición del rico de avisar a sus hermanos para que no cometan el mismo error que él, se nos recuerda que en este mundo es necesaria la fe. Ninguna supuesta evidencia, ni aunque viéramos a un muerto “en vivo” –como sugiere el pobre epulón-, nos ahorraría la elección de confiar, o no, en las palabras del Señor.

Todas estas ideas están detrás del vuelco que da la historia al final, en donde se invierten los papeles y surge la pregunta: ¿Quién es de verdad el hombre rico y el hombre pobre?

El destino del rico epulón es el mejor espejo para ver la realidad tal cual es, esa que el mundo nos impide reconocer: que el auténtico mendigo e indigente era él, y que la soledad le acechaba en medio del dispendio más descontrolado. Esta parábola nos habla más del presente que del Más Allá; de todo lo que podemos cambiar desde ahora para tener un futuro mejor: un verdadero banquete, donde la única riqueza y pobreza sea el amor compartido y caritativo.

martes, 20 de septiembre de 2016

Discurso del Papa en Asís por la Jornada Mundial de Oración por la paz = “Sed de paz, religiones y culturas en diálogo”.

En la plaza San Francisco de Asís el Santo Padre dirigió estas palabras:


Santidades, Ilustres Representantes de las Iglesias, de las Comunidades cristianas y de las Religiones, Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo con gran respeto y afecto, y os agradezco vuestra presencia. Agradezco a la comunidad de Asís y a la Comunidad de San Egidio que han preparado esta jornada. Hemos venido a Asís como peregrinos en busca de paz. Llevamos dentro de nosotros y ponemos ante Dios las esperanzas y las angustias de muchos pueblos y personas. Tenemos sed de paz, queremos ser testigos de la paz, tenemos sobre todo necesidad de orar por la paz, porque la paz es un don de Dios y a nosotros nos corresponde invocarla, acogerla y construirla cada día con su ayuda.

«Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Muchos de vosotros habéis recorrido un largo camino para llegar a este lugar bendito. Salir, ponerse en camino, encontrarse juntos, trabajar por la paz: no sólo son movimientos físicos, sino sobre todo del espíritu, son respuestas espirituales concretas para superar la cerrazón abriéndose a Dios y a los hermanos.

Dios nos lo pide, exhortándonos a afrontar la gran enfermedad de nuestro tiempo: la indiferencia. Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad, provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia.

No podemos permanecer indiferentes. Hoy el mundo tiene una ardiente sed de paz. En muchos países se sufre por las guerras, con frecuencia olvidadas, pero que son siempre causa de sufrimiento y de pobreza. En Lesbos, con el querido Hermano y Patriarca ecuménico Bartolomé, hemos visto en los ojos de los refugiados el dolor de la guerra, la angustia de pueblos sedientos de paz.

Pienso en las familias, cuyas vidas han sido alteradas; en los niños, que en su vida sólo han conocido la violencia; en los ancianos, obligados a abandonar sus tierras: todos ellos tienen una gran sed de paz. No queremos que estas tragedias caigan en el olvido. Juntos deseamos dar voz a los que sufren, a los que no tienen voz y no son escuchados. Ellos saben bien, a menudo mejor que los poderosos, que no hay futuro en la guerra y que la violencia de las armas destruye la alegría de la vida.

Nosotros no tenemos armas. Pero creemos en la fuerza mansa y humilde de la oración. En esta jornada, la sed de paz se ha transformado en una invocación a Dios, para que cesen las guerras, el terrorismo y la violencia. La paz que invocamos desde Asís no es una simple protesta contra la guerra, ni siquiera «el resultado de negociaciones, compromisos políticos o acuerdos económicos, sino resultado de la oración» (JUAN PABLO II, Discurso, Basílica de Santa María de los Ángeles, 27 octubre 1986: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española [2 noviembre 1986, 1]).

Buscamos en Dios, fuente de la comunión, el agua clara de la paz, que anhela la humanidad: ella no puede brotar de los desiertos del orgullo y de los intereses particulares, de las tierras áridas del beneficio a cualquier precio y del comercio de las armas.

Nuestras tradiciones religiosas son diversas. Pero la diferencia no es para nosotros motivo de conflicto, de polémica o de frío desapego. Hoy no hemos orado los unos contra los otros, como por desgracia ha sucedido algunas veces en la historia. Por el contrario, sin sincretismos y sin relativismos, hemos rezado los unos con los otros, los unos por los otros.

San Juan Pablo II dijo en este mismo lugar: «Acaso más que nunca en la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (ID., Discurso, Plaza de la Basílica inferior de San Francisco, 27 octubre 1986: l.c., 11). Continuando el camino iniciado hace treinta años en Asís, donde está viva la memoria de aquel hombre de Dios y de paz que fue san Francisco, «reunidos aquí una vez más, afirmamos que quien utiliza la religión para fomentar la violencia contradice su inspiración más auténtica y profunda» (ID., Discurso a los representantes de las Religiones, Asís, 24 enero 2001), que ninguna forma de violencia representa «la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción» (BENEDICTO XVI, Intervención en la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011).

No nos cansamos de repetir que nunca se puede usar el nombre de Dios para justificar la violencia. Sólo la paz es santa y no la guerra. Hoy hemos implorado el don santo de la paz. Hemos orado para que las conciencias se movilicen y defiendan la sacralidad de la vida humana, promuevan la paz entre los pueblos y cuiden la creación, nuestra casa común.

La oración y la colaboración concreta nos ayudan a no quedar encerrados en la lógica del conflicto y a rechazar las actitudes rebeldes de los que sólo saben protestar y enfadarse. La oración y la voluntad de colaborar nos comprometen a buscar una paz verdadera, no ilusoria: no la tranquilidad de quien esquiva las dificultades y mira hacia otro lado, cuando no se tocan sus intereses; no el cinismo de quien se lava las manos cuando los problemas no son suyos; no el enfoque virtual de quien juzga todo y a todos desde el teclado de un ordenador, sin abrir los ojos a las necesidades de los hermanos ni ensuciarse las manos para ayudar a quien tiene necesidad.

Nuestro camino es el de sumergirnos en las situaciones y poner en el primer lugar a los que sufren; el de afrontar los conflictos y sanarlos desde dentro; el de recorrer con coherencia el camino del bien, rechazando los atajos del mal; el de poner en marcha pacientemente procesos de paz, con la ayuda de Dios y con la buena voluntad.

Paz, un hilo de esperanza, que une la tierra con el cielo, una palabra tan sencilla y difícil al mismo tiempo. Paz quiere decir Perdón que, fruto de la conversión y de la oración, nace de dentro y, en nombre de Dios, hace que se puedan sanar las heridas del pasado. Paz significa Acogida, disponibilidad para el diálogo, superación de la cerrazón, que no son estrategias de seguridad, sino puentes sobre el vacío. Paz quiere decir Colaboración, intercambio vivo y concreto con el otro, que es un don y no un problema, un hermano con quien tratar de construir un mundo mejor.

Paz significa Educación: una llamada a aprender cada día el difícil arte de la comunión, a adquirir la cultura del encuentro, purificando la conciencia de toda tentación de violencia y de rigidez, contrarias al nombre de Dios y a la dignidad del hombre.

Aquí, nosotros, unidos y en paz, creemos y esperamos en un mundo fraterno. Deseamos que los hombres y las mujeres de religiones diferentes, allá donde se encuentren, se reúnan y susciten concordia, especialmente donde hay conflictos. Nuestro futuro es el de vivir juntos. Por eso, estamos llamados a liberarnos de las pesadas cargas de la desconfianza, de los fundamentalismos y del odio. Que los creyentes sean artesanos de paz invocando a Dios y trabajando por los hombres.

Y nosotros, como Responsables religiosos, estamos llamados a ser sólidos puentes de diálogo, mediadores creativos de paz. Nos dirigimos también a quienes tienen la más alta responsabilidad al servicio de los pueblos, a los Líderes de las Naciones, para que no se cansen de buscar y promover caminos de paz, mirando más allá de los intereses particulares y del momento: que no quede sin respuesta la llamada de Dios a las conciencias, el grito de paz de los pobres y las buenas esperanzas de las jóvenes generaciones. Aquí, hace treinta años, San Juan Pablo II dijo: «La paz es una cantera abierta a todos y no solamente a los especialistas, sabios y estrategas. La paz es una responsabilidad universal» (Discurso, Plaza de la Basílica inferior de San Francisco, 27 octubre 1986: l.c., 11).

Hermanos y hermanas, asumamos esta responsabilidad, reafirmemos hoy nuestro sí a ser, todos juntos, constructores de la paz que Dios quiere y de la que la humanidad está sedienta.