sábado, 24 de febrero de 2024

Transfigurar la Ascesis Cuaresmal, en un Camino Sinodal...

Palabras del Papa Francisco en el 2 º Domingo de Cuaresma 2023

Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas concuerdan al relatar el episodio de la Transfiguración de Jesús. En este acontecimiento vemos la respuesta que el Señor dio a sus discípulos cuando estos manifestaron incomprensión hacia Él. De hecho, poco tiempo antes se había producido un auténtico enfrentamiento entre el Maestro y Simón Pedro, quien, tras profesar su fe en Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, rechazó su anuncio de la pasión y de la cruz. Jesús lo reprendió enérgicamente: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23). Y «seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado» (Mt 17,1).

El evangelio de la Transfiguración se proclama cada año en el segundo domingo de Cuaresma. En efecto, en este tiempo litúrgico el Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a “subir a un monte elevado” junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis...

La ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia, para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a Jesús en el camino de la cruz. Era precisamente lo que necesitaban Pedro y los demás discípulos. Para profundizar nuestro conocimiento del Maestro, para comprender y acoger plenamente el misterio de la salvación divina, realizada en el don total de sí por amor, debemos dejarnos conducir por Él a un lugar desierto y elevado, distanciándonos de las mediocridades y de las vanidades. Es necesario ponerse en camino, un camino cuesta arriba, que requiere esfuerzo, sacrificio y concentración, como una excursión por la montaña. Estos requisitos también son importantes para el camino sinodal que, como Iglesia, nos hemos comprometido a realizar. Nos hará bien reflexionar sobre esta relación que existe entre la ascesis cuaresmal y la experiencia sinodal.

En el “retiro” en el monte Tabor, Jesús llevó consigo a tres discípulos, elegidos para ser testigos de un acontecimiento único. Quiso que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A Jesús hemos de seguirlo juntos. Y juntos, como Iglesia peregrina en el tiempo, vivimos el año litúrgico y, en él, la Cuaresma, caminando con los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje. Junto al  ascenso de Jesús y sus discípulos al monte Tabor, podemos afirmar que nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro. Sabemos, de hecho, que Él mismo es el Camino y, por eso, tanto en el itinerario litúrgico como en el del Sínodo, la Iglesia no hace sino entrar cada vez más plena y profundamente en el misterio de Cristo Salvador.

Y llegamos al momento culminante. Dice el Evangelio que Jesús «se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17,2). Aquí está la “cumbre”, la meta del camino. Al final de la subida, mientras estaban en lo alto del monte con Jesús, a los tres discípulos se les concedió la gracia de verle en su gloria, resplandeciente de luz sobrenatural. Una luz que no procedía del exterior, sino que se irradiaba de Él mismo. La belleza divina de esta visión fue incomparablemente mayor que cualquier esfuerzo que los discípulos hubieran podido hacer para subir al Tabor. Como en cualquier excursión exigente de montaña, a medida que se asciende es necesario mantener la mirada fija en el sendero; pero el maravilloso panorama que se revela al final, sorprende y hace que valga la pena. También el proceso sinodal parece a menudo un camino arduo, lo que a veces nos puede desalentar. Pero lo que nos espera al final es sin duda algo maravilloso y sorprendente, que nos ayudará a comprender mejor la voluntad de Dios y nuestra misión al servicio de su Reino.


sábado, 17 de febrero de 2024

El Desierto, es un Tiempo y Lugar cargado de presencias...


FUENTE: CEP -Centro de Espiritualidad y Pastoral-

La liturgia nos propone para este 1er domingo, un relato muy breve pero a la vez muy lleno de símbolos en torno a dos experiencias: desierto y conversión.

El desierto que nos presenta el evangelista, es tiempo y lugar de contrastes. En el desierto vive Jesús cuarenta días y vive rodeado de animales salvajes. Es tentado por satanás y los ángeles le sirven. Así el desierto, aunque es un tiempo y lugar de apartamiento, no está vacío, está cargado de presencias.

La conversión también es tiempo y lugar de contrastes. Se nos anuncia que se ha cerrado ya un ciclo: “el tiempo se ha cumplido”, y a la vez nos anuncian que estamos en el tiempo del Evangelio. Y así, la conversión implica la salida del tiempo caduco, el actual, para transitar uno nuevo, el de la llegada del Reino.

Pero en medio de la experiencia de desierto y conversión, aparece el Espíritu que impulsa, y la situación de Juan Bautista que provoca coraje. Marcos nos dice que Jesús va al desierto bajo el impulso del Espíritu Santo, y que movido por el arresto del Bautista, va a Galilea para anunciar la conversión. Jesús ni se resiste al Espíritu, ni se paraliza ante la dificultad o el reto. 

El Evangelio de este domingo nos está invitando a vivir el desierto y la conversión. Propone que dejemos guiarnos por el Espíritu Santo al desierto de Dios, que nos demos un tiempo para que podamos encontrarnos cara a cara y sin miedo, con todo lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Y nos propone, como a Jesús, que estemos atentos a lo que va pasando a nuestro alrededor, para que las realidades de hoy provoquen el coraje de responder a los retos que nos presenten el Espíritu y el Mundo.

Desierto y conversión son presentados por Marcos como dos aspectos inseparables de un mismo camino. Una ruta que se transita con la luz del Evangelio. Todo desierto bien vivido ha de llevar a la conversión. Puede que nos resistamos a vivir el desierto que nos ofrece Dios por estar afianzados en nuestros apegos, en nuestras comodidades, en nuestras cerrazones. Y puede que con ello estemos rechazando la gracia de la conversión, y la salvación.

Que nos atrevamos a salir de nosotros mismos y nos expongamos a la energía del Espíritu de Dios para que nos coloque en la vida, libres, convertidos, solidarios, misericordiosos, alegres y esperanzados en la venida del Reino.


ORACIÓN de CUARESMA:

Ayúdame a hacer silencio,

Señor, quiero escuchar tu voz.

Toma mi mano, guíame al desierto,

que nos encontremos a solas, Tú y yo.

Necesito contemplar tu rostro,

me hace falta la calidez de tu voz,

caminar juntos... callar para que hables Tú.


Me pongo en tus manos, quiero revisar mi vida,

descubrir en qué tengo que cambiar,

afianzar lo que anda bien,

sorprenderme con lo nuevo que me pides.


Me tienta creer que te escucho,

cuando escucho mi voz.

¡Enséñame a discernir!

Dame luz para distinguir tu rostro.

Llévame al desierto

Señor, despójame de lo que me ata,

sacude mis certezas y pon a prueba mi amor

Para empezar de nuevo, humilde, sencillo,

con fuerza y Espíritu para vivir fiel a Ti.

         P. Javier Leoz

miércoles, 14 de febrero de 2024

“A través del desierto Dios nos guía a la libertad” -Mensaje papa Francisco para la Cuaresma 2024-


Queridos hermanos y hermanas:

Cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se abre el Decálogo dado a Moisés en el monte Sinaí. El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí –en efecto, a menudo echa de menos el pasado y murmura contra el cielo y contra Moisés–, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser –como anuncia el profeta Oseas– el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones.

El éxodo de la esclavitud a la libertad no es un camino abstracto. Para que nuestra Cuaresma sea también concreta, el primer paso es querer ver la realidad. Cuando en la zarza ardiente el Señor atrajo a Moisés y le habló, se reveló inmediatamente como un Dios que ve y sobre todo escucha: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). También hoy llega al cielo el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos. Preguntémonos: ¿nos llega también a nosotros? ¿Nos sacude? ¿Nos conmueve? Muchos factores nos alejan los unos de los otros, negando la fraternidad que nos une desde el origen.

En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. Es un modelo de crecimiento que nos divide y nos roba el futuro; que ha contaminado la tierra, el aire y el agua, pero también las almas. Porque, si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad.

Quisiera señalarles un detalle de no poca importancia en el relato del Éxodo: es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él. Preguntémonos: ¿deseo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el viejo? El testimonio de muchos hermanos obispos y de un gran número de aquellos que trabajan por la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que hay que denunciar es un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.

Dios no se cansa de nosotros. Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. En Cuaresma, encontramos nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido.

Esto implica una lucha, que el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto nos narran claramente. A la voz de Dios, que dice: «Tú eres mi Hijo muy querido» (Mc 1,11) y «no tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,3), se oponen de hecho las mentiras del enemigo. Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas. Esas cosas en lugar de impulsarnos, nos paralizarán. En lugar de unirnos, nos enfrentarán. Existe, sin embargo, una nueva humanidad, la de los pequeños y humildes que no han sucumbido al encanto de la mentira. Mientras que los ídolos vuelven mudos, ciegos, sordos, inmóviles a quienes les sirven (cf. Sal 115,8), los pobres de espíritu están inmediatamente abiertos y bien dispuestos; son una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.

Es tiempo de actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y aislado se despertará. Por tanto, desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud.

La forma sinodal de la Iglesia, que en estos últimos años estamos redescubriendo y cultivando, sugiere que la Cuaresma sea también un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes decisiones a contracorriente, capaces de cambiar la cotidianeidad de las personas y la vida de un barrio: los hábitos de compra, el cuidado de la creación, la inclusión de los invisibles o los despreciados. Invito a todas las comunidades cristianas a hacer esto: a ofrecer a sus fieles momentos para reflexionar sobre los estilos de vida; a darse tiempo para verificar su presencia en el barrio y su contribución para mejorarlo. Ay de nosotros si la penitencia cristiana fuera como la que entristecía a Jesús. También a nosotros Él nos dice: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan» (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana.

En la medida en que esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza. Quisiera decirles, como a los jóvenes que encontré en Lisboa el verano pasado: «Busquen y arriesguen, busquen y arriesguen. En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos –estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos–, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto» (Discurso a los universitarios, 3 agosto 2023). Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. 

La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante[1].

Los bendigo a todos y a su camino cuaresmal.

Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2023, I Domingo de Adviento.

Francisco
________________________________________
Nota
[1] Cf. Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23.

sábado, 10 de febrero de 2024

La Compasión Brota Espontáneamente de la Comprensión

Escrito por Enrique Martínez Lozano

Domingo VI del Tiempo Ordinario

Mc 1, 40-45

La compasión constituye uno de los signos más palpables de madurez humana y de espiritualidad genuina. Y esto no es así por un convencionalismo arbitrario, sino porque la compasión brota espontáneamente de la comprensión.

Una persona es psicológica y espiritualmente madura cuando se habita a sí misma, viviendo en conexión consciente con lo que es, más allá de la imagen, de la acción y del propio ego. Y lo que somos de fondo, más allá del yo, es una realidad transpersonal que se ha designado como Verdad, Bondad y Belleza. Dicho más brevemente: somos Amor. Por eso, cuando lo comprendemos, no podemos sino vivirlo. Por eso también, es lo único que nos hace felices.

Sin embargo, la experiencia nos dice que encontraremos dificultades para vivirlo: desde una sensibilidad más o menos endurecida hasta un estado de alejamiento de nuestra propia identidad profunda, pasando por un mayor o menor bloqueo de nuestra capacidad de amar, como consecuencia de carencias afectivas importantes en los primeros momentos de nuestra existencia.

Eso explica que, con frecuencia, nos veamos enfrentados a una paradoja: somos Amor, pero necesitamos entrenarlo para poder vivirnos en coherencia. Entrenar el amor no significa entrar por un camino de voluntarismo. La voluntad la necesitaremos para mantener la perseverancia en el entrenamiento, pero el amor despertará en la medida en que nos sea posible experimentarlo.

Es probable que, en ese camino, haya que empezar por cuidar y desarrollar el amor a sí mismo. Un cuidado que no tiene nada de egoísta, ya que ese mismo amor es el que nos libera del encierro narcisista, gracias a dos características que lo acompañan: la humildad y la universalidad.

El amor es humilde, es decir, verdadero e íntegro y, por tanto, desapropiado, porque se reconoce infinitamente más grande que el propio yo. No se trata, por tanto, de que yo me ame -aunque lo nombremos de este modo-, sino de que el Amor me alcanza y me envuelve. Al reconocerlo así, el yo o ego ha perdido su protagonismo.

Por otro lado, el amor es universal, no deja nada ni a nadie fuera. Porque no es un sentimiento que dependiera de mí y conociera altibajos, sino una certeza que se apoya en la realidad de lo que es: todo es uno, todos somos uno. En el Amor lo experimentamos.

miércoles, 7 de febrero de 2024

La Tristeza -Catequesis del Papa Francisco sobre : Vicios y virtudes. Nº7. La tristeza.


 PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 7 de febrero de 2024

Catequesis. Vicios y virtudes. 7. La tristeza.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro recorrido de catequesis sobre los vicios y las virtudes, hoy nos detenemos en un vicio bastante feo, la tristeza, entendida como un abatimiento del ánimo, una aflicción constante que impide al ser humano experimentar alegría por su propia existencia.

Ante todo, hay que señalar que, respecto a la tristeza, los Padres hacían una distinción importante. Hay, en efecto, una tristeza que conviene a de la vida cristiana, y que con la gracia de Dios se transforma en alegría: ésta, por supuesto, no debe rechazarse y forma parte del camino de conversión. Pero existe también un segundo tipo de tristeza que se insinúa en el alma y la postra en un estado de abatimiento: es este segundo tipo de tristeza el que hay que combatir resueltamente y con todas las fuerzas, porque procede del Maligno. Esta distinción la encontramos también en San Pablo, que cuando escribe a los Corintios dice lo siguiente: «La tristeza que proviene de Dios produce un arrepentimiento que lleva a la salvación y no se debe lamentar; en cambio, la tristeza del mundo produce la muerte.» (2 Cor 7,10).

Hay, entonces, una tristeza amiga que nos lleva a la salvación. Pensemos en el hijo pródigo de la parábola: cuando toca el fondo de su degeneración, experimenta una gran amargura, y esto le impulsa a recapacitar y a decidir volver a la casa paterna (cfr. Lc 15, 11-20). Es una gracia gemir por los propios pecados, recordar el estado de gracia del que hemos caído, llorar porque hemos perdido la pureza con la que Dios nos soñó.

Pero hay una segunda tristeza, que es una enfermedad del alma. Surge en el corazón humano cuando se desvanece un deseo o una esperanza. Aquí podemos referirnos al relato de los discípulos de Emaús. Aquellos dos discípulos salen de Jerusalén con el corazón desilusionado, y se confían al forastero, que en cierto momento los acompaña: «Nosotros esperábamos que fuera él – o sea, Jesús - quien librara a Israel.» (Lc 24,21). La dinámica de la tristeza está ligada a la experiencia de la pérdida. En el corazón del ser humano nacen esperanzas que a veces se ven defraudadas. Puede tratarse del deseo de poseer algo que no se puede conseguir, pero también de algo importante, como la pérdida de un afecto. Cuando esto sucede, es como si el corazón del ser humano cayera en un precipicio, y los sentimientos que experimenta son desánimo, debilidad de espíritu, depresión, angustia. Todos pasamos por pruebas que nos generan tristeza, porque la vida nos hace concebir sueños que luego se hacen añicos. En esta situación, algunos, tras un tiempo de agitación, se apoyan en la esperanza; pero otros se regodean en la melancolía, dejando que ésta se pudra en sus corazones. ¿Se siente placer en esto? Verán: la tristeza es como el placer del no-placer; es como tomar un caramelo amargo, sin azúcar, malo, y chupar ese caramelo. La tristeza es el placer del no-placer.

El monje Evagrio explica que todos los vicios persiguen un placer, por efímero que sea, mientras que la tristeza disfruta de lo contrario: del adormecerse en una tristeza sin fin. Ciertos lutos prolongados, en los que una persona sigue agrandando el vacío de quien ya no está, no son propios de la vida en el Espíritu. Ciertas amarguras resentidas, en las que una persona tiene siempre en mente una reivindicación que le hace adoptar el papel de víctima, no producen en nosotros una vida sana, y menos aún cristiana. Hay algo en el pasado de todos que necesita ser sanado. La tristeza, de ser una emoción natural, puede convertirse en un estado de ánimo maligno.

Es un demonio taimado, el de la tristeza. Los padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que roe y vacía a quien lo alberga. Esta imagen es buena, nos ayuda a comprender. Entonces, ¿Qué debo hacer cuando estoy triste? Detenerte y ver: ¿esta tristeza es buena? ¿No es una buena tristeza? Y reaccionar según la naturaleza de la tristeza. No se olviden de que la tristeza puede ser algo muy malo que nos lleva al pesimismo, nos lleva a un egoísmo que difícilmente se cura.

Hermanos y hermanas, debemos tener cuidado con esta tristeza y pensar que Jesús nos trae la alegría de la resurrección.

Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos incumplidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo se salvará. Jesús ha resucitado no sólo para sí mismo, sino también para nosotros, a fin de rescatar todas las felicidades que no se han realizado en nuestras vidas. La fe expulsa el miedo, y la resurrección de Cristo quita la tristeza como la piedra del sepulcro. Cada día del cristiano es un ejercicio de resurrección. Georges Bernanos, en su famosa novela Diario de un cura rural, hace decir al párroco de Torcy lo siguiente: "La Iglesia dispone de la alegría, de toda esa alegría que está reservada a este triste mundo. Lo que han hecho contra ella, lo han hecho contra la alegría". Y otro escritor francés, León Bloy, nos dejó esta maravillosa frase: "No hay más que una tristeza, [...] la de no ser santos". Que el Espíritu de Jesús resucitado nos ayude a vencer la tristeza con la santidad
.

__________________



sábado, 3 de febrero de 2024

El Servicio como modo de Vivir


 Escrito por Patricia Hevia -RSCJ-

Encontramos en la escena a una mujer enferma, la suegra de Simón Pedro… Postrada, con fiebre, sin palabra propia, sin movimiento… Son otros los que interceden por ella y los que hablan por ella a Jesús Y con ella Jesús va a hacer lo que hará con otras mujeres a lo largo del Evangelio: acercarse, agarrarle de la mano y levantarla.

Con la vida transformada, esta mujer se pone a servir… pero no pensemos en un servicio puntual o doméstico. El verbo que utiliza Marcos expresa un cambio profundo de vida, una transformación: el servicio como modo de vivir. En presencia de Jesús ella pasa de la postración a entregar la propia vida.

Quizá, a veces tenemos la sensación de vivir en un mundo “postrado”. Señales de muerte son evidentes por doquier. También en nosotros hay espacios postrados, sin vida propia, que necesitan de la cercanía y de la caricia del Señor, para que integrados, toda nuestra vida, puesta en pie, con la palabra propia que el Señor nos regala, se transforme en diakonía como expresión total de nuestro ser y nuestro hacer.

El Evangelio nos muestra también el horizonte: enfermos y endemoniados, hombres y mujeres postrados, que han perdido la palabra o se la han arrebatado. Nuestro corazón, sabedor de la herida, nos hace hombres y mujeres de compasión, capaces de prolongar los gestos de Jesús.

También el Evangelio nos habla hoy de la fuente de la que mana todo ese amor y toda esa energía: el Encuentro con Dios, cara a cara, con la vida expuesta y ofrecida. Del Encuentro brotan los encuentros, y del silencio los gestos compasivos y curativos.

¡Vayamos a la Fuente del Amor primero! ¡Vayamos a dejar que el Amor nos ponga en pie para servir! ¡Vayamos a tomar las manos de postrados y abatidos! Para eso hemos salido, para eso hemos recibido la vida.