sábado, 28 de junio de 2014

PEDRO y LA EXPERIENCIA DE DEJARSE AMAR...

Escrito por Carlos María Martini SJ

Tratemos de comprender la diferencia que hay entre este momento y este otro cuando también Pedro había dicho: “Señor, aléjate de mí que soy un hombre pecador”. Las palabras son, sustancialmente las mismas, pero ¡qué diversidad de experiencia! En la barca Pedro había quedado un poco sorprendido ante la potencia de Dios que lo había gratificado con esa gran pesca; consciente de la diferencia entre la potencia de Dios y su pobreza, en el fondo, no estaba convencido de tener necesidad también él de la misericordia de Dios. Podía convertirse en un ayudante del perdón de Dios, en una persona que podía seguir a Jesús, servir a los demás: no aceptaba ser él mismo el primer objeto de esta misericordia de ser el primer necesitado de la palabra de salvación.

Pero he aquí que el Señor lo lleva, casi inexorablemente, hasta el punto en que Pedro reconoce quién es él en realidad, y en su llanto hay palabras muy sencillas: Señor, también yo soy un pobre hombre como todos; Señor, yo no creía llegar a todo esto; Señor, ten misericordia de mí; Señor, Tú vas a morir por mí que te he traicionado; Tú das la vida por mí que no te he sido fiel.

Aquí, finalmente, Pedro capta qué es el Evangelio como salvación para el hombre pecador, comprende el verdadero ser de Dios, que no es uno que nos estimula a ser mejor, no es un reformador moral de la humanidad, sino que, ante todo, es el Amor ofrecido sin límites, el puro Amor gratuito de misericordia que no condena, no acusa, no reprocha. La mirada de Jesús no es acusadora, ni amonestadora; sencillamente es una mirada de misericordia y de Amor. Pedro, te amo aún así, yo sabía que tu eras así, y te amaba sabiendo que eras así.

Para concluir podemos decir: Pedro hace la experiencia, que probablemente es la más fácil y difícil de la vida, ser él el primero en hacer algo, pero ahora comprender que, en cambio, ante Dios no puede sino dejarse amar, dejarse perdonar, dejarse salvar. Es algo así como aquello a lo que, de otro modo, hace alusión el Evangelio de Juan en el episodio del lavatorio de los pies: “Tú no me lavarás los pies; yo te los lavaré a Ti, no Tú a mí”. ¡Cómo es de difícil tener que decirle gracias a alguien!

El Evangelio es, precisamente, decir gracias a Dios por todo, sin excluir nada, sabiéndonos acogidos poderosamente por su misericordia y por su salvación.

Pedro llega por propia experiencia a esta intuición que le permitirá después ser el primer evangelizador, el confirmador de los hermanos, el primer proclamador de la palabra. Quería morir por Jesús: ahora ve que, de hecho es Jesús quien quiere morir por Él, y esa cruz que hubiera querido alejar del Señor es el signo del amor, de la salvación, de la disponibilidad de Dios para él.

Aquí se realiza ese cambio espiritual, tan difícil para todo hombre que, en el fondo, cree siempre que Dios exige algo, que está encima para aplastarnos o para reprocharnos y no logra captar la imagen evangélica del Dios que sirve, del Dios que pone su vida a nuestra disposición, imagen que la Eucaristía nos pone todos los días en las manos. “Yo estoy entre ustedes como el que sirve”; “He aquí mi cuerpo entregado por ustedes”, antes de pedirles algo a ustedes, les pido simplemente que se dejen amar hasta el fondo.

Así llegó Pedro a la genuina experiencia del Evangelio, acogiendo la potencia del amor de Dios, que envuelve toda la vida del hombre. Pidamos también nosotros, junto con Pedro, que el Señor nos haga acoger su misericordia que se expresa de muchísimas maneras en la vida de los hombres.

viernes, 27 de junio de 2014

Homilia del Papa Francisco, en la Fiesta del Sagrado Corazón


"Dios no espera, sino que “da”, no habla sino “reacciona”. No hay sombra de pasividad en el modo en que el Creador entiende el amor por sus criaturas.  Dios, “nos da la gracia, la alegría de celebrar en el corazón de su Hijo las grandes obras de su amor. Podemos decir que hoy es la fiesta del amor de Dios en Jesucristo, el amor de Dios por nosotros, el amor de Dios en nosotros”:

“Hay dos aspectos en el amor. En primer lugar, el amor está más en el dar que en el recibir. El segundo aspecto: el amor está más en las obras que en las palabras. Cuando decimos que está más en dar que en recibir, es que el amor se ‘comunica’: siempre comunica. Es recibido por la persona amada. Y cuando decimos que está más en los hechos que en las palabras: el amor siempre da vida, hace crecer”.

Pero para “comprender el amor de Dios”, el hombre tiene necesidad de buscar una dimensión inversamente proporcional a la inmensidad: es la pequeñez, “la pequeñez del corazón”. Moisés, recuerda, explica al pueblo judío que ha sido elegido por Dios porque era “el más pequeño de todos los pueblos”. Y Jesús alaba al Padre “porque ha escondido las cosas divinas a los sabios y las ha revelado a los pequeños”. Así, lo que Dios busca en el hombre es una “relación de papá-hijo”, lo “acaricia”, le dice: “yo estoy contigo”...

“Esta es la ternura del Señor, en su amor; esto es lo que Él nos comunica, y da fuerza a nuestra ternura. Pero si nosotros nos sentimos fuertes, no experimentaremos nunca la caricia del Señor. Las caricias del Señor, tan bellas ... tan hermosas. ‘No temas, Yo estoy contigo, te llevo de la mano’... Son palabras del Señor que nos hacen comprender ese misterioso amor que Él tiene por nosotros. Y cuando Jesús habla de sí mismo, dice: ‘Yo soy manso y humilde de corazón’. También Él, el Hijo de Dios, se abaja para recibir el amor del Padre”.

Otro signo particular del amor de Dios es que Él nos amó a nosotros “primero”. Él está siempre “antes que nosotros”, “Él está esperándonos”...

Y hemos de pedir a Dios la gracia “de entrar en este mundo tan misterioso, sorprendernos y tener paz con este amor que se comunica, que nos da alegría y nos lleva por el camino de la vida como a un niño, de la mano”...

“Cuando llegamos, Él está. Cuando lo buscamos, Él nos ha buscado antes. Él siempre va por delante nuestro, nos espera para recibirnos en su corazón, en su amor. Y estas dos cosas pueden ayudarnos a comprender este misterio de amor de Dios por nosotros. Para expresarse necesita de nuestra pequeñez, de nuestro abajamiento. Y, también, necesita nuestro asombro cuando lo buscamos y lo encontramos ahí, esperándonos”.

martes, 24 de junio de 2014

Fiesta de San Juan Bautista... Yo soy una Misión en este Mundo...

Escrito por Clemente Sobrado

Cada niño que nace, trae consigo un gran interrogante:
¿Qué será?
                 Una misión.

El nacimiento de Juan era todo un misterio de la “misericordia de Dios”.

Pero el nacimiento de Juan era todo un misterio de la “misión que Dios tenía para él”.

No sería “sacerdote” como su padre.
                                 Sería el “mensajero” que prepara caminos.

No sería el “hombre del templo” y “del culto”
                                Sería el “hombre del desierto” y “del anuncio”.

No sería el “hombre que recuerda el pasado”.
                                Sería el “hombre que anuncia la proximidad de lo nuevo”.

No será el “hombre que anuncia la esperanza”.
                               Sería el “hombre que anuncia que la esperanza ya es realidad”.

No sería el “hombre de la Ley”.
                               Sería el “hombre que abre caminos donde no hay caminos”.

El nacimiento de Juan el Bautista:
Es la primera ruptura con el pasado.
Ya no se llamará Zacarías, porque no será como su padre.
Se llamará Juan porque anunciará lo nuevo que está allí mismo a su lado en el vientre virginal de María.
El misterio de lo nuevo en un vientre que lleva dentro la “novedad”.
El misterio de lo nuevo que acaba salir de un vientre que llevaba el “anuncio”.

Todo nacimiento es un misterio.
Por eso, cada uno somos fruto del misterio de la misericordia de Dios.
Y todos somos el misterio del anuncio de lo nuevo.
No somos repetición de nadie.
Somos únicos.
Y somos preparadores de los caminos de Dios.

viernes, 20 de junio de 2014

Repartidos contigo


“Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida,
 vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí"
Jn 6, 51-58
Escrito por Mariola Lopez Villanueva
                                                                                                           
Una vez tuve la oportunidad de compartir una cena muy sencilla. En una mesa en la que apenas cabían cuatro personas, nos acomodamos nueve mujeres. Un pan de pueblo, un poco de queso y unos huevos componían un menú de fiesta. Cenamos y hablamos hasta la madrugada y después rezamos antes de irnos a dormir. En muchos momentos me ha venido la imagen de aquella mesa transfigurada. Con el apuro que nos entra en ocasiones cuando va a venir gente a casa y no paramos de sacar cosas para que no falte de nada. Y, sin embargo, sentía que esa cena era el banquete más suculento que había tomado nunca. Aquella gente se nos dio a sí misma antes que a sus cosas, compartieron con sencillez lo que tenían y aquel pan comido en su casa nos pareció el pan de Jesús. No se avergonzaban por tener poco, ni pedían disculpas por no poder ofrecernos más, repartieron lo suyo con esplendidez y era como si toda la estancia quedara transformada porque el pan y la alegría, de pronto, se habían multiplicado. 

Cuando leo ahora lo que Jesús nos dice acerca de que tenemos que "comer su carne" para tener vida, que igual que él vive por el Padre, así también nosotros si "le comemos" viviremos por él, es como si hubiera una tercera parte que continuara esta corriente de vida buena: el dejar que Jesús nos tome y nos re-parta entre la gente. Desde lo que somos cada uno, infinitamente valioso y multiplicado cuando permanecemos en él, cuando nos adherimos a su vida, cuando dejamos que todo cuanto es él vaya ocupando cada vez más espacio en nosotros, y que nuestras palabras, acciones, gestos, se vayan pareciendo cada vez más a los suyos.

Perdónanos, Señor, porque vivimos saciados y paralizados ante el sufrimiento de tantos pueblos que agonizan por falta de alimentos. 

Que no nos quedemos tranquilos, sacúdenos, enséñanos a compartir lo que nos has dado, con la confianza de que ya no somos nosotros, sino tu propio Cuerpo lo que repartes cuando nos entregamos. 

domingo, 15 de junio de 2014

CONFIAR EN DIOS ...Fiesta de la Santísima Trinidad


José Antonio Pagola -Fuente ECLESALIA-

 El esfuerzo realizado por los teólogos a lo largo de los siglos para exponer con conceptos humanos el misterio de la Trinidad apenas ayuda hoy a los cristianos a reavivar su confianza en Dios Padre, a reafirmar su adhesión a Jesús, el Hijo encarnado de Dios, y a acoger con fe viva la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.

Por eso puede ser bueno hacer un esfuerzo por acercarnos al misterio de Dios con palabras sencillas y corazón humilde siguiendo de cerca el mensaje, los gestos y la vida entera de Jesús: misterio del Hijo de Dios encarnado.

El misterio del Padre es amor entrañable y perdón continuo. Nadie está excluido de su amor, a nadie le niega su perdón. El Padre nos ama y nos busca a cada uno de sus hijos e hijas por caminos que sólo él conoce. Mira a todo ser humano con ternura infinita y profunda compasión. Por eso, Jesús lo invoca siempre con una palabra: “Padre”.

Nuestra primera actitud ante ese Padre ha de ser la confianza. El misterio último de la realidad, que los creyentes llamamos “Dios”, no nos ha de causar nunca miedo o angustia: Dios solo puede amarnos. Él entiende nuestra fe pequeña y vacilante. No hemos de sentirnos tristes por nuestra vida, casi siempre tan mediocre, ni desalentarnos al descubrir que hemos vivido durante años alejados de ese Padre. Podemos abandonarnos a él con sencillez. Nuestra poca fe basta.

También Jesús nos invita a la confianza. Estas son sus palabras: “No vivan con el corazón turbado. Creen en Dios. Crean también en mí”. Jesús es el vivo retrato del Padre. En sus palabras estamos escuchando lo que nos dice el Padre. En sus gestos y su modo de actuar, entregado totalmente a hacer la vida más humana, se nos descubre cómo nos quiere Dios.

Por eso, en Jesús podemos encontrarnos en cualquier situación con un Dios concreto, amigo y cercano. Él pone paz en nuestra vida. Nos hace pasar del miedo a la confianza, del recelo a la fe sencilla en el misterio último de la vida que es solo Amor.

Acoger el Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús, es acoger dentro de nosotros la presencia invisible, callada, pero real del misterio de Dios. Cuando nos hacemos conscientes de esta presencia continua, comienza a despertarse en nosotros una confianza nueva en Dios.

Nuestra vida es frágil, llena de contradicciones e incertidumbre: creyentes y no creyentes, vivimos rodeados de misterio. Pero la presencia, también misteriosa del Espíritu en nosotros, aunque débil, es suficiente para sostener nuestra confianza en el Misterio último de la vida que es solo Amor.

sábado, 14 de junio de 2014

Feliz Día del Padre, reflexión del P. Ángel Rossi -sj-, por Radio Continental.

 Para escuchar hacer clik:




Fiesta de la Trinidad: A Dios lo Conocemos y nos Acercamos a través de la Comunión...


Fuente: CEP -Centro de Espiritualidad y Pastoral, Venezuela-

Estamos celebrando la Santísima Trinidad y la Liturgia nos invita a reflexionar sí estamos dispuestos a arriesgarnos a un amor libre y desinteresado como lo hace Dios por cada uno de nosotros.

Pudiéramos caer en la tentación de gastar nuestro tiempo buscando teorías para comprender y por qué no, hasta para negar esto de que Dios es Trinidad, cuando lo más importante es experimentar que somos amados por Dios que se manifiesta Padre bueno, por Jesús que se hace hermano incondicional y que contamos con la compañía del Espíritu Santo en los tiempos especiales como en los difíciles de nuestra vida.

El Evangelio (Juan 3,16-18) nos dice: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Por tanto, ¿quién nos separará del amor de Dios? ¿La angustia por los problemas, las deficiencias personales, la situación del presente, el porvenir, las incomprensiones o descalificaciones, el odio, la muerte? Nada nos separará de su amor (Rm 8, 35-38).

Que Dios se manifieste Padre, Hijo y Espíritu Santo (Trinidad) quiere decir que a Dios lo conocemos y nos acercamos a través de la Comunión. Sólo la Comunión con uno mismo, las personas, las cosas, la vida, incluso, en medio de los problemas, nos abre al encuentro, al acuerdo, al amor. Comunión es mucho más que estar de acuerdo o coincidir. Es juntar los ánimos y cuánto más en medio de las situaciones difíciles o complejas, para ir más allá y rehacer siempre, a fuerza de mucho amor, la vida en común.

Quien quiera arriesgarse a amar como lo hace el Padre, el Hijo y el Espíritu, ha de comenzar por aprender a cantar a la vida, vibrar ante la belleza, estremecerse ante el misterio, haciéndose experto en deshacer nudos y en romper cadenas, en abrir surcos y en arrojar semillas, en curar heridas y en mantener viva la esperanza ( P. Arrupe SJ).

El Amor de Dios, no sólo sana y acompaña, sino que rebasa todo vacío, dolor, resentimiento y maldad. Cuando la vida se vuelve tinieblas o cuando las situaciones hacen la vida incierta, es cuando más nos descubrimos necesitados de poner la mirada más allá de nuestra inmediatez desesperada, para dejarnos acompañar por la ternura del Padre, por la amistad silenciosa del Hijo y por la firme presencia del Espíritu.

Que la Humanidad de Jesús nos revele a cada instante el amor incondicional del Padre y que la energía y vitalidad de su Espíritu nos conduzca lucha adentro, pueblo adentro, como hijos, como hermanos, con su fuerza, por tanto camino incierto ( P. Casaldáliga).

Para terminar, invito a escuchar esta hermosa oración cantada por Salome Arricibita, que podemos "cantar" a modo de jaculatoria en esta semana: