domingo, 24 de mayo de 2015

Pentecostés no puede dejar de remitirnos a Jesús...

Fuente. Centro de Espiritualidad y Pastoral -CEP-Venezuela-

En este Pentecostés, el Señor de la Cruz y de la Resurrección, es decir, el Señor de la Vida, es quien nos entrega el Espíritu. De este modo la auténtica experiencia espiritual, la que está provista de Espíritu Santo, se convierte en una experiencia que da paz, que hace brotar la alegría y que provoca el perdón.

Pentecostés no puede dejar de remitirnos a Jesús. Por eso el evangelio de Juan coloca la entrega del Espíritu en medio del reconocimiento del Señor por sus marcas. Las que Él lleva grabadas para siempre y las que han de marcar también nuestras vidas al ritmo que va creciendo nuestra amistad con el Señor.

El crecimiento en esta amistad con Jesús sucede a través de dos aspectos muy propios del lenguaje de Dios: su silencio y su consuelo. Y no puede ser de otro modo, porque Dios entabla su diálogo con el hombre concreto, mediante su silencio y su consuelo.

Podemos decir que cuando Dios se calla, el hombre se ve obligado a madurar en la pura fe, obligado a enraizar su libertad en el verdadero amor, más allá de toda seguridad y consuelo, incluso en la oscuridad de la vida. Entonces es cuando llegamos a comprender que este silencio de Dios busca que experimentemos la gratuidad del verdadero amor, para que nos hagamos más conscientes de que si algo podemos, lo podemos en Dios...

Pero también, cuando Dios da su consuelo, su alegría, ésta hace que el hombre se experimente amado inmerecidamente, y esto nos da vida y seguridad, porque es propio de Dios alegrar (Gal. 5, 22), haciéndonos descubrir también que el consuelo de Dios, su alegría, es tránsito para el consuelo y la alegría de los demás. Esto es lo que experimentamos en Pentecostés: el consuelo, fruto del amor de Dios que abruma y anonada, que libera y desata (Cf. Arzubialde sj).

El hombre y la mujer crecen en la fe en la medida que la relación con el Espíritu nos remite a la misma forma humana de Jesús, a su actuación durante su vida terrena. Allí es donde Dios se nos hace presente, con un amor que abre nuestra espontaneidad para identificarnos con Cristo y con los Cristos de hoy. 

Que este nuevo Pentecostés nos lance a perdonar pecados, a lavar culpas, a devolver la inocencia a los caídos, a dar la alegría a los tristes, a expulsar el odio, a promover la concordia y a construir la paz (Cf. Pregón Pascual).

viernes, 15 de mayo de 2015

La Ascensión del Señor nos Abre a una Fe Viva...

Fuente. Centro de Espiritualidad y Pastoral -CEP-Venezuela-

La Ascensión es la experiencia de hacer caminos sin la compañía física de Jesús, sino fiados de la fe que ha nacido de nuestra amistad con Él. Y es que nuestro camino cristiano no puede ser dependiendo infantilmente del Señor, como si fuéramos personas necesitadas de ser conducidas de la mano. Una vida así no mostraría la dignidad de hijos e hijas de Dios. 

Jesús se va y cada uno de sus amigos y amigas han de permitir que salga a fuera aquella fuerza de la llamada que nace del encuentro con Él, con la que se puede hacer visible y creíble las señales de salud, vida y salvación de Dios.

Según el evangelista Marcos (16, 15-20), las señales de la compañía de Jesús son: arrojar demonios, hablar lenguas nuevas, agarrar serpientes con las propias manos, el veneno mortal no los dañará e imponer las manos a los enfermos para que queden sanos. Pero como son señales tan gráficas podemos correr el riesgo de pasarlas por alto.

La 1ª señal es “arrojar demonios”. Hoy necesitamos seguir arrojando demonios pero con la fuerza de Jesús: arrojar el demonio de la división, quitar el demonio de la sutil soberbia, de la mentira y la mezquindad, etc. Y sobre todo, desterrar de nuestras vidas el demonio que nos hace creer que hacemos el bien cuando lo que hacemos es daño a los demás.

La 2ª señal es “hablar lenguas nuevas”. Y es que hoy, más que ayer, necesitamos hablar en lenguas o lenguajes que lleguen realmente al corazón de las personas. Lenguas que convoquen, que muestre caminos nuevos, que abran puertas y despierten nuevos deseos de vivir.

La 3ª señal es “agarrarán serpientes en sus manos”. Y es que necesitamos deshacer nudos, desenredar conflictos y desatar complejos que mantienen ocultas o huyendo a las personas bajo fachadas de rabias, caprichos o temores y no alcanzan a ver la luz.

La 4ª señal es “si beben un veneno mortal, no serán dañados”. Porque quien lleva dentro de sí a Dios, no se paraliza, no puede morir. Y es que este amor hará que surja una libertad, una entrega y una gratuidad que son más fuertes que la muerte.

La 5ª señal es “impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos”. Y es que hay muchos males y dolencias que claman sanación; soledades y tristezas que urgen compañía. Por eso necesitamos extender nuestras manos a quien padece miedo, hambre, injusticia. Estrechar la mano del que sufre para infundir valor. Abrazar al adversario y trasmitir perdón.

Que la Ascensión del Señor nos abra a una fe viva, a una amistad profunda y a un compromiso que cambie todo miedo en confianza y todo sin sentido en esperanza.

sábado, 9 de mayo de 2015

La Alegría: Don Comunitario que se Comparte...

Escrito por Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, SJ -Sal Terrae 2012-

Antes de la poda, el fruto se ve como algo natural, como hijo del propio esfuerzo y de las propias condiciones. Después de la poda, reducidos a ese muñón vegetal pegado al tronco sin hojas ni flores,
el fruto es percibido como un milagro, como un don que llega desde más allá de nosotros mismos, como un regalo. Inevitablemente, esta constatación nos pone en nuestro lugar, y preferimos no apropiarnos de lo que tiene su origen en la vid y en el agricultor que la cuida.

Con más transparencia, nos vivimos a nosotros mismos como don y nos vamos haciendo entera referencia hacia el Padre de bondad que es el origen de todos los bienes. «Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y son mis discípulos» (Jn 15,8). Así llegamos a la alegría sustancial, última, la que tiene su fundamento más allá de nosotros mismos, la que llega caminando por los capilares como la savia desde el tronco al que estamos unidos. «Les he dicho esto para que participen de mi alegría, y esta alegría sea perfecta» (Jn 15,11). 

Participar de la alegría de Jesús, de la alegría que él afirma en ese momento en que su vida se encamina hacia la pasión desgarradora y la muerte, es haber conectado la existencia con el Dios de la vida. Esta alegría ya no se vive como un don aislado, particular, sino como parte de un organismo vivo, de una comunidad de discípulos a los que Jesús llama «amigos», por los que él mismo está dispuesto a sufrir la pérdida mayor, pues «nadie tiene amor más grande que el que de la vida por los amigos» (Jn 15,13). El discípulo no cierra el puño sobre la alegría como si fuese una posesión particular, porque sabe que es un don comunitario que se comparte. Desde esta experiencia, el discípulo comprende que dicha alegría nos libera para nuevas pérdidas, para nuevos riesgos, sin querer guardar la propia existencia como una posesión blindada contra todas las amenazas.

Y en la medida en que somos liberados del miedo a perder algo de nosotros mismos o a perdernos en la misma muerte, en esa misma medida la alegría va creciendo en nosotros hacia la pureza y la plenitud. Somos podados para un fruto más abundante y para la alegría sustancial.

La alegría puede ir creciendo y purificándose cada día más en la vida del seguidor de Jesús. La «perfecta alegría», como le llama San Francisco de Asís, es el horizonte de la pascua que ya se va convirtiendo ahora en sustancia última de la existencia cotidiana.

Ésta es la alegría que mueve el discurso de Pablo escribiendo a los cristianos de Filipos desde el rigor de la cárcel y la incertidumbre de una posible sentencia de muerte: «Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito, estén alegres» (Flp 4,4).