jueves, 31 de julio de 2014

Fiesta de San Ignacio

Espiritualidad Ignaciana

“Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación, y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama cada mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera”.
Pedro Arrupe SJ

 Espiritualidad es, para el creyente, la necesidad de un conocimiento vital de Dios, de una relación con la trascendencia que, mucho más allá de lo intelectual, te permite dirigirte a Dios como un «tú», y hasta estar a la escucha para entender, de alguna manera, que tu vida se ilumina en ese encuentro. Ello incluye oración, intuición, reflexión, comprensión de quién es ese Dios, para nosotros manifestado en Jesús, y acción. Y eso termina condicionando la manera en la que las personas vivimos, nos relacionamos y comprendemos el mundo que nos rodea.

La espiritualidad ignaciana encuentra su fuente en la propia experiencia de San Ignacio, plasmada de forma magistral en los Ejercicios Espirituales. Los pilares de la espiritualidad ignaciana, sobre los que se articulan la vida de los jesuitas, el proyecto y la misión de la Compañía de Jesús, son:

1.- Buscar y hallar la voluntad de Dios sobre mi vida. No lo más perfecto objetivamente, sino lo que Dios quiere de mí.

2.- Ensanchar el corazón a las dimensiones del mundo, pero aterrizando en lo concreto para no perderme en vaguedades o en ideales irrealizables.

3.- Conocer mi realidad lo más ampliamente posible. De ahí, mucho examinar cada situación y también examinarme.

4.- Discernir, a la luz de la oración y de la razón iluminada por la fe, cómo puedo mejorar esa realidad para hacerla más evangélica.

5.- Encontrar a Dios en todo lo creado, siendo contemplativos en la acción o unidos con Dios en la acción.

sábado, 26 de julio de 2014

El Reino Ahondado...


Escrito por  Martín Descalzo -de su Libro: Vida y Misterio de Jesús de Nazareth-

En las parábolas del Reino hay, sobre todo, una profundización en la naturaleza de ese Reino anunciado por Jesús. Muchas de las ideas apuntadas por él en su primera predicación adquieren en las parábolas una definitiva hondura.

En ellas descubrimos que, ante todo, el Reino es un don de Dios. No es algo que los hombres podamos construir con nuestras manos. Todos los méritos juntos de todos los santos, toda la inteligencia junta de todos los teólogos, todo el coraje y la entrega de los mártires, todo el valor de todos los guerreros, no nos acercaría ni a la puerta de ese Reino. Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más fecunda y limpia que puede imaginarse jamás podrá dar fruto si alguien superior y exterior a ella no la siembra. Ni encontraría el campesino, por mucho que cavara, un tesoro que nadie hubiera enterrado previamente.

Es un don y un don exclusivo de Dios. Pero la obra de Dios precisa también de una respuesta humana.
La semilla es imprescindible para la cosecha, pero el mayor o menor fruto depende también, y decisivamente, de la calidad de la tierra. El campesino no hallaría el tesoro si no cavara en el campo, ni encontraría el mercader la perla si no la buscara. Dios abre al hombre la puerta, pero es el hombre quien debe cruzarla libremente. Jamás Dios le empujará para que cruce el dintel.

El Reino no es, además, un simple lugar de deleite para el hombre, es su salvación definitiva. En él se realiza el ser humano, fuera de él nunca pasará de ser un muñón de hombre o un fruto de perdición. En el Reino encuentra el hombre el sentido de su destino y su verdadera vida. Por eso, la predicación del Reino es ante todo una predicación alegre y luminosa. No es el Reino la contrapartida del infierno; al revés: es el infierno la contrapartida del Reino. El hombre puede no entrar en él, pero lo central es que el Reino le espera.

Un Reino que vendrá sin duda. Junto a la alegría está la confianza. Jesús sabe que hay tierras sucias y mediocres, pero sabe que, por encima de todo, el granero se llenará, la mies crecerá, incluso si duermen los campesinos. Y esta venida no depende del número de los que la esperan o de los que recibirán ese Reino. Viene y está abierto para todos.

A pesar de esta confianza, la amenaza existe. Jesús ni ignora ni oculta que existe un enemigo malo que siembra cizaña en los campos. El predominio de la luz no hace que olvide la existencia de las tinieblas. Los graneros se llenarán, pero la cizaña arderá perpetuamente. La confianza en el triunfo no excluye el riesgo de quienes apuestan.

Es un Reino misterioso y desconcertante, que no debe ser juzgado con ojos pequeños. Quien mida por la cantidad, por las apariencias pensará que el Reino será un gran fracaso. La ley es aquí la paradoja:
  • lo que parece más pequeño será lo más grande,
  • lo que parece menos importante fermentará a todo lo demás.

Todas las leyes de este mundo serán invertidas.

El Reino será ante todo un asunto de almas. No tendrá nada que ver con los nacionalismos, ni con los reyes o imperios de este mundo. Será central y primariamente religioso y espiritual. No será evasivo, no seré misticoide: el espíritu fermentará la tierra en que se realiza su fuego. Quienes caminen hacia ese Reino deberán, al paso, trasformar este mundo. Pero la mirada estará puesta en ese otro final. Será, consiguientemente, un Reino universal. No se exigirán en su puerta títulos, ni riquezas.

Será un campesino quien encuentre el tesoro y todos los de la casa podrán comer ese pan que fermentó la levadura.

Es un Reino en camino: no se realizará en este mundo. La gran cosecha la harán los ángeles al final de los tiempos. Mientras la mies fructifica, deberá crecer aquí abajo, pero los graneros serán los celestiales. Y el árbol de mostaza tendrá las raíces en esta tierra oscura, pero sus ramas sólo se llenarán de pájaros en la otra orilla.

Pero, por encima de todo, el Reino será Cristo. Las parábolas del Reino son un autorretrato de quien las predica. Sólo a esta luz adquieren su verdadero significado y cambiarían de sentido de haber sido otro el predicador.

La semilla —Jesús mismo lo explicó— es la palabra de Dios. Basta poner Palabra con mayúscula para que lo entendamos. Jesús fue sembrado hace más de dos mil años y sigue siendo sembrado en las almas de los hombres. Para muchos, su nombre y su persona caen en el camino, sobre piedra, en las zarzas. O no se enteran de quién es Jesús, o le utilizan, o le ablandan. Él está en muchas tierras que se dicen cristianas, pero su semilla se la lleva el viento o los pájaros, o se muere con la llegada de un dolor o es ahogado por el dinero…

Jesús es también la levadura amasada por la Iglesia siglo tras siglo: él tiene fuerza y poder para fermentar toda la masa humana; él sigue siendo lo único que hace que la aventura de ser hombre no resulte insípida y sea soportable.

Jesús es, sobre todo, el tesoro escondido, la perla por la que debe ser vendido todo. Quien verdaderamente le encuentra ha descubierto la alegría.

sábado, 12 de julio de 2014

Contemplación de la Parábola del Sembrador


(Te invito, a hacer este Ejercicio de Oración, quizás pueda ser una oportunidad para hacerlo durante toda la semana)

Escrito por Piet van Breemen SJ

En la compleja parábola del sembrador, Jesús usa para la Palabra de Dios la imagen siguiente:

“La semilla es la palabra de Dios” (Lc 8,11). La esencia de la semilla es dar fruto. De manera análoga, la palabra de Dios, por su misma naturaleza, está destinada a producir fruto. La cantidad de fruto que produce depende básicamente, como explica Jesús, de nuestra apertura para asimilar la palabra. Una reflexión sobre nuestra vida a la luz de esta enseñanza, si la asimilamos y saboreamos con calma, puede ayudamos a reconciliar muchas facetas de nuestra vida. Detengámonos a reflexionar sobre el significado personal que cada semilla tiene.

Busco un lugar tranquilo y me sitúo en una postura reverente y relajada. Siento cómo estoy presente. Escucho con atención los diversos sonidos y los dejo estar. Después de haber observado el lugar y haberme habituado a él, cierro los ojos o los fijo con suavidad en un punto inmóvil. Percibo los olores; están bien. Siento mi cuerpo: mis ropas, el suelo, la silla o el reclinatorio o el banquito de oración; dirijo la atención a mi respiración. Lo acepto todo con paz. Ahora estoy realmente “aquí” y unificado.

Después elevo mi mente hacia Dios, saboreando la certeza de que el Todopoderoso me mira con amor y alegría. Es bueno estar en la clemente y atenta presencia del Santo. Me dejo amar por Dios, a quien debo todo mi ser. El Altísimo me sostiene con mano poderosa. Aunque sea incomprensible, creer que Dios me ama mucho más de lo que yo me amo a mí mismo es tranquilizador.
Le expreso mi profundo respeto y le muestro mi gratitud.

Pido la gracia especial que estoy buscando en esta meditación; por ejemplo: que mi vida pueda dar fruto al ciento por uno, y un fruto que sea duradero; o que pueda permanecer en el amor de Dios y vivir unido al Santo; o que sea capaz de aceptarme a mí mismo y mi propia historia vital y, al hacerlo, pueda sentirme reconciliado y en paz; o cualquier otra petición que mi corazón me sugiera.

Ahora me imagino a mí mismo en medio de la multitud escuchando a Jesús que está predicando en una barca a poca distancia de la orilla. El sol brilla; el viento mueve mis cabellos; la luz es resplandeciente. La gente escucha, pendiente de sus palabras. Igual que ellos, yo también estoy fascinado por Jesús. Después de terminar su parábola, Jesús desembarca y se acerca a todos sus oyentes para dar a cada uno unas cuantas semillas. Cuando llega ante mí, me mira fijamente con todo su amor, irradiando una gran confianza en mí. Extiendo mi mano, como hago cuando recibo la Comunión, y él deposita en la palma cinco granos de semilla. Ahora siento una intensa necesidad de estar a solas conmigo mismo; por tanto, me aparto de la multitud y me voy a un lugar tranquilo. 
El recuerdo de su mirada sigue llenando de asombro mi corazón. El modo en que me miró fue único.
Saboreo el calor y la profundidad, la fuerza y la bondad que percibí con tanta intensidad, y les dejo que impregnen todo mi ser.

Después de un rato, tomo una semilla y la arrojo al camino. Inmediatamente, un pájaro viene volando y se la lleva. ¡Perdida! Percibo mis sentimientos. Me pregunto qué es lo que le ha sido arrebatado a mi vida antes de que tuviera la oportunidad de echar raíces.
  • ¿De qué ha carecido siempre mi vida?
  • ¿De qué me he visto privado desde el mismo comienzo?
  • ¿Qué oportunidades no he tenido?
  • ¿Cómo me afecta todo esto?
  • ¿Cómo lo afronto?


Cuando me siento satisfecho, tomo otra semilla. Esta vez la arrojo en terreno rocoso, donde la tierra es estéril. Veo con cuánta rapidez brota; sin embargo, cuando el sol calienta, mi semilla pronto se marchita y muere. Escucho de nuevo mis sentimientos. Reflexiono sobre lo que se ha marchitado demasiado pronto en mi vida. 
  • ¿Qué resultó ser sólo superficial, sin suficiente raíz? Quizás algo que al principio parecía muy prometedor y que, sin embargo, nunca se transformó en nada que valiera la pena... 
  • ¿Cómo reacciono ahora ante estas cosas?
  • ¿Cómo he vivido estos desengaños?


Cuando ya me siento complacido, tomo un tercer grano y lo arrojo entre los cardos. Miro cómo brota mi semilla... y cómo las malas hierbas crecen más deprisa, la privan de luz y de aire y acaban sofocándola. 

  • ¿Cómo me siento cuando veo que esto sucede?
  • ¿Qué es lo que nunca logró llegar a madurar en mi vida, porque se fue ahogando con “las preocupaciones, la riqueza y los placeres de la vida” (Lc 8,14)?
  • ¿Qué es lo que nunca alcanzó las expectativas previstas?
  • ¿Qué aspecto tienen en mi vida esos cardos que ahogan?
  • ¿Cómo les hago frente?

Cuando llega el momento, arrojo el cuarto grano en tierra fértil. Miro cómo crece alto y fuerte y da abundante fruto. ¿Qué sentimientos experimento? Miro todo lo que ha ido bien en mi vida y ha sido verdaderamente fecundo. Una vez más, me tomo tiempo para saborearlo todo. No quiero perderme nada. Doy gracias a Dios “que hace crecer” (1 Co 3,7) y reconozco con alegría que él es el origen de todo bien.

Todavía me queda un grano. Lo percibo; lo froto suavemente con los dedos; siento su precariedad. Me maravillo ante su capacidad de producir un fruto tan asombroso. Esta última semilla lleva en si misma el futuro; representa el tiempo de mi vida que aún no ha llegado. No conozco ni cuánto ni cómo será. Reflexiono sobre lo que haré, en lo que de mí dependa, con este ignoto resto de mi vida. De mis experiencias con las cuatro semillas anteriores he sacado unas lecciones muy valiosas; por eso, ahora soy precavido en mis reflexiones y no quiero apresurarme. Una vez que he logrado ver con suficiente claridad, consulto de nuevo con Jesús. Le ofrezco mi determinación y le pido su bendición. Y entonces, bajo la mirada de Jesús, arrojo mi última semilla...

-Les pido disculpas, por publicar esta vez un texto tan largo, pero creo que vale la pena-

sábado, 5 de julio de 2014

El Secreto es Aprender de Él, que es “el Manso y el Humilde”...

“Aprendan de Mí,
 que soy manso y humilde de corazón
y así encontrarán alivio…” 

La tradición bíblica, relaciona al manso con el pobre de corazón. En el sustrato bíblico hebreo o arameo, “es difícil -escribe es P. Jacques Dupont ,osb- , encontrar una diferencia de matiz apreciable entre la Bienaventuranza de los pobres y la de los mansos. Ambas se refieren a los anawim” .

Este término –anawim- en su principio se refería a todos los que sufrían  pobreza económica, luego se aplicó a aquellos que no podían confiar en sus propias fuerzas y referían su vida solamente a Dios.

Jesús que no sólo predicó las bienaventuranzas, sino que las vivió en su vida,  mostró el modo de vivir  la vida en una plenitud hasta su tiempo jamás oída. La plenitud que da la entrega.

Contemplar el corazón de Jesús, nos ayuda a asomarnos a ese “aula-corazón”, donde podemos aprender los primeros balbuceos de este nuevo modo de hablar, de vivir, de mirar, de confiar, de esperar…porque, como dice el mismo Jesús: “de la abundancia del corazón habla la boca” y los gestos…

El secreto es aprender de Él, que es “el Manso y el Humilde” para encontrar el alivio que reclama todo corazón.

El secreto de la mansedumbre = Saberse creado por amor

Nuestros entornos sociales, tan hundidos en la violencia, la agresión y la disputas por el poder, revelan las consecuencias de haber desalojado del corazón del hombre y la mujer, la certeza de saberse creados por amor y para amar.

Basta salir a la calle –aunque muchas veces lo padecemos en nuestro hogar o en la propia interioridad- para vernos amenazados por gestos y palabras agresivas. Mirando nuestro mundo, lo contemplamos como un huérfano. Un huérfano de amor, que no ha descubierto  que tiene un Padre que lo ama y siente su dolor como propio.

Asistimos a discursos que con sus palabras y gestos nos revelan que sus actos  brotan de corazones que no poseen paz, alivio, ni serenidad. 

Son corazones que no han recibido “caricias”, que como, dice Piet Van Breemen , que en el griego clásico “PRAUTES” –mansedumbre- es una palabra que lleva implícita una caricia.

Se trata entonces, de captar esta relación que existe entre falta de  palabras y gestos mansos, que acaricien la vida y  despierten al hombre y mujer de esa gran pesadilla de no sentirse valiosos y dignos del amor de nadie y que a través de nuestras palabras y gestos acariciantes puedan descubrir: “Un Padre que es el más tierno de todos los padres”, como dice el P. Hurtado.

Un corazón que lucha por espacios –puestos, roles, afectos, lugares, etc…-, es un corazón que todavía no es dueño de su interior. No es un corazón manso que con sus gestos y palabras acaricia, sino que estos brotan de heridas, que siguen supurando y contagiando su infección a todos los que salen a su paso…

Volver constantemente al Corazón de Jesús, nos ayudará a encontrar los secretos que esconde, nos ayudará también a asomarnos a su interioridad –enamorada del Padre, del Reino, del hombre-  y aprender de Él, este modo  de hablar tan propio suyo; que quizás  aprendió sentado en las rodillas de María y José, este ir  acariciando –con sus gestos y palabras- a cada uno de lo que se ponen delante de Él.

Solamente los mansos, son como orilla de río, donde uno tiene deseos de sentarse y tomarse un respiro… Ellos están rodeados de gente necesitada, que se anima a pedirles, muchas veces desde el silencio. Los niños se les acercan gustosos por que  saben que en esos brazos son bien recibidos…

Marta Irigoy
misionera diocesana