Escrito por Carlos María Martini SJ
Tratemos de comprender la diferencia que hay entre este momento y este otro cuando también Pedro había dicho: “Señor, aléjate de mí que soy un hombre pecador”. Las palabras son, sustancialmente las mismas, pero ¡qué diversidad de experiencia! En la barca Pedro había quedado un poco sorprendido ante la potencia de Dios que lo había gratificado con esa gran pesca; consciente de la diferencia entre la potencia de Dios y su pobreza, en el fondo, no estaba convencido de tener necesidad también él de la misericordia de Dios. Podía convertirse en un ayudante del perdón de Dios, en una persona que podía seguir a Jesús, servir a los demás: no aceptaba ser él mismo el primer objeto de esta misericordia de ser el primer necesitado de la palabra de salvación.
Pero he aquí que el Señor lo lleva, casi inexorablemente, hasta el punto en que Pedro reconoce quién es él en realidad, y en su llanto hay palabras muy sencillas: Señor, también yo soy un pobre hombre como todos; Señor, yo no creía llegar a todo esto; Señor, ten misericordia de mí; Señor, Tú vas a morir por mí que te he traicionado; Tú das la vida por mí que no te he sido fiel.
Aquí, finalmente, Pedro capta qué es el Evangelio como salvación para el hombre pecador, comprende el verdadero ser de Dios, que no es uno que nos estimula a ser mejor, no es un reformador moral de la humanidad, sino que, ante todo, es el Amor ofrecido sin límites, el puro Amor gratuito de misericordia que no condena, no acusa, no reprocha. La mirada de Jesús no es acusadora, ni amonestadora; sencillamente es una mirada de misericordia y de Amor. Pedro, te amo aún así, yo sabía que tu eras así, y te amaba sabiendo que eras así.
Para concluir podemos decir: Pedro hace la experiencia, que probablemente es la más fácil y difícil de la vida, ser él el primero en hacer algo, pero ahora comprender que, en cambio, ante Dios no puede sino dejarse amar, dejarse perdonar, dejarse salvar. Es algo así como aquello a lo que, de otro modo, hace alusión el Evangelio de Juan en el episodio del lavatorio de los pies: “Tú no me lavarás los pies; yo te los lavaré a Ti, no Tú a mí”. ¡Cómo es de difícil tener que decirle gracias a alguien!
El Evangelio es, precisamente, decir gracias a Dios por todo, sin excluir nada, sabiéndonos acogidos poderosamente por su misericordia y por su salvación.
Pedro llega por propia experiencia a esta intuición que le permitirá después ser el primer evangelizador, el confirmador de los hermanos, el primer proclamador de la palabra. Quería morir por Jesús: ahora ve que, de hecho es Jesús quien quiere morir por Él, y esa cruz que hubiera querido alejar del Señor es el signo del amor, de la salvación, de la disponibilidad de Dios para él.
Aquí se realiza ese cambio espiritual, tan difícil para todo hombre que, en el fondo, cree siempre que Dios exige algo, que está encima para aplastarnos o para reprocharnos y no logra captar la imagen evangélica del Dios que sirve, del Dios que pone su vida a nuestra disposición, imagen que la Eucaristía nos pone todos los días en las manos. “Yo estoy entre ustedes como el que sirve”; “He aquí mi cuerpo entregado por ustedes”, antes de pedirles algo a ustedes, les pido simplemente que se dejen amar hasta el fondo.
Así llegó Pedro a la genuina experiencia del Evangelio, acogiendo la potencia del amor de Dios, que envuelve toda la vida del hombre. Pidamos también nosotros, junto con Pedro, que el Señor nos haga acoger su misericordia que se expresa de muchísimas maneras en la vida de los hombres.
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