jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves Santo:Gracias, Señor Jesús, por tu paciencia conmigo...

Escrito por Diego Fares sj

Dice San Gregorio Nacianceno: “¡Vamos a participar de la Pasión…! Si eres Simón Pedro, deja que el Señor te lave los pies…”

En la misa del Lunes Santo, el Papa Francisco nos regaló una perla preciosa para la contemplación:
"Durante esta semana santa pensemos:
¿Cómo ha sido la paciencia de Jesús conmigo?
Sólo esto.
Y después saldrá de nuestro corazón una sola palabra:
Gracias, Señor Jesús, por tu paciencia".

¡La Paciencia de Dios, la paciencia de Jesús: ese es el misterio!

En la escena que le hace Simón Pedro a Jesús, la paciencia del Señor tiene mucho de paciencia de mamá con su hijito que no se quiere dejar lavar. Detrás del renegar de Simón Pedro y de la insistencia del Maestro hay una imagen primordial de la vida de familia. Todos hemos renegado de chicos cuando nuestra madre nos decía que era la hora del baño, para luego, contentos, no querer salir del agua. También es una escena típica en el Hogar de San José, la del que no se quiere bañar y luego que entra a la ducha calentita no quiere salir.
Así nos sucede con Jesús y con su gracia, con toda esa esfera de influencia benéfica que llamamos Reino de los Cielos: primero nos cuesta entrar y luego no queremos salir.

Nos detenemos un momento a contemplar la paciencia sabia de nuestro Buen Maestro, cómo se sitúa gestualmente en la situación justa, como inventa y crea esa situación que hace que interactuemos con él y aprendamos lo que nos quiere enseñar. Porque esta acción el Señor la hace explícitamente en clave pedagógica: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón porque lo soy. Si Yo que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo para hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.

El Señor crea una situación que saca a la luz nuestra resistencia a ser lavados y también nuestro gusto (“no solo los pies sino también las manos y la cabeza”, “aquí también, mamá”).

La idea de lavar los pies le debe haber venido al Señor luego de que María le ungiera los suyos con perfume y Judas expresara su fastidio. El Señor, que lee en los corazones humanos, pesca esos lugares existenciales en los que el mal espíritu intenta encarnarse y mezcla su mala intención con nuestras reacciones más espontáneas. Allí, precisamente, se mete el Señor y se implica (se saca el manto y se ciñe la toalla y agarra nuestros pies con sus manos) de manera que la gracia se encarne y se una –indivisa e inconfusamente- con nuestras pasiones y afectos más naturales.

En la unción de María el que se impacientó fue Judas, en el lavatorio, curiosamente, fue Simón Pedro. Pedro experimenta las mismas tentaciones que Judas. Pero con la gracia y la enseñanza paciente de su amigo Jesús las rechaza y se fortalece en la fe.

Y si Jesús es paciente en enseñar, Pedro es, en igual medida, paciente en aprender y en dejarse formar.

Quizás seas esta la enseñanza honda del evangelio de hoy: la paciencia de Jesús es dialogal, requiere de nuestra paciencia. El Señor no se cansa de lavar, somos nosotros los que nos cansamos de dejarnos lavar.
Más que al hecho de lavar los pies, imagen del servicio concreto de misericordia, la invitación del Señor a imitarlo apunta a su paciencia.
El servicio genera resistencia -¿no es esto precisamente lo que a veces nos descorazona?: ‘Si te estoy sirviendo ¿por qué te resistís, y, más aún, por qué cuestionás mi acción’?-.

El Señor se conecta con nuestras reacciones primarias –la resistencia y luego el gusto de ser lavados por nuestra madre- y vence nuestras resistencias y pataleos. Vemos cómo Jesús ejercita la paciencia con su amigo Simón Pedro y le explica, con delicadeza pero firmemente, que “si no te lavo no tienes parte conmigo”.
La gracia grande del acompañamiento espiritual es la de conectar a cada persona con la paciencia de Dios para con ella. Esta conexión –que se capta con la fe- alegra el corazón porque unifica toda la vida. Al fijar los ojos en la paciencia de Jesús lo vemos actuando en el proceso, no sólo en hechos aislados.
Es que la experiencia de fondo, en la que se juega nuestra pertenencia a Cristo, o es la de la unidad o es la de la fragmentación. Si no vivimos al Señor presente en todos los instantes de nuestra vida, no nos sirve. Todos experimentamos esa nostalgia que viene junto con la gracia de un retiro, por ejemplo, de sentir que fue lindo rezar pero que pronto perderemos el fervor con el trajín de la vida cotidiana. El mal espíritu nos mete esta idea de la discontinuidad y nos roba lo mejor de la gracia. No puede hacer que la experiencia de la gracia no sea lo que es: algo definitivo. Pero nos roba ritmo, nos roba continuidad. Pues bien, eso es precisamente lo que nos da la paciencia de Dios, la paciencia infinita e inquebrantable de Jesús, que hila todos los hechos de nuestra existencia en torno a su amor y cada tanto nos devuelve un tapiz allí donde sentíamos que era una maraña de hilos desordenados. 

Como ahora, con el Papa Francisco, que nos parece soñar al ver cómo se hace realidad el evangelio y la gente abre el corazón y la mente a la gracia, cuando hace dos semanas parecía que entre el mundo y la iglesia se levantaba un muro de cemento infranqueable.

A creer en su paciencia y a sumarnos a ella nos invita Jesús con su lavatorio de los pies. A dejarnos lavar por él y a lavar con paciencia los pies de los demás. Ninguna otra imagen de la paciencia de Dios es mejor que esta de lavar los pies en aquel mundo de sandalias y caminos de tierra. Ese Jesús paciente que nos espera para lavarnos los pies, es un Jesús encontrable y de presencia constante.
"Durante esta semana santa pensemos:

¿Cómo ha sido la paciencia de Jesús conmigo?
Sólo esto.

Y después saldrá de nuestro corazón una sola palabra:
Gracias, Señor Jesús, por tu paciencia".

Y dame la gracia de ser paciente en mi servicio a mis hermanos.


sábado, 23 de marzo de 2013

Jesús Entra a Jerusalén, en paciencia...

Esta es una desgrabación de la Homilía del Papa Francisco, cuando era el cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., en la Misa Arquidiocesana del Domingo de Ramos - en Buenos Aires  en el Año 2010 
          
            "La Oración al comienzo de la misa la dirigíamos a Dios, al Padre y le decíamos: “Tú que nos has mostrado la humildad de tu Hijo”. Jesucristo es el camino de la humildad de Dios, de la humillación de Dios. Se abajó. Siendo Dios se abajó a ser uno como nosotros. No sólo compartió nuestra vida sino que cargó nuestros pecados para vencer la muerte del pecado con su muerte y resurrección. Y hoy, Domingo de Ramos, que un poco hay algo de festivo pero con un horizonte negro del destino que le espera al Señor, como acabamos de escuchar en la Lectura de la Pasión, lo vemos entrar montado en un burro, la gente contenta porque lo quería mucho porque se pasó haciendo el bien, enseñando y sanando a todos. Pero ya se estaba tejiendo toda la trama para su humillación definitiva.
            Jesús entra en Jerusalén. Pero podemos decir que entra en paciencia. Entra a padecer. No va a abrir la boca. Dicen “como cordero llevado al matadero”. Calla. Mansedumbre total mientras el demonio manda a todos los suyos para cometer las atrocidades mas grandes: la mentira, la calumnia, la injusticia de un juicio en el que se lavan las manos… y bueno, que el delincuente quede suelto y al justo lo condenamos. Era cuestión de no perder el puesto: es sacrificado a las ambiciones de un gobernador. Las burlas… le escupen en la cara… una noche torturado en un calabozo… los latigazos… la corona de espinas y después… llevar el palo de la cruz. Y Jesús seguía en paciencia. Es nuestro Dios, el Señor de la Paciencia. Nuestro Dios que vino para hacerse paciente por mis pecados, para salvarme a mí. Cada uno de nosotros, con toda verdad, hoy puede decir que no le es indiferente a Jesús. Jesús se involucró en la vida de cada uno de nosotros! No con la vida de todos nosotros al voleo! Sino de cada uno con nombre y apellido! Jesús sabe lo que me pasa a mí! Jesús sabe lo que pasa en tu corazón! Y en el de cada uno de ustedes… Jesús pagó por mí! Y por cada uno de ustedes…
            Jesús entro en paciencia. Y nosotros cómo nos impacientamos… con que soberbia a veces pretendemos que se nos trate como justos cuando al justo se lo trató como pecador. Les propongo que en esta Semana miremos al Señor, a ese Señor de la paciencia, a ese Señor que me tuvo paciencia! Que me tiene paciencia! Y que todos los años me hace celebrar la Semana Santa y la Pascua; me espera cada año y me sigue esperando. Miremos a Jesús que más que a Jerusalén entra en paciencia a padecer.
            Que cada uno reaccione frente a ese Jesús según lo que siente. Es difícil el camino de estar en paciencia con Jesús. Es difícil contemplarlo con esa paciencia que me tiene. Miren, no olvidemos que en la vida cristiana, cuando tenemos que andar un camino seguro, hay una sola mano: agarrate de la mano de la Madre. Ella lo acompañó en este camino del Calvario y se quedó al pie de la Cruz. Agarrate fuerte de la mano de María y pedile: “Madre, enséñanos a contemplar cómo tu Hijo entra en paciencia por mí”. Y ella, si se lo pedimos, nos dará esa gracia.   
   
Buenos Aires, sábado 27 de marzo de 2010.
Cardenal Jorge M. Bergoglio, s.j.

martes, 19 de marzo de 2013

Homilia del Papa Francisco: No tener miedo a la Ternura...


Queridos hermanos y hermanas

Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.

Saludo con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).

¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús

¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.

Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.

Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.

Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.

Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.

En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.

Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.

Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos ustedes les digo: Recen por mí. Amen.

viernes, 15 de marzo de 2013

Primer Homilía del Papa Francisco


Jueves 14 de marzo de 2013
Capilla Sixtina

En estas tres Lecturas veo algo en común: el movimiento.
En la Primera Lectura el movimiento es el camino; en la segunda Lectura, el movimiento está en la edificación de la Iglesia; en la tercera, en el Evangelio, el movimiento está en la confesión. Caminar, edificar, confesar.

Caminar. Casa de Jacob: “Vengan, caminemos en la luz del Señor”. Esta es la primera cosa que Dios dijo a Abraham : “Camina en mi presencia y sé irreprensible”. Caminar: nuestra vida es un camino. Cuando nos detenemos, la cosa no funciona. Caminar siempre, en presencia al Señor, a la luz del Señor, tratando de vivir con aquel carácter irreprensible que Dios pide a Abraham, en su promesa.

Edificar. Edificar la Iglesia, se habla de piedras: las piedras tienen consistencia; las piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. Edificar la Iglesia, la esposa de Cristo, sobre aquella piedra angular que el mismo Señor, y con otro movimiento de nuestra vida, edificar.

Tercero, confesar. Podemos caminar todo lo que queramos, podemos edificar tantas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiríamos en una ONG (Organización No Gubernamental) de piedad, pero no en la Iglesia, esposa del Señor. Cuando no caminamos, nos detenemos. Cuando no se construye sobre la piedra ¿qué cosa sucede? Pasa aquello que sucede a los
niños en la playa cuando construyen castillos de arena, todo se desmorona, no tiene consistencia.

Cuando no se confesa a Jesucristo, me viene la frase de León Bloy “Quien no reza al Señor, reza al diablo”. Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio. Caminar, edificar-construir, confesar. Pero la cosa no es así de fácil, porque en el caminar, en el construir, en el confesar a veces hay sacudidas, hay movimiento que no es justamente del camino: es movimiento que nos echa para atrás.

Este Evangelio continua con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Yo te sigo, pero no hablemos de Cruz. Esto no cuenta”. “Te sigo con otras posibilidades, sin la Cruz”. Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz y cuando confesamos un Cristo sin Cruz, no somos Discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos, luego de estos días de gracia, tengamos el coraje                                      - precisamente el coraje - de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, que ha sido derramada sobre la Cruz; y de confesar la única gloria, Cristo Crucificado. Y así la Iglesia irá adelante.

Deseo que el Espíritu Santo, la oración de la Virgen, nuestra Madre, conceda a todos nosotros esta gracia: caminar, edificar, confesar Jesucristo. Así sea.

viernes, 8 de marzo de 2013

Bendición...


-Anónimo-

“Que los PIES te lleven por el camino hacia el encuentro...ya que el verdadero disfrute está en transitar el camino.

Que las MANOS se tiendan generosas en el dar y agradecidas en el recibir, y que su gesto más frecuente sea la caricia para reconfortar a los que te rodean.


Que el OÍDO sea tan fiel a la hora de escuchar el pedido, como a la hora de escuchar el halago, para que puedas mantener el equilibrio en cualquier circunstancia….y sepas escucharte y escuchar...


Que las RODILLAS te sostengan con firmeza a la altura de tus sueños y se aflojen mansamente cuando llegue el tiempo del descanso...


Que la ESPALDA sea tu mejor soporte y no lleves en ella la carga más pesada...

Que la BOCA refleje la sonrisa que hay adentro, para que sea una ventana del alma y que  exprese de modo tal las palabras que puedas ser fiel a tu corazón en ellas, conservando el respeto y la dulzura.


Que la PIEL te sirva de puente y no de valla...

Que los BRAZOS sean la cuna de los abrazos...


Que el CORAZÓN toque su música con amor...

sábado, 2 de marzo de 2013

Cuaresma... Tiempo de Aceptar los Procesos...


"Señor, Déjala todavía este año..."

Escrito por BENJAMÍN GONZÁLEZ BUELTA, -de su Libro:TIEMPO DE CREAR-

"El Reino tiene su tiempo, el tiempo de Dios, que no coincide necesariamente con el de nuestros relojes, proyectos y ansiedades.

Necesitamos cultivar procesos. Saber distenderse en los procesos, no querer acelerarlos por la ansiedad que nos llega de una cultura trepidante, ni estancarnos por el ambiente de desencanto, es una gran sabiduría. Atravesaremos momentos favorables y luminosos como el día, y momentos desfavorables como la noche, con su oscuridad y su desconcierto. En la noche se asientan los caminos y se purifican los amores. Ni apoderarse de los momentos luminosos, como quisieron hacer los discípulos cuando Jesús dio de comer al pueblo, ni perderse en las tinieblas oscuras y amenazantes del lago.

Es fundamental saber contemplar la belleza y sabiduría que encontramos ya ahora en cada etapa del proceso. La planta que sorprende al romper la tierra con hojas tan frágiles, la flexibilidad de los tallos ante el vendaval que las doblega sin romperlas, la aparición de las espigas, la plenitud dorada de la cosecha... El momento de conversión de una persona es algo extraordinario; su crecimiento lento en la fe también lo es. No hay que vivir en la tensión de consumir sólo los resultados maduros sin disfrutar ya el sabor del fruto presentido en la belleza de cada pequeño milímetro de crecimiento.

La procesualidad tiene dos enemigos, el inmediatismo devorador del tiempo y las dilaciones reiteradas que nunca realizan nada y en las que el tiempo nos devora a nosotros. En la nueva cultura tenemos «el mundo al alcance de un «clic», todo al instante. Falta el cultivo de los largos procesos que suponen compromisos sabios de duración impredecible".