Cuaresma de la alegría
Escrito por
Mons.
Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Mondoñedo- Ferrol
¿Cuaresma y alegría? Parece pura contradicción.
Y sin embargo la cuaresma es el camino que nos conduce a la Pascua , la gran fiesta
cristiana, la fiesta de la alegría por excelencia. No es un tiempo de tristeza,
sino de alegría. Vivir la
Cuaresma en negativo sería casi blasfemo. No mortificaciones,
sino vivificaciones; penitencias para la conversión; no culpa, sino gracia. Los
sacrificios son para la generosidad. Las mortificaciones nos llevan a una vida
mejor.
Convirtámonos a la vida y a la felicidad. Cuando
sentimos la vida interior, cuando nos centramos en el amor, cuando captamos y
compartimos la vida de los demás, cuando nos abrimos al misterio de la vida,
entonces experimentamos la libertad y el gozo de existir. Nos convertimos, no
en poseedores, sino en adoradores; no en coleccionistas de arte, sino en
artistas; no en repetidores, sino en creadores. El que 'es' siente, vibra,
crea, crece, ama, vive. Es calidad de vida. Apegarse al tener es otra cosa.
Porque poseer es apego, endurecimiento, idolatría. El tener cosifica y
deshumaniza. Lo que ganamos en cantidad de vida, lo pierdes en calidad.
Convirtámonos al amor solidario. La vida y la
felicidad están en el amar, en el compadecer, en el compartir, en el vivir con
y para los demás. Nuestro vivir es con-vivir. Vivir en solidaridad es calidad
de vida, porque el otro es para nosotros, no rival, sino estímulo y complemento
de nuestra personalidad. Crucifiquemos el egoísmo y el individualismo. Rompamos
esa tendencia a encerrarnos y clausurarnos en nosotros mismos. El egoísmo va
matando en ti el amor, que es la auténtica vida: «el que no ama está muerto».
El individualismo nos convierte en seres odiosos y recelosos. El narcisismo nos
transforma en seres infantiles y estúpidos. El egoísmo es también injusto, por
no ofrecer a los demás lo que tienen derecho a recibir de nosotros. Compartamos
bienes y talentos, que para eso se nos han dado. Abandonemos posturas cómodas
no solidarias. Salgamos de nuestros refugios y pongámonos en camino. Con los
ojos, las manos y el corazón bien abiertos. Enseguida encontraremos compañeros de
viaje y hombres tirados al borde del camino. Aprenderemos la alegría del
compartir. Así seremos semejantes a Dios, que es comunión de vida. Y
prolongaremos sus manos bienhechoras en la vida de los hombres.
Convirtámonos a la verdadera oración. Al orar
nos abrimos al Ser, nos dejamos invadir por el Amigo y contemplamos,
agradecemos, adoramos y amamos.
Orar es entrar dentro de nosotros mismos para
poder descubrir a Dios en nuestra más íntima intimidad. Y, al mismo tiempo, es
descubrir al Dios presente en las demás personas, en los acontecimientos de la
vida, en la naturaleza toda. Orar es dejarse interpelar por la palabra de Dios,
es acercarnos al 'libro vivo' que es Jesucristo. Orar es entrar en la verdad y
la profundidad de todo, ver y escuchar, sentir y comprender y trabajar y
relacionarse y amar.
Ayunemos de palabras y deseos inútiles. El
silencio exterior e interior ayudan a entrar en el misterio. Concentrémonos.
Somos complicados y estamos agitados, inquietos, nerviosos, a veces rotos por
dentro. Nos falta tiempo y nos sobran prisas. Así no podremos orar. Es cuestión
de pacificarse. Es cuestión de relativizar y buscar prioridades, aceptando
limitaciones. Es cuestión de organizarse. La Cuaresma nos puede ayudar
a comprender que sólo Dios basta.
Un corazón nuevo
La metáfora ya es muy conocida, pero tiene
hondura. Hay una operación radical a la que todos podemos someternos: es la
operación de corazón. No es cuestión de limpiar o trasplantar una arteria o de
poner una válvula más o menos. Es un trasplante total. "La enfermedad que
padece el mundo, la enfermedad principal del hombre, no es la pobreza o la
guerra, es la falta de amor, la esclerosis del corazón". Es el diagnóstico
de Madre Teresa de Calcuta. O sea, que tenemos el corazón necrosado, un corazón
de piedra. Necesitamos que nos pongan un corazón nuevo. Y que Dios nos haga
transfusión de su sangre, oxigenada con el aire del Espíritu. Pero no nos
asustemos. Lo "gracioso" es que este trasplante ni cuesta ni supone
tanto sacrificio. Es más un don que una operación, es más una gracia que una
terapia. Lo único necesario es que nos dejemos cambiar.
Necesitamos un corazón nuevo que sea de veras
corazón, un corazón tejido de ternura y benevolencia, un corazón grande y
sensible, un corazón compasivo y misericordioso. O sea, un corazón parecido al
Corazón de Dios.
La misericordia es lo que define a Dios. Cuando
Moisés quiere conocer su gloria, es decir, su intimidad, su realidad más
profunda, y le pregunta por su nombre, recibe esta respuesta: «Yahveh, Yahveh,
Dios misericordioso y compasivo, tardo a la ira y rico en bondad y fidelidad»
(Ex. 34, 5-7).
Compasivo y misericordioso. En hebreo son
palabras tomadas de los sentimientos y gestos maternales. Dios es Padre con
entrañas maternales. Siente como una madre cuando lleva a su hijo dentro. Dios
se conmueve por sus hijos hasta la compasión y la ternura. Esta misericordia de
Dios se ha manifestado definitivamente en Jesucristo. Por eso se le conmovían
fácilmente las entrañas: ante el enfermo, ante el hambriento, ante el pecador,
ante todo el que sufría.
¿Qué se nos pide en esta Cuaresma? Solamente una
cosa, que nuestro corazón rebose misericordia para poder acercarnos y acercar a
los demás a infinita misericordia del Dios de Jesucristo. ¿Eso es poca cosa? Es
lo más grande que podemos hacer, la
Cuaresma más hermosa que podemos practicar. La más hermosa y
la más necesaria. Porque vivimos en un mundo sin misericordia. Un mundo duro,
frío, competitivo: un mundo que crea soledad, que divide y enfrenta a los
hombres. Un mundo deshumanizado, sin entrañas, sin corazón.
En este mundo nuestro no hay misericordia para
los vencidos, para los débiles, los pobres, los ancianos, los enfermos y
minusválidos, para las víctimas, para los fracasados.
Cuaresma: en ella queremos entrar como camino
para llegar a la alegría pascual un poco más resucitados.
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