Toda la vida de Jesús está referida al Padre. Su deseo más profundo podemos decir que siempre fue venir del Padre hacia nosotros, que lo necesitamos tanto, para volver al Padre con nosotros, que tanto lo anhelamos.
Jesús nos hace espacio y nos invita a entrar en su relación con el Padre: nos hace participar en su diálogo de Amor (al que me ama mi Padre lo amará), en las cosas que les preocupan (que no se pierda ninguno de sus pequeñitos), en sus sueños (que todos se salven), en su fiesta (vengan a las bodas)…
Y cuando se va acercando la hora de la Pascua, el Señor quiere que comprendamos esto bien clarito.
En su relación con el Padre está nuestra casa, como decía Nouwen: somos invitados a habitar en esa relación
¿Qué significa habitar en una relación?”. Es participar de sus diálogos (eso es la oración: ir a escuchar lo que dicen). Es querer estar con las personas (mirar las personas, como dice San Ignacio cuando nos enseña a contemplar), es sentarse a la mesa con ellos (eso es hacer la Eucaristía). Es buscar la manera de dar una mano en lo que planean hacer (eso es el apostolado). Pero por sobre todas las cosas habitar en esa relación es una manera de madurar como personas.
Nosotros a veces damos por descontada la relación y nos fijamos en los hechos: atendemos a “lo que pasa en la Pasión”. Pero Jesús quiere que leamos su Pasión y Resurrección desde el punto de vista de cómo la sienten Él y el Padre.
¿Por qué es importante contemplar cómo se tratan Jesús y el Padre? ¿Por qué es bueno rezar simpatizando con lo que sienten, mirando sus Personas?
Porque si la madurez humana se adquiere en la relación con los demás, en la relación entre Jesús y el Padre tenemos el modelo para madurar.
Como dice Karl Stern “la evolución del crecimiento humano va desde una necesidad absoluta de ser amado (infancia) hasta una plena disponibilidad a dar amor (madurez)”.
¿No es esta la clave de la relación entre el Padre y Jesús, entre el “este es mi Hijo predilecto” y el “Hágase tu voluntad y no la mía”?
Jesús, a lo largo de su vida y de muchas maneras, nos da la clave: profundizando en la relación entre el Padre y él profundizamos en lo que es ser plenamente humanos.
No digo que no tengamos en cuenta para nada la importancia de la relación entre Jesús y el Padre pero creo que suele pasar que cuando atendemos a lo que quiere comunicarnos el Señor solemos poner la atención en lo que hay que cambiar moralmente y en lo que hace a la relación con el prójimo. Y el Señor quiere que atendamos también a su relación con el Padre. Jesús quiere que entendamos lo que ellos sienten, ¿está claro? Como quiere uno cuando comparte, no que entiendan lo que dice sino lo que siente!!!
Las parábolas del Padre son una invitación a expresarle todas nuestras emociones de hijos: nuestra sed de gastarnos la herencia como el hijo pródigo y nuestro cumplir con el deber con un dejo de resentimiento como el hijo mayor, nuestros sí pero no y nuestros no pero sí, nuestras excusas para participar en su Fiesta porque el fin de semana “estamos en nuestros asuntos”, nuestro no tener ganas de ponernos su traje de fiesta, nuestra bronca cuando le paga igual a los últimos…
En estas imágenes Jesús discierne todos los sentimientos de hijos y nos enseña a referirlos al Padre.
Las actitudes del Señor, el agradecimiento “eucarístico” profundo que siente que todo le viene de esa fuente de vida que es el Padre y su deseo último de glorificar sólo al Padre y no a sí mismo, son como los dos pilares que ordenan toda su vida. Y en el medio la misericordia infinita que reconociendo a todos como hermanos le hace ser Hijo a cada paso.
Si algo precioso nos regaló Jesús, eso es su relación con su Padre.
La oración no es una experiencia de uno mismo sino del Padre. Con Jesús nos dirigimos al Padre y le decimos Abba, Padre, te agradezco (eucaristezo), te “homologo”, concuerdo con que todo lo hacés bien, Vos sabés, vos preparás todo y hacés que todo sea para bien. Te bendigo, te glorifico. Estoy contentísimo con vos.
Rezar no es darle vueltas a los problemas en la cabeza sino ponerse en sus manos, en las manos del que es más grande que nuestra conciencia y sabe todo lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Uno entra existencialmente en la oración cuando experimenta (cada uno a su manera) que salió de sí y lo dejó todo en manos del Padre. Cuando puede decir (con sus palabras: yo no soy Dios, yo no puedo nada, no se nada, no entiendo nada. Vos sabés, vos Padre podés todo, Vos conocés todo.
Comulgar no es comer una hostia y meterse en el propio corazoncito a sentir que Jesús está conmigo y después pasar a pensar en las otras cosas. Comulgar es recibir a Jesús en la hostia y atender a cómo Él le reza al Padre estando dentro mío. La comunión no es una interiorización sino un descentramiento. Por eso decimos “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre todopoderoso, todo honor y toda gloria”. Necesito comulgar con Jesús no para que me de fuerzas para hacer mis cosas sino para entrar a habitar en la relación que Él tiene con el Padre.
El precepto no es “ir a misa los domingos” sino “Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. Oír en el sentido de lo que dice el Padre de que “escuchemos a Jesús, su Hijo amado”. La Eucaristía es oír a Jesús que le dice Gracias al Padre, no solo que nos predica su Palabra.
Y me animaría a decir que para relacionarnos con Jesús y saber lo que hay que hacer con el prójimo, no haría falta ir mucho a Misa. Jesús ya se nos dio y se nos da en cada momento de la vida. El momento especial de la comunión es para “meternos” un ratito de cabeza en la intimidad del Señor con el Padre. El hace eso en cada misa –lo recapitula todo y se lo ofrece al Padre- y a nosotros se nos invita a participar de esa fiesta, de esas bodas. Sea que yo asista o no, en la misa Jesús le está dando gracias al Padre por mí y por todos. Ir a oír cómo se hablan y estar allí, adorando en espíritu y en verdad, eso es oír misa, participar de esa acción de gracias.
Los griegos querían “ver a Jesús” y Jesús aprovecha para encaminar qué es lo que vamos a ver si tratamos de verlo a Él.
Vamos a ver a uno que se entierra y muere como un granito de trigo y cuyo único deseo es que todos nos demos cuenta de cuánto nos ama el Padre (glorificar su Nombre es hacerlo brillar de manera tal que todos se admiren y comprendan).
Vamos a ver a uno que se siente muy amado y está dispuesto a dar todo su amor. Y a hacernos participar: que donde yo esté ahí esté mi servidor.
Vamos a ver a uno de quien el Padre está orgulloso por cómo ama, y nos lo hace saber claramente (eso significa que lo ha glorificado y lo volverá a glorificar).
Pero más hondo, si lo que queremos es ver a Jesús como querían aquellos griegos que fueron a pedirle cita a Felipe, sepamos que ver a Jesús es ver al Padre.
Si no veo doble (en eso que parece borrachera pero es Espíritu Santo) es que no vi todavía a Jesús.
Si no oí en estéreo la voz de los Dos, es que no oí todavía bien a Jesús.
Toda palabra de Jesús trae consigo otra voz que la corrobora. Es una sola palabra pero a dos voces y hay que afinar el oído para escuchar la segunda.
“La gente que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel.»
Jesús respondió:
«Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes”.
Que San José, con su corazón de padre, nos enseñe a ajustar el oído para no confundir la voz del Padre con truenos y ángeles. Cerquita de Jesús es el Padre Eterno mismo el que no habla. Sí. Nos habla. A mi y a vos. Porque amamos a Jesús y porque en Él somos sus hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario