viernes, 7 de septiembre de 2012

Alguién me ha sacado del mundo del silencio...


Escrito por Dolores Aleixandre, de su libro: "Contar a Jesús"-

La curación del sordomudo nos invita a dejar que Jesús siga realizando con cada uno de nosotros su gesto creador, como hizo Dios en la primera mañana de la creación, modelando con sus manos e insuflándole su aliento, curando nuestras sorderas y tartamudeos. La misma palabra dirigida al sordomudo: "¡Ábrete!", puede resonar hoy en nuestros oídos y en nuestro corazón, invitándonos a seguir realizando pequeños gestos creadores y ofreciendo signos de vida, también entre aquellos que no comparten nuestra misma fe.

Nos habla el sordomudo curado:

                   Vivo en la Decápolis, cerca del mar de Galilea,  nací completamente sordo y apenas puedo balbucir sonidos inarticulados, no podré escucharlas nunca y vivo desde mi infancia aislado y al margen de todo. Cuando de pequeño lloraba porque no podía participar en los juegos de los demás niños, mi madre, apenada,  solía tomarme en sus brazos  humedecía sus dedos con su saliva y acariciaba mis oídos y mi boca como si pudiera curarme con ella, mientras susurraba palabras que yo era incapaz de entender. 

Lo poco que conozco de la religión y de las costumbres de mi pueblo se lo debo a la paciencia de un anciano maestro que me enseñó a leer en sus labios pero, a pesar de ello, vivo como encerrado en una habitación sin puertas ni ventanas, aislado del rumor de una vida que se queda siempre fuera de mis umbrales. Así he vivido hasta que, repentinamente, he sido arrastrado de manera violenta fuera de la morada del silencio.
Todo ocurrió la mañana en que vi arremolinarse a la gente en la plaza del pueblo y me acerqué atraído por la curiosidad. El gentío no me permitía ver más que la espalda de un hombre cuya figura no me resultaba familiar y al que todos miraban con atención. Alguien me dijo por señas que se trataba de un judío y me extrañó su presencia. Apenas nos tratamos con ellos porque nos desprecian y se sienten superiores a nosotros por no se sabe qué historias de su religión y de su Dios.
Yo sólo tenía intención de mirar pero de pronto sentí que me empujaban al centro y me encontré, paralizado y confuso, frente a un desconocido de quien lo ignoraba todo...
Entonces él hizo precisamente lo que yo no esperaba: me agarró del brazo y me sacó fuera del grupo que se quedó mirándole desconcertado, mientras nos dirigíamos lejos de ellos. Sentí miedo, ¿qué pretendía hacer conmigo? ¿por qué no quería que lo presenciara nadie?. Como si  presintiera mi temor, soltó mi brazo y, humedeciendo sus dedos con saliva realizó el mismo gesto de mi madre, tocando con sus manos mis oídos y mi boca. Leí en sus labios la palabra «¡Effeta!», ¡Abreté!, y fue como si los batientes de una puerta se abrieran de par en par por la fuerza de un huracán. Tuve la sensación de que todos los murmullos y las voces de la tierra entraban en mí, como la música de los instrumentos que nunca había podido oír, y de mi boca desatada brotaron como torrentes las palabras que nunca había podido pronunciar.
La gente se había ido acercando atónita y entonces él hizo de nuevo algo sorprendente: nos ordenó de manera tajante que no dijéramos nada de lo sucedido y se marchó. Nadie hizo caso de su prohibición y yo menos que ninguno: «Todo lo ha hecho bien», decían. «Ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos».
 Pero en el secreto de mi corazón yo sabía algo más: alguien me había sacado del mundo del silencio y había abierto mi vida entera sacándome a espacio abierto. Y lo hizo no como quien realiza un acto mágico y espectacular, sino con la ternura del gesto de una madre que acaricia al más débil de sus hijos.

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