Este texto ha sido escrito por el P. Eduardo Casas
El
cristianismo se funda en la confesión de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. El Dios Encarnado constituye el núcleo de nuestra fe. La Encarnación
revela a Dios desde “otro lugar”, desde el lugar del ser humano. Por la
Encarnación, Dios “se dice” al modo humano.
Sin
embargo, no siempre tenemos en cuenta la condición humana de nuestro Dios.
Subyace a menudo la idea de un Dios no “tan humano”. La Biblia únicamente pone
una sola distinción entre el Dios Encarnado y nosotros: Igual en todo, “menos
en el pecado” (Hb 4,15). A diferencia del pecado, nuestro Dios humano fue “uno
de tantos y se hizo como un hombre cualquiera” (Flp 2,7). La humanidad asumida
se vuelve para Dios experiencia de lo divino. Nuestra humanidad es para el
mismo Dios Encarnado ocasión de revelar su condición divina desde otro “lugar”,
mostrando una “traducción” humana de su misterio. Nuestra humanidad forma parte
del misterio que Dios manifiesta de sí mismo.
Es
un Dios en “situación humana”, vulnerablemente humano. Vive, crece, pasa por
todos los límites de la existencia y necesidades humanas, pasiones y emociones,
afectos y vínculos, el amor y la soledad, el sufrimiento y la tentación, la
agonía y la muerte, para luego retornar a la vida, en un estado glorioso en el
cual, sin embargo, conserva -para siempre- las “marcas” adquiridas en el
tránsito de su vida mortal.
Un
Dios herido, no sólo en su existencia terrena y en la Cruz sino, incluso
-después de la muerte- seguirá mostrando las cicatrices de sus heridas una vez
Resucitado, como sucede en la escena en la cual invita al Apóstol Tomás a
palpar sus estigmas cerrados (Cf. Jn 20, 24-28) que permanecen, perdurando como
marcas cicatrizadas y gloriosas.
Las
heridas de Jesús -que van desde la Cruz a la Resurrección hasta llegar a la
Gloria- unen, como en un “puente”, la única carne del Dios hecho hombre. Todo
su camino se dibuja en los bordes de las heridas, en los ribetes de sus
cicatrices. Ellas son una “garantía” y un “sello”. Las heridas cicatrizadas del
Resucitado son el “reverso” de las heridas abiertas del Crucificado. Las
“heridas mortales” se vuelven“heridas vitales”; las “heridas de muerte” se
convierten y se revierten en “heridas de gracia”, “heridas nuevas”, “heridas de
vida”.
Las
“heridas” del Resucitado son “heridas gloriosas”. Sin embargo, no dejan de recordar, como sello en la carne, las
cicatrices de la Cruz. El Resucitado tiene heridas cicatrizadas y curadas. Son
un testimonio y un “memorial” de lo que
ha sido la Cruz. La Resurrección no se olvida de la Cruz: La Gloria asume la
Cruz.
Aquél
que padeció es el mismo que resucitó y que está en los cielos. Sus heridas lo
atestiguan y confirman. Perduran
intactas, abren “accesos” a la revelación del amor más pleno. No son “huecos”
mudos, solitarios y vacíos sino lesiones que “hablan”. En ellas queda un camino
abierto, un “punto de partida” para la entrada al interior del mismo Dios, a su
cuerpo y a su alma, a su corazón. Por
ellas se abre un nuevo acceso, se convierten en “llave” y en “puerta” (Cf. Jn
10,9) para ingresar y mirar hacia la “otra orilla”, contemplando la interioridad de Dios, el abismo infinito de su vida.
Algunas preguntas que pueden ayudar...
- ¿Qué tienen para decirte las heridas de Dios?
- ¿Qué significa para tu vida y tu fe un Dios vulnerable?
- ¿Qué tienen que ver tus heridas con las de Dios?
- ¿Qué tienen que ver las heridas de Dios con tus propias heridas?
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