HOMILÍA del Papa FRANCISCO, en la Vigilia Pascual -2016-
«Pedro
fue corriendo al sepulcro» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en la mente y
en el corazón de Pedro mientras corría? El Evangelio nos dice que los Once, y
Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio de las mujeres, su anuncio
pascual. Es más, «lo tomaron por un delirio» (v.11). En el corazón de Pedro
había por tanto duda, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la
muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante
la Pasión.
Hay
en cambio un detalle que marca un cambio: Pedro, después de haber escuchado a
las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se levantó» (v.12). No se
quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó
atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no
se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que
no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y
de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de
dónde regresó «admirándose de lo sucedido» (v.12). Este fue el comienzo de la
«resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza
o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios
entrara en su corazón sin apagarla.
También
las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una
obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma
experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron
cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive?» (v.5).
Al
igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si
permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos
en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados ―cada de nosotros los conoce― ,
para que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y
las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él
desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la
primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza
que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible
trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera
resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida.
Continuamente
vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los
habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado,
en cierto modo hay que «evangelizarlos». Evangelizar los problemas. No
permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se
apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está
aquí. Ha resucitado» (v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro
lado y nunca nos defraudará.
Este
es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo, y ni siquiera una
actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza
cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos
a él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en
nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo parezca bonito,
no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza
de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad
de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, ha vencido la muerte, ha
vencido el miedo, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra
esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar
nunca de su amor (cf. Rm 8,39).
El
Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Después de haberlo
encontrado, invita a cada uno a llevar el anuncio de Pascua, a suscitar y
resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la tristeza, en quienes
no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella hoy.
Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos alegres de la esperanza, estamos
llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor; si no es así
seremos un organismo internacional con un gran número de seguidores y buenas
normas, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene el mundo.
¿Cómo
podemos alimentar nuestra esperanza? La liturgia de esta noche nos propone un
buen consejo. Nos enseña a hacer memoria de las obras de Dios. Las lecturas, en
efecto, nos han narrado su fidelidad, la historia de su amor por nosotros. La
Palabra viva de Dios es capaz de implicarnos en esta historia de amor,
alimentando la esperanza y reavivando la alegría. Nos lo recuerda también el
Evangelio que hemos escuchado: los ángeles, para infundir la esperanza en las
mujeres, dicen: «Recuerden cómo [Jesús] les habló» (v.6). Hacer memoria de las
palabras de Jesús, hacer memoria de todo lo que él ha hecho en nuestra vida. No
olvidemos su Palabra y sus obras, de lo contrario perderemos la esperanza y nos
convertiremos en cristianos sin esperanza; hagamos en cambio memoria del Señor,
de su bondad y de sus palabras de vida que nos han conmovido; recordémoslas y
hagámoslas nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir los
signos del Resucitado.
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