Escrito por Manuel Romero
El poder no lo ejercen hoy los reyes, lo gestionan los gobiernos y lo intentan administrar -se supone- en bien de todos. Sin embargo, no es el poder político, ni social del que habla hoy la Palabra de Dios, y tampoco debiera llevarse a esos ámbitos la reflexión dominical.
Es poder es una de las tentaciones más fuertes que tiene el ser humano. Se lo arroga desde el primer momento de la Creación y lo ejerce frente al hermano suscitando envidias y rivalidades. El poder hunde sus raíces en ese querer “ser dueño de sí” y de aquello que podemos controlar. Lo sintió Jesús en el desierto y lo circundó en la cruz.
El poder de Jesús es el de amar al hombre de corazón. Ese es el poder transformador y positivo del amor materno de Dios. Lo mostraba con esas palabras capaces de calmar tormentas, enmudecer poseídos y perdonar pecados, con esas miradas que sanaban corazones y aturdían a los fariseos, y con esas manos que resucitaban muertos.
Ese poder lo ansiamos los hombres. Y cuando queremos apropiárnoslo se lo quitamos al Señor. Y al atribuirlo a nuestras capacidades anulamos su poder y a Dios mismo. Sin darnos cuenta, se lo acabamos atribuyendo a cualquier ídolo.
De ahí, que del Evangelio broten las preguntas:
- ¿Quién ejerce su poder sobre ti?
- ¿A quién le das tú, poder?
Cuando te encierras en tu mundo y defiendes tus necesidades, cuando crees que tu criterio es el único, cuando te satisface gobernar y que todos te lo reconozcan, cuando te crees suficiente y superior a los demás, cuando no agradeces nada pues todo lo consigues con tu esfuerzo, cuando crees que tus fuerzas son eternas y no estás expuesto a la fragilidad y la enfermedad, cuando pones precio a todo y no das nada gratuitamente. Todo lo que tú te quedas se lo quitas a Cristo y le restas su poder.
El tema es que Cristo hoy, reconocido como rey, ejerce su reinado con una corona de espinas. Su amor por ti lleva consigo las espinas de tu libertad y el riesgo de tu poder. Una corona que se convierte en gloria cuando tú te pones una parecida y reinas sirviendo a tus hermanos. Si compartes con él esa corona, compartirás con Él, hoy, el paraíso.
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