«Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios...».
Aparentemente, nada extraño. Un comportamiento que no tiene nada de escandaloso. Todo normal. Cada uno ha de pensar en las necesidades de la vida cotidiana.
Cada uno se dedica a lo más urgente.
Esos individuos no tienen tiempo que perder. El deber es más importante que la fiesta.
Observa M. Heidegger: «Perdiéndose en el tráfico de sus ocupaciones, el hombre de la cotidianidad pierde su tiempo. De aquí nace su expresión característica: `No tengo tiempo'».
El tiempo confiscado exclusivamente por el hacer se convierte, paradójicamente, en «tiempo perdido» para la vida.
La parábola establece un contraste muy claro entre la preocupación y la alegría, entre la necesidad y la libertad, entre la realidad concreta y la posibilidad abstracta, entre la pérdida y la ganancia de tiempo...
En el fondo, la parábola hace vislumbrar que hay dos modelos de interpretación de la propia vida. Además de la habitual, hay una nueva idea de sí mismo.
«El modelo de la fiesta se transforma en modelo para la cotidianidad» (G. M. Martin).
La vida concreta, interpretada al viejo estilo, antes de la invitación al banquete, a pesar de su aspecto de extrema concreción, puede ser una ficción. Lo que llamamos vida real puede ser sólo ficticia.
Solamente el sueño inverosímil de la fiesta se convierte en realidad. O, si preferimos, el sueño más increíble consigue transformar la realidad.
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