Muchos textos
evangélicos hablan de la oración de Jesús. Otros nos presentan a Jesús orando o
nos cuentan lo que decía sobre esta práctica. El Evangelio según san Lucas, que
estamos siguiendo este año, insiste particularmente en esta dimensión orante de
la vida de Jesús. Podríamos hacerle muchas preguntas a Jesús sobre su oración:
¿Cómo oraba? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con quiénes lo hacía, o si lo hacía
solo? ¿Cuánto tiempo dedicaba a ello? ¿Qué relación existía entre su oración y
su vida? No es difícil llegar a responder estas preguntas si estuviéramos
dispuestos a repasar los cuatro evangelios buscando los pasajes que hablan de
la oración de Jesús. Uno de ellos es el que nos presenta hoy la liturgia de la
Palabra: “Un día en que Jesús estaba orando solo (...)”.
Jesús, el hijo de
María, el carpintero de Nazaret, fue un hombre de su tiempo. Es verdad también
que confesamos a este hombre como la transparencia plena de Dios, en quien Dios
se hizo carne y habitó entre nosotros. Pero, como muy bien lo afirma el
Concilio Vaticano II, Jesús "trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre"
(Gaudium et Spes 22). Por tanto, podemos también afirmar que su oración fue una
oración de hombre. Su encuentro frecuente con Dios en la oración respondió a
una necesidad vital de comunicación y de comunión con su Padre. No se trató
simplemente de un ejemplo para estimular nuestra oración. No fue una enseñanza
más o una recomendación hecha desde fuera. Digo esto, porque no es difícil
encontrar estudios en los que la práctica de la oración de Jesús se presenta
como algo añadido: "Jesús no tenía las mismas razones que nosotros para
orar. El, en cierto sentido, no tenía necesidad de orar, pese a lo cual quiso
que su oración nos sirviera de ejemplo" (Bro, Enséñanos a orar, 1969:
113).
De la oración de
Jesús surgieron preguntas: “–¿Quién dice la gente que soy yo? (...) –Y ustedes,
¿quién dicen que soy yo?”
La respuesta de Pedro parece completa: “–Eres el
Mesías de Dios”.
Sin embargo, el mesianismo que soñaba Simón Pedro no
contemplaba lo que Jesús les anuncia: “–El Hijo del hombre tendrá que sufrir
mucho, y será rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por
los maestros de la ley. Lo van a matar, pero al tercer día resucitará”. De esta
misma experiencia de oración nace también la frase con la que termina el pasaje
de hoy: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con
su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá;
pero que pierda la vida por causa mía, la salvará”.
Los aprendizajes
vitales que Jesús compartió con sus discípulos germinaron en horas de silencio
y soledad. Momentos de apertura dócil a la acción de Dios. Jesús vivió largos
momentos de contemplación para llegar a entender esta paradoja de un Mesías que
muere en cruz. Dimensiones aparentemente contrapuestas de una misma
manifestación histórica de la divinidad. Sólo desde la oración sencilla y
cotidiana, es posible vivir el misterio de nuestro camino de fe. Cuán lejos
estamos de alcanzar una vida de oración como la de Jesús.
Tal vez convenga
preguntarnos hoy lo que le preguntamos a Jesús:
- ¿Cómo oramos?
- ¿Cuándo?
- ¿Por qué?
- ¿Para qué?
- ¿Con quiénes?
- ¿Cuánto tiempo dedicamos a ello?
- ¿Qué relación existe entre nuestra oración y nuestra vida?
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El autor, es sacerdote
jesuita
Profesor Asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia
Universidad Javeriana – Bogotá
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