sábado, 22 de febrero de 2020

Cuando Jesús promulga su Nueva Ley de amor otorga un criterio positivo de relación con los demás...

Texto de P. Eduardo Casas

   La caridad y la amistad son dos amores con una misma raíz. La caridad tiene como posibilidad la amistad y la amistad verdadera no puede vivir sin la caridad.

    La caridad no sólo es el amor fraterno que está destinado a abrazar a los hombres como prójimos, hermanos o amigos sino -también al igual que Jesús- a los que no nos aman o a los que no amamos. 

    El Evangelio guarda -para estos casos- un nuevo amor, asombroso para la capacidad humana pero, sin embargo, propuesto explícitamente por Jesús, no sólo con su palabra sino también con su ejemplo: El amor a los enemigos. 

    Esto es una originalidad del Evangelio, ya que en el Antiguo Testamento, tal amor no existe. Al contrario, proclamaba el “ojo por ojo y el diente por diente”, la famosa “ley del talión”: Lo que hacés es lo que merecés. 

    Así como la caridad tiene su cumbre en la amistad; de manera semejante, posee otra «cumbre», en el extremo opuesto: El amor a los enemigos (Cf. Mt 5, 38-48; Lc 6,27-35).

    Para vivir en plenitud el amor, tampoco es necesaria una relación de amor con todas las personas. Todos estamos circunscritos a una red de relaciones determinadas. Las personas que no amamos no entran necesariamente en la categoría de «enemigos» sino tendríamos tantos enemigos como personas con las cuales no nos relacionamos. Estas personas son simplemente personas que no conocemos o con las cuales no hemos tenido relación. 

    Para la enemistad, en cambio, es necesario haber tenido relación. Ninguna enemistad nace de la gratuidad. Esta es la primera gran diferencia con la amistad, la cual nace de la gratuidad o, al menos, en la medida en que va creciendo, tiende a ser -cada vez- una relación más gratuita. 

    La enemistad no surge de la gratuidad, ya que ésta sólo se reserva para el amor. Detrás de cada enemistad, siempre hay una historia de sufrimiento, frustración, desencuentros, incomunicación, rupturas y heridas. La enemistad no brota de la gratuidad sino necesariamente de la historia vivida. No surge del don sino de la frustración.

    Cualquier sentimiento negativo que albergue en nuestro corazón es una raíz amarga y venenosa que, en primer lugar, resiente y contamina el interior de quien la tiene. El fruto primero del “no-amor” es la muerte lenta de la vida del corazón que lo acoge. Antes de hacerle mal al otro, en primer lugar, todas las variadas formas del “no-amor” hacen mal.

Jesús proclama en el Evangelio: ...«Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores»... (Mt 5,43). Es clara la modificación que Jesús hace de la antigua “ley del talión”: ...«Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no se resistan a quien les hace mal»... (5,38). Esta “ley del talión” (Cf. Ex 21,24; Dt 19,21), que aplicaba literalmente un castigo igual al daño causado, ha sido cambiada por Jesús. 

    El Mandamiento de amarse unos a otros tiene -su reverso- en la prescripción de amar a los enemigos. También el enemigo es un “prójimo”. Ya el Antiguo Testamento sostenía «amar al prójimo como a sí mismo».

    Cuando Jesús promulga su Nueva Ley de amor otorga un criterio positivo de relación con los demás: «Todo cuanto deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos» (7,12). Esta prescripción se encontraba de manera negativa y prohibitiva en el Antiguo Testamento: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4,15).   ¡Si al menos no hiciéramos a otros lo que no deseamos para nosotros,  nuestras relaciones cambiarían positivamente!

Algunas preguntas que pueden ayudarnos para acercarnos a esta Palabra:
  •  ¿Estarías dispuesto a hacer primero lo que esperas que los otros han por vos?
  •  ¿Qué es lo que hoy esperás?
  • ¿Qué te gustaría recibir?
  • ¿Podés hacerlo primero vos por otro?
  • ¿Te animás a hacerlo todos los días un poco?

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