En tiempos de Jesús la sal y la luz no tenían tanta variedad, como la que tenemos en nuestra actualidad, pero ambas eran artículos de primera necesidad.
Ambos eran preciados y había que cuidar sin derrochar.
El cuidado que se ponía en que una lámpara no se apagase, para que el aceite nunca faltara.
El cuidado para que la sal no se humedeciese y se echase a perder.
La luz iluminaba pero sin deslumbrar. La sal se utilizaba pero de una manera comedida, para cocinar o para conservar los alimentos.
Por ello, detrás de las palabras de Jesús cuando nos dice que somos la sal y la luz del mundo, se esconden esa delicadeza y ese cuidado del que hablamos.
No se trata tanto de deslumbrar hasta la ceguera o de saturar y esconder el sabor de lo cocinado o de lo que hay que conservar. Es la medida justa y delicada, el pábilo frágil que no se esconde, pero que tampoco puede dejarse carbonizar. Los dos dedos de la sal cogidos con delicadeza, casi reverencialmente.
En tiempos de exceso de iluminación y de sabores saturados. En tiempos de exabruptos y de imposiciones. En estos momentos, conviene recordarnos que somos sal y luz que no puede excederse porque ciega o porque es incomible. Y es más, sal y luz que hay que cuidar y dejar cuidar por otros, porque siempre corre el peligro de apagarse o de corromperse con la humedad.
Sal luminosa sin estridencias, frágil.
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