Fuente: Centro de Pastoral y Espiritualidad -Venezuela-
A los Discípulos, que estaban encerrados por el miedo, por todo tipo de miedo, Jesús les habla para darles Espíritu Santo y ponerlos ante el desafío de lanzarse a perdonar pecados, de ir a reconciliar. Recibimos Espíritu, para que seamos otro Jesús, para que llenemos nuestro entorno de perdón y sanación. Porque solamente a fuerza de reconciliación es como se sana la vida, tanto la propia como la ajena.
Entre la Resurrección y Pentecostés, nuestra experiencia de fe se mueve por dos aspectos muy propios de la espiritualidad: el silencio de Dios y la alegría. Porque Dios entabla un diálogo tú a tú con el hombre y la mujer concretos, mediante su silencio y su consuelo (la alegría).
Podemos decir que cuando Dios se calla, la persona se encuentra exigida a madurar en la pura fe y llamada a enraizar su libertad en el verdadero amor, más allá de toda seguridad. Así, el silencio de Dios se ordena a la pedagogía de la gratuidad del verdadero amor. Una pedagogía que nos hace más conscientes de que si algo podemos, es por pura gratuidad de la vida y de Dios (Cf. EE. 322,2-4).
Pero también, cuando Dios da su alegría, y esto es la señal más evidente de la presencia del Espíritu Santo, la persona se experimenta amada inmerecidamente e inmerecidamente transformada en testigo de la sanación y la reconciliación. Y esto es, para el hombre y la mujer, la vida.
Dios me habla. Gracias a su lenguaje (su silencio y su alegría), voy adquiriendo una nueva sensibilidad e inteligencia para vivir como Jesús, hermano, con gusto, con sentido. Lo que Dios me diga en este encuentro sólo puedo acogerlo en la sencillez de la fe, pero sólo lo realizo en la radicalidad de una actuación comprometida a favor de la vida, de las personas, de los pobres.
El amor es comúnmente afecto, conmoción, empatía y adherencia con todo nuestro ser. Pero desconocería el verdadero amor, y por tanto el lenguaje de Dios, si este amor fuera simplemente una vivencia emocional que no se tradujera en obras concretas de fraternidad y solidaridad, que son el test de la veracidad del amor (Sn. Ignacio; Arzubialde sj).
A partir de este Pentecostés necesitamos hacer salir la fuerza que hemos recibido del Espíritu Santo, para que nos empeñemos en una reconciliación que sana dolencias, disipa miedos, supera cerrazones ideológicas, erradica la maldad, unifica a las personas y las hace libres.
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