¿Quién está totalmente libre del deseo de reafirmarse, distinguirse de los demás, convertirse en el centro de atención, ser admirado e impresionar a la gente?
Ser importante, sobresalir, ser más que otros. Un día los discípulos pensaron que nadie mejor que Jesús podría conducirles al éxito: «Maestro, ¿quién es el mayor en el Reino de los Cielos?», le preguntaron. Y lo último que esperaban fue la respuesta que recibieron: «Llamó a un niño (paidíon), lo puso en medio y les dijo: “Les aseguro que si no se convierten y se hacen como los niños (paidía), no entraran en el Reino de Dios.
Quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos”» (Mt18,1-5).
¿Hacerse como un niño? Era una propuesta disparatada: los niños eran seres inacabados, imperfectos y necesitados de formación, sin autoridad personal ni credibilidad. No tenían ningún derecho, solo deberes...
Insignificantes en la vida social, no tenían voz en las reuniones y solo podían hacer dos cosas: escuchar y aprender.
Pero la mayor carencia de los niños consistía en su incapacidad para cumplir la ley, que era lo que permitía ser justo ante Dios, complacerle, hacerse merecedor de su favor.
Lo sorprendente y revolucionario de la afirmación de Jesús de llegar a ser como un niño es que el dejarse hacer (abandonarse, confiar...) de los niños resulta ser más importante que el hacer (cumplir, hacer méritos...), porque la actitud de recibir agrada más a Dios que los esfuerzos de quien se empeña en merecerlo.
Los niños, como los ignorantes, los humildes y los pobres, carecen de toda suficiencia, y eso llena de alegría a Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien» (Mt 11,25-26).
Es precisamente la minoridad de los niños y de quienes se hacen como ellos la que les capacita para vivir en la inmediatez de Dios.
Será también la gran intuición de Pablo: los seres humanos no «valemos» (no nos «justificamos») ante Dios por lo que hacemos o merecemos, sino sencillamente porque somos. Si llegamos a confiar en esa aceptación incondicional de Dios, dejaremos de considerarnos buenos en comparación de malos, o malos en comparación de buenos, y nos situaremos ante Él como hijos, es decir, como quien es afirmado absolutamente por el Padre más allá de su bondad o malicia. Entonces la experiencia de los propios límites deja de pesar como culpabilidad y queda envuelta en la gran ternura de Dios y esta es la experiencia de la Gracia.
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