viernes, 19 de abril de 2019

Ese grito sin respuesta le hizo ser verdaderamente uno de nosotros...


Escrito por Eloi Leclerc - de su Libro: El Reino Escondido-

El grito de abandono es de una profundidad tan insondable que jamás dejará de interpelarnos, y su sentido estará siempre por descubrir. Por eso, después de todas las explicaciones que puedan darse en el plano exegético y teológico, al final lo que conviene es callar y dejar que resuene en el silencio interior el gran interrogante que cae de la cruz con todo su peso de oscuridad y misterio: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Hay que dejar que resuene ese grito, ese «¿por qué?», en su noche humana, en su silencio. 

Y sentirlo únicamente como un enorme desgarro. Sólo entonces podremos entrever la profundidad con que el Hijo del hombre ha asumido la condición humana: llegando hasta el fondo de la noche de nuestras dudas y nuestras preguntas,  hasta el fondo del silencio de Dios. Ese grito sin respuesta le hizo ser verdaderamente uno de nosotros. En ese instante, también él vivió la relación con Dios como una especie de ausencia, y puede afirmarse que entonces se puso por entero de nuestro lado, se unió definitivamente a todos cuantos se debaten en las tinieblas y descendió a nuestros infiernos. A partir de entonces, ya no es posible decir que no llegó lo bastante abajo como para encontrarse con nosotros, porque no hay humillación, sufrimiento ni abandono que él no haya conocido y del que no haya hecho, con su presencia, lugar privilegiado de la cercanía de Dios. Evidentemente, era necesario que el Hijo amado muriera en la noche del más profundo abandono para que su resurrección fuera realmente la resurrección de todos. Jamás estuvo tan cerca del hombre, ni estuvo tampoco nunca más cerca de Dios. Jamás se acerco Dios al hombre...

Ya todo se ha consumado. Después del «gran grito», el silencio volvió a reinar sobre el Gólgota. Pero «ese silencio al que Dios se retiró» se convirtió en el lenguaje de lo inaudito.

Más tarde llegó José de Arimatea con el sudario, bajó el cuerpo de la cruz, con la ayuda de Juan, y lo depositó no lejos de allí, en un sepulcro excavado en la roca, mientras caía la tarde y empezaban a encenderse por toda la ciudad las primeras luces del sábado.

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