CARTA APOSTÓLICA
“CON CORAZON de
PADRE”
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
CON MOTIVO DEL
150.° ANIVERSARIO
DE LA DECLARACIÓN
DE SAN JOSÉ
COMO PATRONO DE LA
IGLESIA UNIVERSAL
Con corazón de padre: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José» (Lc 4,22; Jn 6,42; cf. Mt 13,55; Mc 6,3).
Los
dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero
lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que la Providencia
le confió.
Sabemos
que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18;
Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de
Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro
sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22).
Después
de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre,
porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la
adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que
representaban respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo
la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que
le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner
un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como
hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En
el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre,
presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón
pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de
Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18).
De
regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo
de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede
salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y
de Jerusalén, donde estaba el templo.
Cuando,
durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años,
él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el templo mientras
discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después
de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio
pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado en el
mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para
destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo
declaró «Patrono de la Iglesia Católica»[2], el venerable Pío XII lo presentó como
“Patrono de los trabajadores”[3] y san Juan Pablo II como «Custodio del
Redentor»[4]. El pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte»[5].
Por
eso, al cumplirse ciento cincuenta años de que el beato Pío IX, el 8 de
diciembre de 1870, lo declarara como Patrono de la Iglesia Católica, quisiera
—como dice Jesús— que “la boca hable de aquello de lo que está lleno el
corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir con ustedes algunas reflexiones
personales sobre esta figura extraordinaria, tan cercana a nuestra condición
humana.
Este
deseo ha crecido durante estos meses de pandemia, en los que podemos
experimentar, en medio de la crisis que nos está golpeando, que «nuestras vidas
están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que
no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas
del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los
acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y
enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados,
limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios,
sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie
se salva solo. […] Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde
esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos
padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con
gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando
rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan,
ofrecen e interceden por el bien de todos»[6]. Todos pueden encontrar en san
José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria,
discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad.
San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en
“segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación.
A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud.
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