sábado, 27 de abril de 2024

Hermosa Imagen del “Permanecer” como Comunión Profunda en el Vínculo del Amor, donde, Dios Padre es el que Realiza el Arte de la “Poda”...


Escrito por P. Eduardo Casas.

En el Evangelio de Juan, Jesús utiliza una imagen para referirse a la relación de amor recíproco entre Él y nosotros. Habla de la vid, la planta de la uva y de sus ramas llamadas sarmientos o pámpanos de donde brotan las hojas, las flores y los racimos. ​ El tronco de la planta se llama cepa y es de allí de donde salen precisamente las ramas o los sarmientos.

Jesús usa la imagen de una planta que, en su tronco, sus ramas y sus frutos, tienen una íntima conexión vital para subsistir. Además, en esa imagen que alude al vinculo, hay una referencia simbólica a cada uno de los protagonistas: “Yo soy la verdadera vid”, “el Padre es el viñador” y los discípulos, los de ayer y los de hoy, somos las ramas, los sarmientos.

Jesús, con cada uno de los creyentes, está íntimamente unido, en una comunión de vida, que se manifiesta en los frutos, imagen simbólica de las buenas obras que el creyente realiza.

En dicho vínculo, el texto pone -en boca de Jesús- un verbo que define tal relación: “permanecer”. Este verbo está repetido, en este fragmento, cuatro veces. Lo cual remarca su insistencia e importancia: “el que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto…. el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán” (1 Jn 15,5-7).

Este “permanecer” no consiste en un quedarse quieto e inmóvil, sino que es una comunión dinámica y viva, una unión con el Señor posibilitada por su gracia, comunicándonos su vida. Es, por eso, que afirma taxativamente: “separados de mí, no pueden hacer nada” (15,5). Quizás alguno pueda decir “yo hice muchas cosas en mi vida sin Jesús”. El Señor no habla de lo que podemos hacer en la dimensión material o psicológica de nuestra existencia, sino que se refiere a la dependencia absoluta que tenemos de Él en el plano espiritual y sobrenatural. Espiritualmente nada podemos hacer, con verdadero fruto, si no lo realizamos con la gracia del Señor y por ella. Si no tenemos comunión con Él, no hay vida interior, ni sostenimiento en la gracia. El sarmiento no tiene vida propia y, por tanto, no puede dar fruto por sí; necesita de la savia que lo nutra y lo mantenga.

Este “permanecer” es fundamental porque, a menudo, tenemos con Jesús una relación algo inestable. Hay tiempos intensos y hay otros de indiferencia. A veces nos sentimos cerca; otras veces, nos sentimos lejos del Señor. Sostenemos nuestro vínculo con Jesús de acuerdo a nuestras prioridades, necesidades o deseos. No siempre Él es nuestra primera opción preferencial.

Vivimos nuestro vinculo con el Señor como si fuera otro de los muchos lazos humanos que tenemos. No caemos en la cuenta que el vinculo con Jesús es distinto, prioritario y esencial. Nos dejamos influenciar por una cultura que vive las relaciones humanas lábil, frágilmente y fugazmente.

Armamos y desarmamos relaciones como si fueran piezas de un rompecabezas y no nos damos cuenta que nos afectan profundamente, no sólo emocionalmente, sino también en nuestra propia identidad, la cual se nutre -en su consolidación- por las relaciones estables con la familia, con los amigos, con la comunidad y, fundamentalmente, con Dios.

En la actualidad, hay muchas personas rotas, fragmentadas y heridas por el “armado” y el “desarmado” en el ensamble de relaciones, las cuales no sólo la afectan a ella, sino también a las personas más próximas. Todo queda influenciado por nuestros vínculos. Ellos entretejen nuestra identidad y nuestra biografía.

No nos deja indiferentes lo que construimos, deconstruimos, reconstruimos o destruimos en cuanto a nuestras relaciones. Somos seres fundamentalmente vinculares y sociales. Incluso cuando estamos solos, siempre estamos en comunión con otros. Podemos ser más o menos solitarios; aunque nunca solos.[14]

Por su parte, en esta hermosa imagen del “permanecer” como comunión profunda en el vínculo del amor, el texto evangélico dice que Dios Padre es el que realiza el arte de la “poda” (15,2). Por lo tanto, la limpieza profunda de ese vínculo que tenemos con su Hijo, la realiza el Padre. No sólo purifica nuestro vínculo con Jesús, sino también nuestro propio corazón. Esa “limpieza”, esa “poda” es sanación y curación personal y vincular.

La poda es una imagen muy sugerente, ya que consiste en una tala cuidadosa, delicada y selectiva de algunas partes de una planta, tales como las raíces, las ramas, las hojas, las flores y los frutos. Todo puede ser podado para mejorar la calidad e incrementar el rendimiento y la producción de la planta.

La poda es un proceso de recorte a las partes vivas de la planta. Es, por eso, que no debe hacerse como una mutilación; de lo contrario, la planta moriría, sino que debe realizarse sabiendo cuáles son las partes que hay que intervenir. Tampoco dicha operación se puede hacer de cualquier manera y en cualquier momento del año, ya que peligra la subsistencia de la planta. Se necesita conocimiento, tiempo, dedicación y amor para podar plantas adecuadamente, eliminando la vegetación sobrante, quitando las ramas dañadas, cortando el gajo enfermo o mal situado, dando una forma decorativa al follaje, facilitando así el crecimiento y aumentando la producción de frutos.

No cualquiera puede podar con éxito una planta. Es una acción delicada que debe hacerse en la estación adecuada. Lo más conveniente es realizarla cuando la planta entre en su estación de receso vegetativo y su sabia esté concretada en la raíz. Generalmente debe realizarse hacia finales de invierno, cuando haya pasado el peligro de las grandes heladas y la proximidad de la primavera, renueve la recirculación de la savia y el dinamismo vital de la planta se active para reverdecer, florecer y fructificar.

La poda, aunque dolorosa para la planta, es necesaria para que mejore y puedan obtenerse sus mejores frutos. Hay heridas que, aunque duelan, ayudan a que seamos mejores. Esa es la sabia disposición de la naturaleza.

La comparación con la poda, para hablar de la purificación en el proceso de la fe, es también muy sugerente. Dios tiene un tiempo para nuestra “poda” personal: pruebas, sufrimientos, entregas y sacrificios. Él mismo, con sus manos, llega hasta lo más profundo de nuestras raíces y con su gracia, su “savia” de vida divina, nos ayuda a que mejoremos la calidad de nuestros frutos, las obras que nacen de nuestra unión con Jesús. La gracia que es la vida de comunión con Dios es la verdadera “savia” que nos recorre por dentro, alimentándonos y sosteniéndonos.

También el Señor, en este Evangelio, explicita una ley espiritual: “el Padre corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía” (15,2). Jesús reconoce que hay creyentes suyos que no dan fruto; que no están en gracia, que no permanecen unidos a Él.

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