La vida nos ha ido transformando en lo que ahora somos. Nuestras respuestas ante los acontecimientos que hemos vivido, cerca o lejos de los mismos, en la familia, los lugares de estudio y formación…
Ninguno hemos sido siempre igual. Cada etapa de la vida nos ha marcado con sus acontecimientos y nos ha cambiado. Un pan no tiene biografía: tiene una vida interior.
El gesto de amor recibido y entregado, las palabras del Maestro, el perdón y el amor con entrañas de misericordia del Padre, quizá hayan sido el calor del horno para hacer un buen pan con nuestras vidas. Él nos invita a su mesa no por lo que hemos vivido, sino por quiénes somos y lo que sentimos. Las respuestas de amor ante las llamadas nos han puesto en el lugar de la mesa de quienes queremos o a quienes servimos.
Podemos haber aprendido a ser misericordiosos o podemos haber confundido la misericordia con la simpleza de una vida cargada de actitudes acomodadas a las circunstancias, que no hagan tambalear las claves de nuestra seguridad; en resumidas cuentas, que no permitan seguir buscando el Reino y el rostro de Dios. “Lo que Dios nos ha dicho de Él a través de Jesús no es ‘yo soy el Todopoderoso’, sino ‘yo soy Misericordioso”. Dios es amor. Y el mayor reto que tenemos los creyentes es el de convencer a los demás y convencernos a nosotros mismos de que la única fuerza, el único poder con auténtica capacidad de transformar nuestro mundo injusto en Reino de Dios, es la fuerza del amor solidario y del amor generoso. Porque el amor no se puede confundir con una actitud romanticona de ‘todo el mundo es bueno’, sino con una búsqueda del bien del otro…
El amor y la búsqueda del Reino de Dios hacen un pan nuevo, como el de Jesús en cada Eucaristía; un pan hecho para ser compartido, adorado, contemplado, que nada tiene que ver con el pan duro de nuestras miserias e infidelidades, con el pan duro del egoísmo y la fijación de ideas. Es un pan para el Reino, es pan comunitario…
El cuerpo de Cristo, pan transformado en amor, nos hace comulgar con la integridad de Dios a pesar de nuestras carencias humanas, de nuestras miopías para transformar el mundo. El pan que comulgamos transforma nuestro ser si estamos disponibles para ser transformados, si con ello vamos transformando cuanto nos rodea en algo bueno y vivo, si es el Reino de Dios, lo que realmente buscamos.
LA MESA QUE HAY QUE PREPARAR Y LUEGO RECOGER
Servir y dejarse servir, amar y dejarse amar, son unas constantes en la vida del Maestro, el que encarga que preparen todo para la Pascua. Jesús también comparte muchas veces antes el encuentro entorno a una mesa, tras el anuncio, el viaje, las curaciones, los momentos de contacto con gran cantidad de gente, el agobio por no poder pasar desapercibido.
Seguro que a Jesús le servían con gusto sus amigos, como él servía a los demás. Un servicio transformador del cansancio en descanso, del hambre en saciedad, de soledad en amistad. La mesa que hay que preparar y luego recoger es lo pequeño de cada día, la misión humilde y no vistosa de tanta gente que entiende a Jesús como portador del Reino, que crece como el grano de mostaza.
En la vida ofrecemos y nos ofrecen. Cuando esto se da de manera gratuita, todo sabe mejor. La mesa del mundo, que nos da la tierra y su vida para nuestra subsistencia; la mesa de la Eucaristía, donde la Iglesia se hace pequeña porque tiene un Dios grande que se ha hecho pequeño y comida para todos; la mesa de la fraternidad, que es transparente si transparentes somos con nuestros hermanos; la mesa que nos transforma en hermanos tras los desencuentros en la vida, los conflictos que están por resolver, el perdón por dar a los demás y el que esperamos de ellos. La mesa que es la Iglesia cuando ésta la abre a todos los que buscan al Señor, sin distinciones por su pasado o su presente, donde los primeros puestos son para los últimos, la que invita en gratuidad.
Podremos transformar nuestro mundo en la medida en que nos dejemos transformar en la mesa de Jesús, cuando el pan y el vino son ciertamente su cuerpo y su sangre, su vida y su proyecto: cuando hermanos sean quienes nos rodean y no sólo convidados o anfitriones; cuando cambiemos lo
que nos hace daño en llamadas a ser más justos, más realistas, más humanos; cuando no recibamos las agresiones como consecuencia de errores ajenos y aceptemos la oportunidad de que los demás se equivoquen como nosotros nos equivocamos.
La mesa será una fiesta si el corazón que late en ella es transparente y está abierto.
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