Escrito por Mariola Lopez Villanueva -RSCJ- (de su Libro: La voz, el Amigo y el Fuego)
“
Aquel de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene
no puede ser
discípulo mío ” -Lc 14, 25-33-
“Renunciar” es
el verbo que se repite al principio y al final. ¿Qué quiere decirnos Jesús con
estas palabras fuertes que nos resultan difíciles de entender y de vivir?
Renunciar a los vínculos que crea la sangre, a los hijos propios, a aquellos
que más queremos, y a uno mismo, como condición para poder caminar como
discípulos. ¿Qué trueque tan loco es este? ¿Qué buena noticia se esconde detrás
de esta condición insistentemente señalada por Jesús?
En el relato anterior del Evangelio, San Lucas nos narra acerca de los
invitados que no pudieron acudir al banquete por sus diversas ocupaciones.
Cuando tenemos el corazón ocupado, no dejamos espacio para que acontezca el
Reino. Cuando colgamos el corazón en aquellas cosas que nos dan identidad,
seguridad afectiva, continuidad, hacemos de ellas nuestro tesoro; construimos
sobre la arena de la carne y de la sangre. Sólo cuando somos capaces de dar el
salto, de dejar atrás lo que sabemos de nosotros mismos, de renunciar a poner
nuestro corazón en lo que hemos adquirido hasta ahora; encontramos un cimiento
sólido en el que poder asentar y abandonar nuestra vida.
Creo que el Señor nos invita a soltarnos de todo aquello
que nos da seguridad, cobijo, sostén , para apoyarnos de verdad, para
cimentarnos, para crecer desde el Único que puede recoger con fruto nuestra
vida. Si dejamos que nos vaya liberando el corazón para él, todo lo demás: los
amores, las relaciones, las tareas, se irán colocando, se irán ordenando de
manera fecunda. Entonces podremos cargar con las vidas de otros,
despreocupándonos de la propia, o mejor, sabiéndola amorosamente confiada en su
regazo.
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