sábado, 12 de julio de 2014

Contemplación de la Parábola del Sembrador


(Te invito, a hacer este Ejercicio de Oración, quizás pueda ser una oportunidad para hacerlo durante toda la semana)

Escrito por Piet van Breemen SJ

En la compleja parábola del sembrador, Jesús usa para la Palabra de Dios la imagen siguiente:

“La semilla es la palabra de Dios” (Lc 8,11). La esencia de la semilla es dar fruto. De manera análoga, la palabra de Dios, por su misma naturaleza, está destinada a producir fruto. La cantidad de fruto que produce depende básicamente, como explica Jesús, de nuestra apertura para asimilar la palabra. Una reflexión sobre nuestra vida a la luz de esta enseñanza, si la asimilamos y saboreamos con calma, puede ayudamos a reconciliar muchas facetas de nuestra vida. Detengámonos a reflexionar sobre el significado personal que cada semilla tiene.

Busco un lugar tranquilo y me sitúo en una postura reverente y relajada. Siento cómo estoy presente. Escucho con atención los diversos sonidos y los dejo estar. Después de haber observado el lugar y haberme habituado a él, cierro los ojos o los fijo con suavidad en un punto inmóvil. Percibo los olores; están bien. Siento mi cuerpo: mis ropas, el suelo, la silla o el reclinatorio o el banquito de oración; dirijo la atención a mi respiración. Lo acepto todo con paz. Ahora estoy realmente “aquí” y unificado.

Después elevo mi mente hacia Dios, saboreando la certeza de que el Todopoderoso me mira con amor y alegría. Es bueno estar en la clemente y atenta presencia del Santo. Me dejo amar por Dios, a quien debo todo mi ser. El Altísimo me sostiene con mano poderosa. Aunque sea incomprensible, creer que Dios me ama mucho más de lo que yo me amo a mí mismo es tranquilizador.
Le expreso mi profundo respeto y le muestro mi gratitud.

Pido la gracia especial que estoy buscando en esta meditación; por ejemplo: que mi vida pueda dar fruto al ciento por uno, y un fruto que sea duradero; o que pueda permanecer en el amor de Dios y vivir unido al Santo; o que sea capaz de aceptarme a mí mismo y mi propia historia vital y, al hacerlo, pueda sentirme reconciliado y en paz; o cualquier otra petición que mi corazón me sugiera.

Ahora me imagino a mí mismo en medio de la multitud escuchando a Jesús que está predicando en una barca a poca distancia de la orilla. El sol brilla; el viento mueve mis cabellos; la luz es resplandeciente. La gente escucha, pendiente de sus palabras. Igual que ellos, yo también estoy fascinado por Jesús. Después de terminar su parábola, Jesús desembarca y se acerca a todos sus oyentes para dar a cada uno unas cuantas semillas. Cuando llega ante mí, me mira fijamente con todo su amor, irradiando una gran confianza en mí. Extiendo mi mano, como hago cuando recibo la Comunión, y él deposita en la palma cinco granos de semilla. Ahora siento una intensa necesidad de estar a solas conmigo mismo; por tanto, me aparto de la multitud y me voy a un lugar tranquilo. 
El recuerdo de su mirada sigue llenando de asombro mi corazón. El modo en que me miró fue único.
Saboreo el calor y la profundidad, la fuerza y la bondad que percibí con tanta intensidad, y les dejo que impregnen todo mi ser.

Después de un rato, tomo una semilla y la arrojo al camino. Inmediatamente, un pájaro viene volando y se la lleva. ¡Perdida! Percibo mis sentimientos. Me pregunto qué es lo que le ha sido arrebatado a mi vida antes de que tuviera la oportunidad de echar raíces.
  • ¿De qué ha carecido siempre mi vida?
  • ¿De qué me he visto privado desde el mismo comienzo?
  • ¿Qué oportunidades no he tenido?
  • ¿Cómo me afecta todo esto?
  • ¿Cómo lo afronto?


Cuando me siento satisfecho, tomo otra semilla. Esta vez la arrojo en terreno rocoso, donde la tierra es estéril. Veo con cuánta rapidez brota; sin embargo, cuando el sol calienta, mi semilla pronto se marchita y muere. Escucho de nuevo mis sentimientos. Reflexiono sobre lo que se ha marchitado demasiado pronto en mi vida. 
  • ¿Qué resultó ser sólo superficial, sin suficiente raíz? Quizás algo que al principio parecía muy prometedor y que, sin embargo, nunca se transformó en nada que valiera la pena... 
  • ¿Cómo reacciono ahora ante estas cosas?
  • ¿Cómo he vivido estos desengaños?


Cuando ya me siento complacido, tomo un tercer grano y lo arrojo entre los cardos. Miro cómo brota mi semilla... y cómo las malas hierbas crecen más deprisa, la privan de luz y de aire y acaban sofocándola. 

  • ¿Cómo me siento cuando veo que esto sucede?
  • ¿Qué es lo que nunca logró llegar a madurar en mi vida, porque se fue ahogando con “las preocupaciones, la riqueza y los placeres de la vida” (Lc 8,14)?
  • ¿Qué es lo que nunca alcanzó las expectativas previstas?
  • ¿Qué aspecto tienen en mi vida esos cardos que ahogan?
  • ¿Cómo les hago frente?

Cuando llega el momento, arrojo el cuarto grano en tierra fértil. Miro cómo crece alto y fuerte y da abundante fruto. ¿Qué sentimientos experimento? Miro todo lo que ha ido bien en mi vida y ha sido verdaderamente fecundo. Una vez más, me tomo tiempo para saborearlo todo. No quiero perderme nada. Doy gracias a Dios “que hace crecer” (1 Co 3,7) y reconozco con alegría que él es el origen de todo bien.

Todavía me queda un grano. Lo percibo; lo froto suavemente con los dedos; siento su precariedad. Me maravillo ante su capacidad de producir un fruto tan asombroso. Esta última semilla lleva en si misma el futuro; representa el tiempo de mi vida que aún no ha llegado. No conozco ni cuánto ni cómo será. Reflexiono sobre lo que haré, en lo que de mí dependa, con este ignoto resto de mi vida. De mis experiencias con las cuatro semillas anteriores he sacado unas lecciones muy valiosas; por eso, ahora soy precavido en mis reflexiones y no quiero apresurarme. Una vez que he logrado ver con suficiente claridad, consulto de nuevo con Jesús. Le ofrezco mi determinación y le pido su bendición. Y entonces, bajo la mirada de Jesús, arrojo mi última semilla...

-Les pido disculpas, por publicar esta vez un texto tan largo, pero creo que vale la pena-

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