Eran, pues, buscadores, aventureros, gente con el alma abierta y hambrienta. Más tarde Jesús diría: No me elegieron ustedes, yo los elegí (Jn 15, 16). Pero es dudoso que Cristo les hubiera elegido de no haber estado ellos tan preparados a esa elección.
Por eso, porque tenían tanta necesidad de una aventura que llenase sus vidas, se levantaron en cuanto el Bautista les señaló este nuevo camino.
Decididos y tímidos al mismo tiempo, se pusieron a seguir a Jesús, sin atreverse a abordarle, sin osar llegar hasta su altura. Veían su largo pelo y su ancha espalda, admiraban la seguridad de su andar. Por un momento les pareció que retrasaba su paso, tal vez para dejarse alcanzar, pero también ellos se detuvieron. ¿Se habría dado cuenta de que le seguían? ¿Lo sabía y afectaba indiferencia para aumentar su curiosidad o para probar si realmente estaban dispuestos a seguirle o si era, por el contrario, un capricho momentáneo? No lo sabemos, pero el caminar silencioso debió de durar bastante trecho.
Tal vez fue en un recodo donde él se volvió. ¿Qué buscan? (Jn 1,33) preguntó. Y se les quedó mirando con ojos enigmáticos que eran, a la vez, acogida y prueba
Jesús se define a sí mismo en esa pregunta y en el modo de hacerla. No comienza con saludos, ni habla del tiempo como quien trata de entrar en conversación con un desconocido. Va directo al fondo del asunto: ¿Qué buscan? Es pregunta que, en diversos tonos y formas, repetirá muchas veces a lo largo de sus años de actividad pública. Volverá a planteársela a los soldados que en el huerto van a prenderle. Y después de su resurrección serán las primeras que diga como resucitado.
Y es que sabe que él ha venido para encontrar a los hombres, pero también para ser encontrado por ellos. Busca a todos, pero antes que nadie a los buscadores. Habla para todos, pero sabe que sólo será oído por quienes tienen oídos para oír.
Andrés y Juan, ante pregunta tan directa, ven aumentar su desconcierto y contestan con otra pregunta que aún es menos lógica que la de Jesús: Maestro ¿dónde vives? Por un lado, empiezan por llamar «maestro» a alguien que, según todas las apariencias, es un trabajador como ellos. Por otro, no responden a lo que se les ha preguntado y, en cambio, se meten indiscretamente en la intimidad del desconocido…
Pero Jesús sabe que la respuesta de los dos asustados es mucho más honda de lo que parece. El les ha preguntado «qué» buscan y ellos responden «a quién» buscan. No buscan una cosa, ni siquiera una idea o una verdad. Buscan a una persona, o porque, humildemente, saben que lo que necesitan es un líder a quien seguir, o porque, confusamente, intuyen que ha pasado el tiempo de las ideas abstractas y ha llegado la hora en que la única verdad es una persona, porque la palabra se ha hecho carne. Quizá fue Juan quien dio esa respuesta que, en cierto modo, resume el futuro prólogo de su evangelio y su mensaje de que «el Verbo se hizo carne».
Y no buscan una persona a quien conocer, buscan a alguien con quien vivir, alguien cuya vida y tarea puedan compartir. Por éso no temen ser incorrectos y se atreven a preguntar por su casa. Ahora la sonrisa de Jesús pierde lo que tenía de enigmática y acentúa cuanto en ella había de afectuosa. Vengan y lo verán. Le han pedido su amistad y él la abre de par en par.
Y fueron y vieron donde moraba y se quedaron con él aquel día, comenta el evangelista. Que añade: Era alrededor de la hora décima (Jn 1,40). La descripción es asombrosa, si tenemos en cuenta que quien narra es uno de los personajes de la escena. Nada se dice de lo que en la entrevista hablaron. Se precisa en cambio con gran exactitud la hora y la duración de la conversación.
Pero es esa parquedad y ese extraño detallismo lo que da verosimilitud y emoción a la página evangélica. Cuando escribía esta página, ya de viejo, con mano temblona —señala con profundidad Cabodevilla— el evangelista se debió de conmover igual que cuando uno recuerda un primer amor, el principio de un amor único.
Exactamente: por eso se mezclan el pudor y la precisión. Nada se cuenta de la íntima conversación, sólo se dice que fue íntima y larga. Y se precisa con exactitud la hora que el evangelista no olvidaría jamás, como no olvida el enamorado la esquina y la hora en que conoció a su verdadero amor.
Podemos imaginar que Jesús les invitó a comer algo con él y que a ellos les sorprendió el extraño modo en que partía el pan, podemos pensar que comentó ante ellos las profecías que anunciaban un liberador de las almas y los hombres. Y estamos seguros de que experimentaron —como más tarde lo experimentarían los de Emaús— que, según él iba hablando, sus corazones se iban calentando y que se sentían maravillosamente confortados y serenos. Vieron que sus palabras daban, a la vez, vértigo y reposo, que eran, al mismo tiempo, aterradoras y pacificantes. Entendieron por qué Juan le había llamado «cordero», porque era manso como un ternero y se encaminaba hacia una tarea que sólo podía conducir al matadero. Y supieron que habían encontrado todo lo que buscaban. Sus corazones inquietos se sentían como llegados a casa. Ahora sabían que sus vidas no se perderían en vano, puesto que habían encontrado alguien a quien seguir y algo por lo que luchar. Abandonaron sus casas y sus redes para escuchar a un profeta que mantuviera su esperanza, y, ahora, conocían a alguien que era más que esperanza, puesto que era ya la realidad. Hablaron, pues, desde las cuatro de la tarde hasta bien entrada la noche. Y, probablemente, no pudieron dormir de tanto gozo.
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