Escrito por Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, SJ -Sal Terrae 2012-
Antes de la poda, el fruto se ve como algo natural, como hijo del propio esfuerzo y de las propias condiciones. Después de la poda, reducidos a ese muñón vegetal pegado al tronco sin hojas ni flores,
el fruto es percibido como un milagro, como un don que llega desde más allá de nosotros mismos, como un regalo. Inevitablemente, esta constatación nos pone en nuestro lugar, y preferimos no apropiarnos de lo que tiene su origen en la vid y en el agricultor que la cuida.
Con más transparencia, nos vivimos a nosotros mismos como don y nos vamos haciendo entera referencia hacia el Padre de bondad que es el origen de todos los bienes. «Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y son mis discípulos» (Jn 15,8). Así llegamos a la alegría sustancial, última, la que tiene su fundamento más allá de nosotros mismos, la que llega caminando por los capilares como la savia desde el tronco al que estamos unidos. «Les he dicho esto para que participen de mi alegría, y esta alegría sea perfecta» (Jn 15,11).
Participar de la alegría de Jesús, de la alegría que él afirma en ese momento en que su vida se encamina hacia la pasión desgarradora y la muerte, es haber conectado la existencia con el Dios de la vida. Esta alegría ya no se vive como un don aislado, particular, sino como parte de un organismo vivo, de una comunidad de discípulos a los que Jesús llama «amigos», por los que él mismo está dispuesto a sufrir la pérdida mayor, pues «nadie tiene amor más grande que el que de la vida por los amigos» (Jn 15,13). El discípulo no cierra el puño sobre la alegría como si fuese una posesión particular, porque sabe que es un don comunitario que se comparte. Desde esta experiencia, el discípulo comprende que dicha alegría nos libera para nuevas pérdidas, para nuevos riesgos, sin querer guardar la propia existencia como una posesión blindada contra todas las amenazas.
Y en la medida en que somos liberados del miedo a perder algo de nosotros mismos o a perdernos en la misma muerte, en esa misma medida la alegría va creciendo en nosotros hacia la pureza y la plenitud. Somos podados para un fruto más abundante y para la alegría sustancial.
La alegría puede ir creciendo y purificándose cada día más en la vida del seguidor de Jesús. La «perfecta alegría», como le llama San Francisco de Asís, es el horizonte de la pascua que ya se va convirtiendo ahora en sustancia última de la existencia cotidiana.
Ésta es la alegría que mueve el discurso de Pablo escribiendo a los cristianos de Filipos desde el rigor de la cárcel y la incertidumbre de una posible sentencia de muerte: «Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito, estén alegres» (Flp 4,4).
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