Fuente. Centro de Espiritualidad y Pastoral -CEP-Venezuela-
En este Pentecostés, el Señor de la Cruz y de la Resurrección, es decir, el Señor de la Vida, es quien nos entrega el Espíritu. De este modo la auténtica experiencia espiritual, la que está provista de Espíritu Santo, se convierte en una experiencia que da paz, que hace brotar la alegría y que provoca el perdón.
Pentecostés no puede dejar de remitirnos a Jesús. Por eso el evangelio de Juan coloca la entrega del Espíritu en medio del reconocimiento del Señor por sus marcas. Las que Él lleva grabadas para siempre y las que han de marcar también nuestras vidas al ritmo que va creciendo nuestra amistad con el Señor.
El crecimiento en esta amistad con Jesús sucede a través de dos aspectos muy propios del lenguaje de Dios: su silencio y su consuelo. Y no puede ser de otro modo, porque Dios entabla su diálogo con el hombre concreto, mediante su silencio y su consuelo.
Podemos decir que cuando Dios se calla, el hombre se ve obligado a madurar en la pura fe, obligado a enraizar su libertad en el verdadero amor, más allá de toda seguridad y consuelo, incluso en la oscuridad de la vida. Entonces es cuando llegamos a comprender que este silencio de Dios busca que experimentemos la gratuidad del verdadero amor, para que nos hagamos más conscientes de que si algo podemos, lo podemos en Dios...
Pero también, cuando Dios da su consuelo, su alegría, ésta hace que el hombre se experimente amado inmerecidamente, y esto nos da vida y seguridad, porque es propio de Dios alegrar (Gal. 5, 22), haciéndonos descubrir también que el consuelo de Dios, su alegría, es tránsito para el consuelo y la alegría de los demás. Esto es lo que experimentamos en Pentecostés: el consuelo, fruto del amor de Dios que abruma y anonada, que libera y desata (Cf. Arzubialde sj).
El hombre y la mujer crecen en la fe en la medida que la relación con el Espíritu nos remite a la misma forma humana de Jesús, a su actuación durante su vida terrena. Allí es donde Dios se nos hace presente, con un amor que abre nuestra espontaneidad para identificarnos con Cristo y con los Cristos de hoy.
Que este nuevo Pentecostés nos lance a perdonar pecados, a lavar culpas, a devolver la inocencia a los caídos, a dar la alegría a los tristes, a expulsar el odio, a promover la concordia y a construir la paz (Cf. Pregón Pascual).
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