Escrito por Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, SJ* -Sal Terrae 2002-
Nuestro proceso de crecimiento personal nos revela un
constante despojarnos de costumbres, lugares familiares, modos de relacionarnos
con las personas queridas..., que nos acompañaron durante una etapa, pero que
ahora nos aprietan como andamiajes estrechos que se nos han quedado pequeños y
ya nos impiden crecer...
Con la edad van
surgiendo los límites físicos, psicológicos, morales, religiosos, como
desperfectos que atentan contra nuestra imagen ante nosotros y ante los demás.
Algunos límites podemos repararlos, pero otros se instalan en nuestro organismo
o en nuestro espíritu como compañeros de viaje para toda la vida.
Cualquier intento de ignorarlos o de negarlos se vuelve
contra nosotros, porque los límites crecen entonces desmesuradamente en las
propias sombras como fantasmas, como una amenaza clandestina.
Es inútil maquillarlos cuando nos relacionamos con los
demás, porque siguen vivos delante de nosotros. Sólo nos queda aceptarlos y
acogerlos dentro de nuestra propia persona como la única manera de que no anden
sueltos por nuestra intimidad erosionando nuestra consistencia y nuestra
alegría.
La tendencia que tenemos a vivir sin limitaciones y ser, en
último término, ilimitados sólo se puede satisfacer en el encuentro y la comunión
con el Ilimitado. Cualquier otro intento está condenado al fracaso. En esa comunión
percibimos los límites como algo real y nuestro, pero los vivimos como abrazados
dentro del misterio de perdón y plenitud que nos llega desde Dios
incesantemente. En el límite percibimos que Dios es la causa de nuestra
alegría.
Itinerario desde la poda hasta la alegría
Desde la poda hasta la alegría hay un tiempo que pasar y un
itinerario que recorrer. Con el tiempo y la experiencia espiritual, se puede
asentar en nosotros la alegría como una certeza, como un sentir sustancial en
que se van sufriendo las podas dolorosas y nuevas. Pero vamos a detenernos en ese itinerario de la alegría.
Se poda un árbol que tiene vida, que ha experimentado la
exuberancia de las hojas y de los frutos. Siempre el golpe afilado del hacha
sobre el tronco es doloroso y se vive como una agresión que viene a
desprendernos de algo nuestro. Se corta por lo sano, por donde duele.
Cuesta ver partir hacia la nada la rama seca que se corta y
se echa al fuego, porque es el recuerdo de los tiempos en que una parte de
nuestra existencia fue bella y fecunda. Se parece a esos caserones viejos y
deteriorados, como cascarones vacíos, que en otros tiempos cobijaron la vida
familiar que todavía hoy sigue alimentando nuestra existencia.
Pero resulta más doloroso cortar la rama verde que está en
la plenitud de su vida, que acaba de brindarnos una cosecha excelente. Cuando
la cortamos, todavía la savia fresca sigue llegando hasta el borde del tajo
reciente. El podador sabe que está preparando una vida nueva y de más plenitud.
Pero es doloroso, se produce una pérdida, y es necesario hacer el duelo y
despedirse de lo que inevitablemente perdimos.
Algunos llevan sus muertos colgados de las cruces, sin poder
desprenderse del dolor. Necesitamos bajar de la cruz a nuestros muertos, mirarlos
de frente, sepultarlos y despedirnos de ellos para que la vida nueva pueda
extenderse con libertad. Podados por el lugar exacto que el agricultor experto ha
escogido, seguimos fielmente pegados al tronco, desde donde nos llegará la vida
nueva. En momentos especialmente críticos, nos miramos a nosotros mismos y nos
vemos tan despojados de lo que más estimábamos que nos parece imposible que la
vida pueda seguir; que de ese muñón minimizado puedan volver a nuestra
existencia una eficacia y un esplendor más fecundos que nunca.
«Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Lo mismo que el
sarmiento no puede dar fruto por sí solo, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros si no permanecen en mí» (Jn 15,4).
La permanencia en Jesús, al recibir el amor creador que nos llega
desde él, es la posibilidad de dar «mucho fruto» (Jn 15,5). Puede ser difícil.
En esos momentos de dolor nos damos cuenta de que la poda ha llegado
precisamente por estar firmemente adheridos al tronco, por ser una rama llena
de vida evangélica. Seguir unidos a la vid se percibe como una amenaza, como
dejar nuestra vida expuesta de nuevo al riesgo del hacha, precisamente por dar
fruto generoso.
Antes de la poda, el fruto se ve como algo natural, como
hijo del propio esfuerzo y de las propias condiciones. Después de la poda, reducidos
a ese muñón vegetal pegado al tronco sin hojas ni flores, el fruto es percibido
como un milagro, como un don que llega desde más allá de nosotros mismos, como
un regalo. Inevitablemente, esta constatación nos pone en nuestro lugar, y
preferimos no apropiarnos de lo que tiene su origen en la vid y en el
agricultor que la cuida.
Con más transparencia, nos vivimos a nosotros mismos como
don y nos vamos haciendo entera referencia hacia el Padre de bondad que es el
origen de todos los bienes. «Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y
serán mis discípulos» (Jn 15,8).
Así llegamos a la alegría sustancial, última, la que tiene
su fundamento más allá de nosotros mismos, la que llega caminando por los
capilares como la savia desde el tronco al que estamos unidos.
«les he dicho esto para que participéis de mi alegría, y
vuestra alegría sea colmada» (Jn 15,11).
Participar de la alegría de Jesús, de
la alegría que él afirma en ese momento en que su vida se encamina hacia la
pasión desgarradora y la muerte, es haber conectado la existencia con el Dios
de la vida...
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