sábado, 28 de abril de 2018

Itinerario desde la Poda hasta la Alegría...

Escrito por Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, SJ* -Sal Terrae 2002-

Nuestro proceso de crecimiento personal nos revela un constante despojarnos de costumbres, lugares familiares, modos de relacionarnos con las personas queridas..., que nos acompañaron durante una etapa, pero que ahora nos aprietan como andamiajes estrechos que se nos han quedado pequeños y ya nos impiden crecer...
                                                                                                       
   Con la edad van surgiendo los límites físicos, psicológicos, morales, religiosos, como desperfectos que atentan contra nuestra imagen ante nosotros y ante los demás. Algunos límites podemos repararlos, pero otros se instalan en nuestro organismo o en nuestro espíritu como compañeros de viaje para toda la vida.

Cualquier intento de ignorarlos o de negarlos se vuelve contra nosotros, porque los límites crecen entonces desmesuradamente en las propias sombras como fantasmas, como una amenaza clandestina.
Es inútil maquillarlos cuando nos relacionamos con los demás, porque siguen vivos delante de nosotros. Sólo nos queda aceptarlos y acogerlos dentro de nuestra propia persona como la única manera de que no anden sueltos por nuestra intimidad erosionando nuestra consistencia y nuestra alegría.

La tendencia que tenemos a vivir sin limitaciones y ser, en último término, ilimitados sólo se puede satisfacer en el encuentro y la comunión con el Ilimitado. Cualquier otro intento está condenado al fracaso. En esa comunión percibimos los límites como algo real y nuestro, pero los vivimos como abrazados dentro del misterio de perdón y plenitud que nos llega desde Dios incesantemente. En el límite percibimos que Dios es la causa de nuestra alegría.

Itinerario desde la poda hasta la alegría

Desde la poda hasta la alegría hay un tiempo que pasar y un itinerario que recorrer. Con el tiempo y la experiencia espiritual, se puede asentar en nosotros la alegría como una certeza, como un sentir sustancial en que se van sufriendo las podas dolorosas y nuevas. Pero vamos a detenernos en ese itinerario de la alegría.

Se poda un árbol que tiene vida, que ha experimentado la exuberancia de las hojas y de los frutos. Siempre el golpe afilado del hacha sobre el tronco es doloroso y se vive como una agresión que viene a desprendernos de algo nuestro. Se corta por lo sano, por donde duele.

Cuesta ver partir hacia la nada la rama seca que se corta y se echa al fuego, porque es el recuerdo de los tiempos en que una parte de nuestra existencia fue bella y fecunda. Se parece a esos caserones viejos y deteriorados, como cascarones vacíos, que en otros tiempos cobijaron la vida familiar que todavía hoy sigue alimentando nuestra existencia.

Pero resulta más doloroso cortar la rama verde que está en la plenitud de su vida, que acaba de brindarnos una cosecha excelente. Cuando la cortamos, todavía la savia fresca sigue llegando hasta el borde del tajo reciente. El podador sabe que está preparando una vida nueva y de más plenitud. Pero es doloroso, se produce una pérdida, y es necesario hacer el duelo y despedirse de lo que inevitablemente perdimos.

Algunos llevan sus muertos colgados de las cruces, sin poder desprenderse del dolor. Necesitamos bajar de la cruz a nuestros muertos, mirarlos de frente, sepultarlos y despedirnos de ellos para que la vida nueva pueda extenderse con libertad. Podados por el lugar exacto que el agricultor experto ha escogido, seguimos fielmente pegados al tronco, desde donde nos llegará la vida nueva. En momentos especialmente críticos, nos miramos a nosotros mismos y nos vemos tan despojados de lo que más estimábamos que nos parece imposible que la vida pueda seguir; que de ese muñón minimizado puedan volver a nuestra existencia una eficacia y un esplendor más fecundos que nunca.

«Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí solo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecen en mí» (Jn 15,4).

La permanencia en Jesús, al recibir el amor creador que nos llega desde él, es la posibilidad de dar «mucho fruto» (Jn 15,5). Puede ser difícil. En esos momentos de dolor nos damos cuenta de que la poda ha llegado precisamente por estar firmemente adheridos al tronco, por ser una rama llena de vida evangélica. Seguir unidos a la vid se percibe como una amenaza, como dejar nuestra vida expuesta de nuevo al riesgo del hacha, precisamente por dar fruto generoso.

Antes de la poda, el fruto se ve como algo natural, como hijo del propio esfuerzo y de las propias condiciones. Después de la poda, reducidos a ese muñón vegetal pegado al tronco sin hojas ni flores, el fruto es percibido como un milagro, como un don que llega desde más allá de nosotros mismos, como un regalo. Inevitablemente, esta constatación nos pone en nuestro lugar, y preferimos no apropiarnos de lo que tiene su origen en la vid y en el agricultor que la cuida.

Con más transparencia, nos vivimos a nosotros mismos como don y nos vamos haciendo entera referencia hacia el Padre de bondad que es el origen de todos los bienes. «Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y serán mis discípulos» (Jn 15,8).

Así llegamos a la alegría sustancial, última, la que tiene su fundamento más allá de nosotros mismos, la que llega caminando por los capilares como la savia desde el tronco al que estamos unidos.
«les he dicho esto para que participéis de mi alegría, y vuestra alegría sea colmada» (Jn 15,11). 

Participar de la alegría de Jesús, de la alegría que él afirma en ese momento en que su vida se encamina hacia la pasión desgarradora y la muerte, es haber conectado la existencia con el Dios de la vida...

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