domingo, 4 de octubre de 2015

Cambiar la Dureza del Corazón de Adultos por la Ternura del Corazón de Niños...


Fuente: Equipo CEP-Venezuela

El Evangelio de este Domingo: Mc 10, 2-16,  plantea dos aspectos que están profundamente relacionados: 
  • Uno, se vive a plenitud si somos capaces de superar la dureza de corazón. 
  • Otro, se entra en esta vida plena si nos humanizamos de verdad.

Todo comienza con una pregunta, cuando los fariseos le preguntan: ¿es lícito que un hombre se divorcie de su mujer?

Claramente que lo lícito o lo legal puede ayudar a resolver muchísimos enredos en la vida, y esto es muy bueno, pero siempre será un reajuste o reacomodo cuando se trate de los aspectos importantes de nuestra vida. La legalidad jamás podrá llegar al fondo de las realidades humanas en las que nos movemos los hombres y mujeres de carne y hueso que somos. Para ello no basta la legalidad sino el amor.

Cuando Jesús responde a la pregunta sobre la licitud del repudio a la esposa o al esposo, afirmando que “nada ni nadie debe romper lo que Dios está uniendo”, nos invita a descubrir en lo más profundo de nosotros mismos la capacidad de parecernos a Dios. Es decir, la capacidad de vivir amores duraderos que se juegan juntos toda su suerte. Amores que crean alianza y generan vida. Y para ello necesitamos transformar la dureza de corazón.

La dureza de corazón, tal como se entiende en la Biblia, impide ver más allá de los propios intereses y criterios, da lugar a juicios inmisericordes, asfixia todo encuentro, hace que se esté muy pendiente de la falta o error ajeno. Se termina viviendo en el desamor, desconectados de la vida y de las personas, construyendo auténticos infiernos.

La referencia a otras personas nos abre a la auténtica amistad. Por esta razón, Jesús dirá que necesitamos hacernos como niños, porque ellos viven en una permanente y obligada referencia a los demás. Un niño aislado no tendría vida. Necesita dejarse proteger, cuidar, atender y hasta dejarse reprender. Y este “dejarse”, que es fiarse o ponerse en manos de otros, es lo que conduce a la simplicidad, a la sencillez.

Quien cultiva esta simplicidad, que surge de su disposición a vivir en permanente referencia a los demás, aprende a conocer y a valorar las personas, no lleva cuentas del mal, sabe agradecer, aprende a desprenderse de lo que tiene sin mayores complicaciones, se da del todo sin medir consecuencias, no alberga resentimientos en su corazón. 

Si queremos hacer viable la amistad, la convivencia, el matrimonio, el hogar, el trabajo, la comunidad eclesial, etc., hay que progresar desde un tratamiento lícito de los asuntos de la vida hacia el auténtico amor que transforma la dureza del alma, la dureza de la razón. Así comenzaremos a tener vida de verdad.

Te invito a terminar rezando:

DAME UN CORAZÓN BUENO 

No quiero un corazón de piedra, duro y seco, 
que golpea a cada paso, creando camino incierto. 

No quiero un corazón que pierde la alegría y la esperanza 
en un pasado que nunca vuelve.

No quiero un corazón frío y muerto, hundido en la oscuridad 
que amasa soledad y desierto.

Quiero un corazón humano hecho de carne y fuego,
 como el tuyo, mi Señor, que es Espíritu eterno.

Quiero un corazón muy bueno donde el cansado
 pueda encontrar la luz que viene del cielo.

Quiero un corazón tan fresco que contagie la hermandad, 
la paz y el rencor no encuentre asiento.

Dame un corazón que me muestre lo que puedo,
para vivir desde ya la utopía del hombre nuevo.

Dame un corazón sin miedo, feliz con lo que llevo dentro, 
capaz de amar para querer sin ruegos.

Dame un corazón limpio y dispuesto, 
que se abre al amor de un Dios que es Padre nuestro.

         (Cf. Salmos – España)

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