Este texto ha sido escrito por Miguel Tombilla Martínez
En la parábola de este III domingo de Cuaresma, en el corazón de este camino hacia la Pascua, nos encontramos con un relato en el que Jesús rompe la unión entre castigo y que pecado.
Comienza con la noticia de los galileos que fueron ejecutados por Pilato y los 18 que fueron sepultados por la caída de una torre en Siloé. Muchos pensaban que la muerte violenta era el precio de sus pecados, pero Jesús rompe esta relación falsa con una parábola en la que él mismo se convierte en jardinero.
Una higuera plantada en un viñedo que lleva tres años sin dar un triste fruto. El dueño, cansado de la esterilidad, le pide al viñador que la corte para poder utilizar ese lugar y plantar algo que dé fruto. Y aquí se sitúa lo más sorprendente: el viñador, contra toda lógica, insiste para que la higuera permanezca. Él mismo se encargará de cavar y abonar. Él mismo regalará sus cuidados al árbol bueno que no daba frutos. Una intercesión cuidadosa que, suponemos (el relato no lo dice), regala un tiempo precioso a la higuera y compromete al Hijo del hombre en su cuidado.
Tres años sin fruto y, a pesar de ello, Dios se empecina en seguir insistiendo con el mimo que sólo Él puede prodigar, a fondo perdido y confiando en que la savia haga brotar los higos benéficos para la higuera y los seres humanos.
Dios jardinero de nuestras esterilidades y cansancios, de nuestro pecado y tristeza. Dios de los tres años de mimos y de los tres días de sepulcro que hace brotar la vida del sepulcro asesino y convierte la esterilidad del palo de la cruz en árbol de fruto increíble.
Dios jardinero que sale a nuestro encuentro, amoroso siempre, rompiendo la triste relación entre pecado y muerte.
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