Escrito por Mariola López Villanueva RSCJ
Evangelio: San Juan 21, 1-19
Creo que en lo que más nos cuesta reconocer al Señor Resucitado es en la normalidad con la que se acerca a nuestras vidas. Este pasaje nos remite a nuestro lugar de trabajo, con rostros más cercanos.
Cómo se vive lo cotidiano cuando creemos al Señor ausente – es de noche y no hemos pescado nada- y cómo se transfigura la escena cuando se pone cálidamente en el centro con "las brasas y las llamas encendidas".
Sus modos son humildes y discretos: pregunta, pide, invita. Nos anima a volver a intentarlo cuando hemos fracasado, a echar de nuevo las redes por el lado de un amor que no se cansa.
Emociona la sencillez de sus gestos: preparar un almuerzo con cariño. Es en nuestra pobreza y fragilidad donde el Señor nos regala su amor y nos confía lo que más quiere.
El mayor don del Resucitado es que nos hace capaces de cuidar de las vidas más frágiles, su amor nos capacita para recuperar ese cuidado esencial que hay en nosotros.
No tengamos miedo de extender nuestras manos para que él nos lleve. Reconciliados con nuestra indigencia, no le demos poder a nada que venga a robarnos su alegría del corazón.
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