Domingo segundo del tiempo ordinario
Escrito por Toni Catalá SJ
Juan Bautista bautizaba con agua para purificar y preparar al pueblo para el juicio inminente. Jesús nos bautiza con Espíritu Santo, nos sumerge en “la fuente de mayor consuelo” (Secuencia de Pentecostés [SP]), para liberarnos de todo mal y llevarnos a la Fuente de la Vida. El nuevo bautismo es arraigar la vida en la libertad de hijas y de hijos del Dios Vivo. No hemos recibido un espíritu de temor, nos dirá San Pablo, los temores constriñen y paralizan la vida, sino un espíritu que siempre viene en auxilio de nuestra debilidad, espíritu que es “gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos” [SP] espíritu que nos abre a la vida.
Este segundo domingo del tiempo ordinario el evangelio que proclamamos es otra vez una vuelta sobre todo lo que aconteció en el Bautismo y en la relación de Jesús con Juan Bautista, pero desde la perspectiva y experiencia de la comunidad del apóstol Juan. Decíamos el domingo pasado que para esta comunidad ya han pasado muchos años de vivencia eclesial y comunitaria. Ahora caen en la cuenta de que ese Jesús, que fue bautizado con agua por el bautista, es ahora él quien nos bautiza, nos entrega, nos sumerge, en el ámbito del Compasivo, de la Trinidad Santa, del Implicado en nuestra historia de alegrías y duelos. Ese ámbito en el Santo Espíritu es ese “no se qué que queda balbuciendo” (Juan de la Cruz) cuando nos sentimos queridos en la raíz de nuestro ser criaturas agraciadas.
Ya no nos sumergimos en aguas purificadoras sino es ahora el Santo Espíritu el que se sumerge en nosotros “para llenar nuestro vacío, para sanar nuestros corazones enfermos, para dar calor de vida en el hielo de nuestros corazones y de nuestro mundo tantas veces frio e inhóspito” [SP]. Este espíritu es el don en el que nos movemos, existimos y somos, que podemos percibir y que podemos y debemos dejarnos conducir por él.
El don del Espíritu del Señor Jesús es nuestras vidas siempre es un profundo sentimiento de paz, alegría y consuelo hondo. Este Espíritu tan sólo quiere nuestro bien, tan sólo quiere que tengamos vida y vida en abundancia. La turbación, la falta de tranquilidad interior, el miedo, la pusilanimidad, la fijación obsesiva y “neurótica” a las normas, olvidando que estas siempre son la expresión de valores que son los que tenemos que vivir con libertad, no son del Santo Espíritu, sino como diría San Ignacio del mal espíritu, del espíritu de mentira y autoengaño.
Vivir como “bautizados con Espíritu Santo” supone adiestrarnos en el “discernimiento de espíritus”, adiestrarnos en percibir en que es lo de Jesús y que es lo del “mundo” y la mejor manera de hacerlo en este momento litúrgico del tiempo ordinario es estar atentos a cómo se sitúa Jesús por los caminos de Galilea: qué dice, qué hace, sin darlo por sabido, estando a la escucha, acompañándolo, contemplando, deseando que nos contagie sus sentimientos, no metiendo el yo por en medio sino dejando que él entré en nosotros. Esto no es asunto de voluntarismos sino de sencillez de corazón para dejarnos invadir por su Santo Espíritu.
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