El Evangelio de Juan (Jn. 20, 19‑23), expone
tres acentos del único Pentecostés: uno, la experiencia personal del Espíritu;
otro, la comunión entre los que se han convertido en amigos y amigas de Jesús;
y tercero, la disposición al mayor amor y al mayor servicio al mundo.
Tras la Ascensión del Señor, los discípulos
experimentaron la mezcla de dos aspectos muy propios del crecimiento en la fe:
el silencio de Dios y su consuelo. Y no puede ser de otro modo, porque Dios
entabla su diálogo con la persona concreta, mediante su silencio y su consuelo.
Cuando Dios “se calla”, la persona se ve
impulsada a madurar en la pura fe y a enraizar su libertad en el verdadero
amor, más allá de toda seguridad y consuelo. El silencio de Dios se ordena a la
pedagogía de la gratuidad del amor, donde la persona se hace más consciente de
que si algo puede, lo puede en Dios...
Pero también,
cuando Dios “da su consuelo”, hace que todo hombre o mujer se sientan amados, aun sin merecerlo, y esto
es la vida. Eso es lo que experimentamos en Pentecostés: el consuelo, fruto del
amor de Dios que abruma y anonada, libera y desata (Cf. Arzubialde).
Pentecostés no puede dejar de remitirnos a Jesús.
Por eso el evangelio de Juan coloca la entrega del Espíritu en medio del
reconocimiento del Señor por las marcas que Él lleva grabadas para siempre: las
marcas de la pasión. Unas marcas que se convertirán también en el distintivo de
nuestras vidas, al ritmo que va creciendo nuestra amistad con el Señor.
El primer efecto del Espíritu Santo es la
alegría por la presencia y reconocimiento del Señor resucitado que nos hace
volver al Crucificado. Esta alegría transforma cerrazones, disipa miedos,
unifica a la persona, la hace libre y disponible (EE 329 y 316,4). Nos abre a
la novedad de Dios.
En Pentecostés, Jesús traspasa a sus hermanos
la misión que Él ha recibido del Padre. Un pase de misión que se da gracias a la confianza que crea y
recrea la alianza entre los amigos en la fe. Una alianza que llega a ser
comunión permanente en la medida que se concreta en actuaciones de generosidad
y servicio.
Jesús da su Espíritu para realizar una tarea
paradigmática: perdonar y retener. Se trata de la misión de sanar a la
humanidad. El Espíritu que reciben los amigos de Jesús los habilita para
responder con creatividad e inventiva ante el gran desafío del perdón que es el
rostro más visible del amor.
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