sábado, 18 de mayo de 2013

Un Espíritu que Mantiene Viva la Esperanza...

Fuente: CEP -Centro de Espiritualidad y Pastoral-

El Evangelio de Juan (Jn. 20, 19‑23), expone tres acentos del único Pentecostés: uno, la experiencia personal del Espíritu; otro, la comunión entre los que se han convertido en amigos y amigas de Jesús; y tercero, la disposición al mayor amor y al mayor servicio al mundo.
Tras la Ascensión del Señor, los discípulos experimentaron la mezcla de dos aspectos muy propios del crecimiento en la fe: el silencio de Dios y su consuelo. Y no puede ser de otro modo, porque Dios entabla su diálogo con la persona concreta, mediante su silencio y su consuelo.
Cuando Dios “se calla”, la persona se ve impulsada a madurar en la pura fe y a enraizar su libertad en el verdadero amor, más allá de toda seguridad y consuelo. El silencio de Dios se ordena a la pedagogía de la gratuidad del amor, donde la persona se hace más consciente de que si algo puede, lo puede en Dios...
Pero también, cuando Dios “da su consuelo”, hace que todo hombre o mujer se sientan amados, aun sin merecerlo, y esto es la vida. Eso es lo que experimentamos en Pentecostés: el consuelo, fruto del amor de Dios que abruma y anonada, libera y desata (Cf. Arzubialde).
Pentecostés no puede dejar de remitirnos a Jesús. Por eso el evangelio de Juan coloca la entrega del Espíritu en medio del reconocimiento del Señor por las marcas que Él lleva grabadas para siempre: las marcas de la pasión. Unas marcas que se convertirán también en el distintivo de nuestras vidas, al ritmo que va creciendo nuestra amistad con el Señor.
El primer efecto del Espíritu Santo es la alegría por la presencia y reconocimiento del Señor resucitado que nos hace volver al Crucificado. Esta alegría transforma cerrazones, disipa miedos, unifica a la persona, la hace libre y disponible (EE 329 y 316,4). Nos abre a la novedad de Dios.
En Pentecostés, Jesús traspasa a sus hermanos la misión que Él ha recibido del Padre. Un pase de misión que se da gracias a la confianza que crea y recrea la alianza entre los amigos en la fe. Una alianza que llega a ser comunión permanente en la medida que se concreta en actuaciones de generosidad y servicio.

Jesús da su Espíritu para realizar una tarea paradigmática: perdonar y retener. Se trata de la misión de sanar a la humanidad. El Espíritu que reciben los amigos de Jesús los habilita para responder con creatividad e inventiva ante el gran desafío del perdón que es el rostro más visible del amor.

Quien tiene Espíritu Santo se abre y dispone al perdón mediante el encuentro reconciliador y el diálogo que sabe reconocer, valorar y respetar al otro. Se hace experto en deshacer nudos y en romper cadenas, en abrir surcos y en arrojar semillas, en curar heridas y en mantener viva la esperanza. 

1 comentario:

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