Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esto
sucedió también en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos ha lavado del
pecado y nos hemos revestido de Cristo (Col 3,10) y en el Jueves Santo, esto sucede, como cada vez
que realizamos el memorial del Señor en la Eucaristía: hacemos comunión con
Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento, aquel de amarnos como Él nos ha
amado (Jn 13,34; 15,12). Si nos acercamos a la Santa Comunión sin estar
sinceramente dispuestos a lavarnos los pies los unos a los otros, no
reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús donándose a sí mismo,
totalmente.
Después,
pasado mañana, en la liturgia del Viernes Santo, meditamos el misterio de la
muerte de Cristo y adoramos la Cruz. En los últimos instantes de vida, antes de
entregar el espíritu al Padre, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30).
¿Qué significa esta palabra, que Jesús diga: “Todo se ha cumplido”? Significa
que la obra de la salvación está cumplida, que todas las Escrituras encuentran
su pleno cumplimiento en el amor de Cristo, Cordero inmolado. Jesús, con su
Sacrificio, ha transformado la más grande iniquidad en el más grande amor.
A
lo largo de los siglos encontramos hombres y mujeres que con el testimonio de
su existencia reflejan un rayo de este amor perfecto, pleno, incontaminado. Me
gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, Don Andrea Santoro,
sacerdote de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Unos días antes de ser
asesinado en Trebisonda, escribía: “Estoy aquí para habitar en medio de esta
gente y permitir hacerlo a Jesús, prestándole mi carne… Nos hacemos capaces de
salvación sólo ofreciendo la propia carne. El mal del mundo hay que llevarlo y
el dolor hay que compartirlo, absorbiéndolo en la propia carne hasta el final,
como lo hizo Jesús”. (A. Polselli, Don Andrea Santoro, las herencias, Città
Nuova, Roma 2008, p. 31). Que este ejemplo de un hombre de nuestros tiempos, y
tantos otros, nos sostengan en el ofrecer nuestra vida como don de amor a los
hermanos, a imitación de Jesús. Y también hoy hay tantos hombres y mujeres,
verdaderos mártires que ofrecen su vida con Jesús para confesar la fe,
solamente por aquel motivo. Es un servicio, servicio del testimonio cristiano
hasta la sangre, servicio que nos ha hecho Cristo: nos ha redimido hasta el
final. ¡Y es éste el significado de aquella frase “Todo se ha cumplido”!
Qué
bello será que todos nosotros, al final de nuestra vida, con nuestros errores,
nuestros pecados, también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al
prójimo, podamos decir al Padre como Jesús: ¡“Todo se ha cumplido”! Pero no con
la perfección con la que lo dijo Jesús sino decir: “Señor, he hecho todo lo que
podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”! Adorando la Cruz, mirando a Jesús,
pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires
cristianos. Y también nos hará bien pensar en el fin de nuestra vida. Ninguno
de nosotros sabe cuándo sucederá esto, pero podemos pedir la gracia de poder
decir: “Padre, he hecho todo lo que podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”!
El
Sábado Santo es el día en el cual la Iglesia contempla el “reposo” de Cristo en
la tumba después del victorioso combate en la Cruz. En el Sábado Santo, la
Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe está recogida en
ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta creyente. En la
oscuridad que envuelve la creación, Ella se queda sola para tener encendida la
llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cfr. Rm 4,18) en la
Resurrección de Jesús.
Y
en la grande Vigilia Pascual, en la cual resuena nuevamente el Aleluya,
celebramos a Cristo Resucitado, centro y fin del cosmos y de la historia;
vigilamos plenos de esperanza en espera de su regreso, cuando la Pascua tendrá
su plena manifestación.
A
veces, la oscuridad de la noche parece que penetra en el alma; a veces
pensamos: “ya no hay nada más que hacer”, y el corazón no encuentra más la
fuerza de amar…Pero precisamente en aquella oscuridad Cristo enciende el fuego
del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio,
algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es
más noche y tiene más oscuridad antes que comience la jornada. Pero,
justamente, en aquella oscuridad está Cristo que vence y que enciende el fuego
del amor. La piedra del dolor ha sido volcada dejando espacio a la esperanza.
¡He aquí el gran misterio de la Pascua! En esta santa noche la Iglesia nos
entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no exista el lamento de
quien dice “ya…”, sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de
futuro: Cristo ha vencido la muerte y nosotros con Él. Nuestra vida no termina
delante de la piedra de un Sepulcro, nuestra vida va más allá, con la esperanza
al Cristo que ha resucitado, precisamente, de aquel Sepulcro. Como cristianos
estamos llamados a ser centinelas de la mañana que sepan advertir los signos
del Resucitado, como han hecho las mujeres y los discípulos que fueron al
sepulcro en el alba del primer día de la semana.
Queridos
hermanos y hermanas, en estos días del Triduo Santo no nos limitemos a
conmemorar la pasión del Señor sino que entremos en el misterio, hagamos
nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol
Pablo: “Tengan en ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).
Entonces la nuestra será una “buena Pascua”.
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