Estaban, pues, hablando de sus esperanzas cuando «algo»
ocurrió. San Juan puntualiza (20, 19) que tenían las puertas cerradas por temor
a los judíos. Eran, en el fondo, pueblerinos aterrados ante el posible acoso de
los enemigos que, probablemente, no habían quedado saciados con la muerte de
Jesús y que podían sentirse nuevamente excitados por los rumores de la
resurrección de su Maestro.
Fue entonces cuando él se apareció en medio de ellos. Y su reacción
fue contraria a cuanto podía preverse: Aterrados y llenos de miedo creían ver a
un fantasma. ¿Pues no les había asegurado Pedro que era él, que estaba vivo? Se
asustaron. No les entraba en la cabeza la idea de una resurrección. Se
apretaban los unos contra los otros; hubieran querido huir.
Pero él era lo contrario a un fantasma. Se coloca en medio a
ellos, como siempre, como el viejo amigo que era. Sonríe, les saluda, se mueve,
habla, los envuelve a todos con el calor de su mirada, parece dispuesto a reiniciar
una de tantas conversaciones como con ellos ha tenido. Y ellos no se confían ni
con eso. Le miran aún con estupor.
Hubieran querido tocarle, comprobar si está realmente vivo.
Pero no se atreven. El adivina sus pensamientos. Les dice:
¿Por qué se turban y por qué suben a sus corazones esos
pensamientos? Vean mis manos y mis pies. Sí, soy yo. Tóquenme y vean: los
espíritus no tienen carne y huesos como ven que yo tengo (Le 24, 38-43). Y les
tiende las manos, sus hermosas manos, ahora dramáticas por las heridas aún
abiertas. Muestra luego sus costado. Abre su túnica. Brilla su carne. Fulge su
larga herida allí donde late el corazón. Es la misma carne que ellos han visto
desnuda tantas veces bajo el agua y el sol. No hay misterios. No hay magias. Es
él. El de siempre. Sencillo, fraterno.
Ellos le tocan, tímidos aún. Vacilan todavía. Y él sonríe:
¿Tiene algo que comer? En la casa hoy sólo un trozo de pez asado y él lo mordisquea
sonriente. Se dan cuenta de que no come por hambre. Lo hace sólo para que vean
que está verdaderamente vivo.
Ahora sonríen todos. Una felicidad profunda comienza a
brotar en los corazones de todos. Ahora saben que —como él mismo había profetizado—
ya nadie será capaz de quitarles esa alegría (Jn 16, 22).
La resurrección ya es para ellos más que una certeza, es una
fiesta.
Gracias Hna Marta buenísimo paz y bien!!!
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